Ricardo
Rondón Ch.
Esta mañana salí temprano a respirar los primeros humores
de la paz, y volteando la manzana me encontré al frente de un colegio con una
señora enfurruñada, que le sacudía los hombros a un parvulito porque no se
dejaba peinar.
¡Carajo!, me dije, ¿es que la gente no se informa? Desde
las doce de la noche los informativos del mundo vienen registrando en todos los
idiomas, que la guerrilla más antigua del orbe, en representación de su máximo
líder, el señor ‘Timochenko’, había
ordenado el cese al fuego definitivo.
De modo que ver a una señora con los nervios crispados
porque su muchachito, aun con el sueño enredado en las pestañas, se resiste a
dejarse acicalar, es un demostración de que de nada serviría el acuerdo de 297
páginas que el Presidente Santos le
entregó al Congreso de la República
la semana pasada, luego de cuatro arduos años de negociaciones -y varias veces
a punto de resquebrajarse-, si no nos apropiamos de lo que significa este
cambio trascendental desde la casa, y ubicamos la trajinada palomita en el
pecho para que no se nos vuelva a volar.
-Señora, no hay necesidad de zarandear así al niño que no se le va a
enfermar si no entra peinado a clase.
-¡Usted no se meta, que no es suyo!
Tenga por metido, porque en este país el virus de la altanería
y la discordia navega a sus anchas en la cotidianidad, en el tráfico, en los
vehículos de transporte público, en las oficinas, en la calle amenazante, ni se
diga en las redes sociales, que segregan pus y veneno las 24 horas del día.
Decenas de simpatizantes de la Paz en la plaza Rafael Núñez del Capitolio Nacional, epicentro del acto protocolario del Acuerdo. Foto: Alejandro Monroy, Oficina de Prensa del Congreso |
De no concertarse una emergente pedagogía de la paz, de las buenas relaciones, del entendimiento y
la convivencia, así no estemos de acuerdo con el vecino de abajo o el de
arriba, o con la señora que porfía meterle el cepillo a la brava en los ralos
cabellos del pequeñín que no termina por despertarse, de nada servirán todas
estas acciones implementadas para la gran transformación, que no es para
quienes ya estamos a mitad de camino en el discurrir de la vida, sino para
quienes vienen detrás: la infancia y la juventud ilusionadas en su vigor e
inteligencia.
Que el país entienda que este pacto que se acaba de celebrar,
con los desaciertos y las incongruencias que puedan tener en algunos de sus párrafos,
y con todos los sapos que nos toque digerir en el camino, es una ventana
abierta a un nuevo panorama, una ventana que por cincuenta y dos años estuvo
cerrada para el oprobio, el dolor, el luto y la clandestinidad.
“¿A qué precio?”, repican los guerreristas de la
oposición. ¡Al que sea! Uno le apuesta a lo que sea cuando se entera por junta
médica que a un ser querido en estado terminal le quedan escasos meses: Se
apuntalan esperanzas, se agotan recursos, se cambia uno de credo, de filiación
política, de equipo de fútbol, de lo que sea necesario y urgente para salvar
esa vida.
Igual sucede con el Acuerdo
Gobierno-FARC, con el ¡Sí se pudo!,
que corearon los amigos de la paz a
la llegada a Bogotá de los
comisionados de La Habana, esa Selección Colombia de la palabra negociada, que por fin le ganó el
partido a la guerra, tamaña empresa que promete confiabilidad, un renacer, otra
forma de pensar y actuar, un generoso lenguaje para expresarnos y entendernos,
un primer paso en los derroteros de la pacificación que apenas comienza.
Cómo no entender que este primer escalón es relevante. Que
la promesa es mancomunada. ¡No más fuego!,
por lo menos entre las Fuerzas Armadas
y las FARC, después de medio siglo
de secuestros, amenazas y plomacera constante.
Y aunque a una buena porción de la población le produzca
sarpullido, como subrayó el Presidente
Santos, es preferible ver a ‘Timochenko’
roncado en una poltrona del Congreso,
que ordenando atentados a la población civil, explosiones a oleoductos,
cilindros de bombas contra iglesias, o reclutamiento de niños.
Si bien es cierto que el posconflicto va a ser complejo, lento y de muchas aristas, empezando
por la reintegración, el desminado, la reparación de víctimas, la restitución
de tierras, la justicia transicional y todo lo que se avecina, también lo es
que con el Acuerdo y el Desarme hay
más ánimo y confianza para reordenar la casa, como lo hacían las señoras a la
antigua, con todo el amor, el cuidado y la paciencia del mundo.
La foto que encabeza este artículo no puede ser más
explícita, y cumple con la metáfora convenida de que el gran regalo, por fin ha
llegado: el pacto impreso, liado con cintas del tricolor nacional y la tarjeta
de invitación dirigida al Congreso de la República para su aprobación por decreto: Ahí
les entrego la paz.
Queda en la conciencia de quienes quieran apreciar y
valorar este acontecimiento, este acto de reivindicación y reconciliación, para
mirar con libertad por la ventana que se nos había negado por tanto tiempo. La
que nos invita a observar con claridad el país en su belleza y legitimidad, en
sus dignos talentos, en el músculo, las historias de vida y las
hazañas de nuestros atletas y ciclistas, y en el horizonte despejado que abrigamos para
nuestros hijos y nietos.
Qué bueno que un colombiano ilustre, un valluno de ley
como el doctor Juan Carlos Henáo, paradigma
de la jurisprudencia en Colombia,
hiciera un intervalo en su escritorio de rector de la Universidad Externado, para que con su sapiencia nos diera luces
sobre la Justicia transicional que
tanta polémica ha generado, pero no desde la brevedad de los noticieros sino de
una cátedra abierta para todos los públicos. Es justa y necesaria para
entenderla, debatirla y concluirla, que es lo que nos corresponde como
ciudadanos en una democracia.
Por lo pronto, que la elección del Sí sea unánime y arrolladora en las urnas el próximo 2 de octubre, porque ya es suficiente
con todo lo que hemos padecido, con las viudas y los huérfanos desperdigados en
el humo de las batallas, con los humillantes campos de concentración selva
adentro, con la infamia y el temor lacerantes.
Para rematar, sería un despropósito que la firma oficial
del Acuerdo se produzca en Nueva York,
o en otro lugar del mundo que no sea Colombia.
Propongo Bojayá, en el Chocó, para la esperada rúbrica, en el mismo lugar, la
modesta capilla de San Pablo Apóstol de
Bellavista, que aquel macabro 2 de
mayo de 2002 estalló en mil pedazos por el impacto de un cilindro-bomba, y
donde murieron 117 personas, entre ellos cuarenta
y siete niños, de los 300 habitantes atemorizados que se
refugiaron en ese templo ante el feroz enfrentamiento de guerrilleros y
paramilitares.
Que si alguien sabe del Cristo mutilado que rescataron de los escombros, lo lleve y lo
entronice como símbolo de lo que no se puede volver a repetir, de un punto y
aparte al odio y la venganza, del renacer definitivo de la esperanza por el
respeto a la vida, y por la vida, hasta la misma vida.
Los dejo con este poema de César Vallejo, Masa, que es una metáfora sensible de lo
que deja a su paso la guerra, esa palabreja incómoda que esperamos, a partir
del 2 de octubre, ya no esté en boca
de nadie, sino en los renglones que corresponden a los libros de historia y a
los diccionarios.
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando “¡Tanto amor y no poder nada contra la
muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste,
emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
0 comentarios