Juan Gabriel, motivo de inspiración de cientos de imitadores, en México, y en Colombia, país mexicanista por excelencia. Foto: Reuters |
Ricardo
Rondón Ch.
Sólo el Huracán
Juanga pudo aplacar durante más de cuarenta años la altanería viril y la
discriminación sexual de la nación machista y homófoba por excelencia del
planeta, con sus aguerridos pistoleros de la Revolución, sus enmascarados generacionales
de lucha libre, y el grito flameado en tequila y jalapeño de “¡Viva México, cabrones!”.
Catador desde la infancia de penurias y frustraciones, Juan Gabriel fue el espejo vivo de su
pueblo, y la fórmula de su éxito arrollador no tiene otro remitente que haber
plasmado en sus letras la necesidad de amor y la clamorosa denuncia de
soledad y de impotencia del mexicano de
a pie, acostumbrado a refugiarse en la humildad y en la inocencia de sus
cancioneros, y en las tórridas pasiones de los culebrones.
Juan
Gabriel, desde el principio, supo dar en el clavo en su itinerario
proceloso hasta erigirse como ídolo de multitudes, en un México que hace decenios, por la explosión demográfica, taló sin
compasión los otrora bosques floridos de sus árboles genealógicos.
¿Y qué es al fin de cuentas un ídolo? La mejor definición
la dio su coterráneo, Carlos Monsiváis,
escritor y gran cronista de la mexicanidad, quien descifró al cantautor de Parácuaro, Michoacán, en un ensayo de
su libro Escenas de pudor y liviandad,
que ahora vuelve a ponerse en lugar privilegiado de las estanterías:
“Un ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta
emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente
perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, o la suave o agresiva
ruptura de la norma”.
Lalo Rey, de Chaparral (Tolima), uno de los fervientes imitadores del Divo de Juárez, falleció cinco días después de la muerte del ídolo mexicano. Foto: Archivo particular |
Ese era en síntesis el Divo de Juárez. Si se desglosa la máxima: las respuestas a las
múltiples preguntas de un conglomerado como el suyo, entre la ilusión y la
derrota -ni hablar hoy más que nunca de la quimera americana-, las dio
puntuales en los renglones de las más de 1.600 canciones que compuso en todos
los ritmos del enriquecido folclore azteca.
Si se miran en su crudeza las letras, la pluma del autor
siempre se ha movido entre esas vertientes: el amor, la desafección, la
desilusión y la belleza del cuerpo y del entorno, que sólo el milagro cosmético
del cine, la publicidad y la televisión han podido redimir.
De hecho, el robusto cancionero del ídolo de Juárez es un registro notarial de las distintas etapas de
su existencia. No tengo dinero, por
ejemplo, la primera trompeta que anuncia su presencia estelar, es la impronta
honesta del jovencito provinciano que ofrece su corazón palpitante con la
advertencia de que no hay una sola rupia que respalde los trámites del
enamoramiento. Así lo corrobora en su estrofa final:
Si
así tú me quieres / te puede querer
Pero
si no puedes / ni modo qué hacer.
Con el Noa Noa -también
de su período inicial- el escriba michoacano se va despojando paulatinamente de
sus pudores para presentarles a sus primeros fanáticos y a sus precoces
conquistas el bar que haría emblemático en su carrera, en una Ciudad Juárez novelesca, con todo lo
sangriento e inconcebible de ese territorio a la fecha: una Comala de la contemporaneidad.
Cuando
quieras tú divertirte más / Y bailar sin fin, / yo sé de un lugar / que te llevaré.
/ (Vamos al Noa y disfrutarás) / de una noche que nunca olvidarás.
México en el corazón de Juan Gabriel, orgullo de sus compatriotas y mentor para la posteridad de su mejor y gran legado musical. Foto: AP |
Con el tiempo, el nombre de este antro se reproduciría
como la zarza en las capitales latinoamericanas como decorado ideal de los clubes gays, y como un homenaje a quien
lo hizo célebre cuando debutó en 1966 con Adoro,
clásico de Armando Manzanero, y en
esta versión en vivo de Juan Gabriel
(que por ese entonces se hacía llamar Adán
Luna), respaldado por los Prisioneros
del Ritmo.
Oportuno destacar que el Noa Noa, que fue demolido en 2007 para poner en funcionamiento una
zona de parqueo, fue reconstruido a principios de 2015, con un Juan Gabriel ya ahíto de fama y de
dólares, y con los avisos intermitentes de sus padecimientos cardíacos, como
invitado de honor. Allí, su inconfundible rostro se revela en un mural de 400
metros cuadrados.
Paralelo a los señalamientos y discriminaciones que
recibió al comienzo de su carrera, cuando lo crucificaban en las secciones del
corazón de los telediarios y en los tabloides amarillistas por sus consecutivos
escándalos en resorts y en discotecas
floripondias, el ídolo, con su aguda perspicacia y su talento inagotable, iba
plasmando una a una las páginas musicales de la reivindicación.
Hoy no hay un lugar en México y en la América
mexicanista, sobre todo en los círculos donde el machismo exacerbado
destila hiel homofóbica, verbigracia el legendario Tepito del D.F. (una suerte de San
Victorino bogotano), que un curtidor de pieles, un zapatero, un fabricante
de carpas, un mecánico o un carnicero, no sepa por lo menos una canción
completa de Juan Gabriel, y la coreé
entre amigotes y copas pletóricas de mezcal.
Como era su costumbre, una fiesta delirante en los escenarios. El poder hipnótico con su público. Foto: EFE |
Especulación o realidad, eso ya lo trasteó el Divo de Juárez a su tumba, ahora se
viene a revelar que la canción más sonada de su compendio musical, Amor eterno, interpretada por dos de sus
grandes amigas, Rocío Dúrcal e Isabel Pantoja, no era la oración que le
inspiró su madre Victoria Valadez Rojas
-la empleada doméstica que se vio obligada a internarlo de niño porque no tenía
recursos para sostenerlo-, sino que le fue dedicada en clave secreta al amor homosexual
de sus mejores días.
Joaquín
Muñoz Muñoz, albacea y ex mánager del rutilante artista,
recién se pronunció al respecto. El abogado asegura que dicha letra fue
dedicada a Marco, uno de los
intensos y duraderos amores del artista, quien no pudo superar su trágica
muerte, ocurrida en una noche de juerga en Ciudad
de México, al parecer en una apuesta de ruleta rusa, mientras él cumplía a
una presentación en Acapulco:
Oscura
soledad estoy viviendo, / la misma soledad de tu sepulcro, / tú eres el amor
del cual yo tengo, / el más triste recuerdo de Acapulco.
Recuérdese que esta melodía, de las más bellas y dicientes
en su estructura narrativa, fue la misma con que Rocío Dúrcal despidió a su madre el día de sus funerales y, no
obstante lo que se siga especulando en su dedicatoria, seguirá siendo el himno
de las madres del mundo, por lo menos en lengua castellana.
Juan
Gabriel fue el gran mentor de su pueblo desde el arraigo y la
sensibilidad que identifica al macho mexicano, violento y acometedor por antonomasia,
pero en el fondo iluso y débil, prisionero irredento de su ego, protagonista de
un culebrón a su manera, más víctima que victimario en su soledad y enajenación.
En los años dorados con su mejor amiga e intérprete, la inolvidable Rocío Dúrcal. Foto: EFE |
Las letras del ídolo brotan como plantas carnívoras de su
propia visceralidad, de esa fortaleza capricorniana del guerrero helénico,
invencible y testarudo como lo fue hasta los últimos instantes de su
existencia, cuando hizo caso omiso de sus controles cardíacos, y fatigado y sin
aire, con el peso de sus 120 kilos, continuó festejando la vida al límite, en
el trepidante trasegar de sus 66 años.
El
Divo
se debatió siempre entre el esplendor y la tormenta, como esa estrella fugaz
que en su vertiginoso viaje rozaba sin temores el sagrado sol de los mixtecas,
con el cinismo y la osadía de un caradura de barrio, sin mirar atrás y con la
firme e irrefutable convicción de recobrar el amor a como diera lugar, el
afecto extraviado en los albores de su vida, el amparo y el calor humano que en
un principio le fue negado.
Todas esas carencias están reflejadas en sus letras. Juan
Gabriel no le canta a los amores agresivos y dulcificados de las películas del Cine Mexicano de entreguerras, ni a las
falacias lacrimógenas y descorazonadas de Televisa
y Telemundo, sino al amor en su
rotundidad, pleno y sin contraprestaciones, al amor que va más allá del mismo
amor, sin señalamientos ni calificaciones, el amor de verdad, su Amor eterno.
Alguna vez le oí decir a Juanga en una de esas entrevistas mexicanas de contrapunteo donde
el entrevistador interpreta el rol de los circenses lanza-cuchillos, que lo
único que no había hecho en su vida era amamantar, porque hasta criar cuatro
varones adoptivos se le midió, y bien criados agregaba, aunque uno se le
descarriló hasta porfiar en el delito, y pagó con cárcel sin que el padre
intercediera.
De resto, decía, “lo he probado todo, desde lo más dulce
hasta lo más amargo, y sin arrepentimientos. Amé de las dos únicas formas
posibles que nos ofrece el amor: el que se nos obsequia a primera vista, veloz
y apasionante, con tarjeta expedita a la cama. Y el amor-amor que se condimenta
lentico como lo hacían las abuelas, el que sin recurrir al sexo, es el que más
perdura y prospera”.
Con una enorme y devastadora alma femenina que le erizaba
las pestañas y los cabellos ralos de la coronilla, Juan Gabriel de México coincida con el Miguel Bosé de España en esa máxima franca que ha hecho eco por generaciones
en el universo gay: “La mujer de mi vida
soy yo”.
Lalo Rey falleció a la edad de 50 años en el Hospital Universitario La Samaritana. Foto: Leo Carreño |
Y bien que le lucía al primero en su espíritu maternal,
protector y dadivoso, cuando se le resquebraba el alma al ver los niños
mendicantes que amanecían ateridos bajo los puentes de Insurgentes, o los adolescentes que por miserias ofrecían sus
lánguidos cuerpos en el Noa Noa, y
con quienes en su juventud alborotada y permisiva se hizo acompañar en
amaneceres borrascosos e inciertos.
Quién más que Juan
Gabriel que padeció y masculló esa bola roñosa del infortunio y del rechazo
cuando su madre se vio forzada a entregarlo a un internado por necesidad,
mientras el padre, Gabriel Aguilera,
se debatía entre las sombras y las alucinaciones de la mente desquiciada en un
asilo psiquiátrico.
La carta genética no podía ser más compleja y arriesgada,
pero nadie hubiera dado un céntimo por Alberto
Aguilera Valadez sin el chingón y
la templanza que él se impuso para vencer la adversidad, salir del atolladero y
trazarse metas para llegar a donde llegó. Su gesta, en este capítulo, el del
esfuerzo y la superación por encima de los más desafiantes obstáculos, y sin
atolondrarse en el pasado, es una historia de puño cerrado.
Así, el artista en ciernes, Adán Luna, como se rotuló, que aprendió a inspirar sus composiciones
con los arpegios de una guitarra, en ese engorroso itinerario de ida y vuelta
por las oficinas de empresarios artísticos y promotores de discos que al
comienzo le estrellaban las puertas en las narices, fue creciendo
paulatinamente con el pulso y la poderosa fe de quien llegó a tocar el cielo
mexicano, y a amasar una fortuna de más de 30
millones de dólares, que hoy, tras su fallecimiento, como suele suceder con
caudales de luces y lentejuelas, abre amenazante las fauces de la codicia y la
discordia.
Habrá pudorosos y descreídos que por hipocresía hoy
pregonan en público que jamás en sus vidas han tarareado Hasta que te conocí, Querida, Abrázame muy fuerte, Se me olvidó otra
vez, Siempre en mi mente, Yo te recuerdo, Te quise olvidar, He venido a pedirte
perdón, Te sigo amando, No me vuelvo a enamorar, No vale la pena, o cualquier de las melodías que correrán con vida
propia en su inconmensurable repertorio.
Juan Gabriel: su energía arrolladora se devoraba los escenarios. Foto: Televisa |
Habrá quien aseguré con desdén que apagó el televisor
cuando lo vio aparecer en escena en el Madison
Square Garden, en el Palacio de
Bellas Artes del D.F, en la Quinta
Vergara de Viña del Mar, o en la
Concha Acústica Consuelo Araújo Noguera del Parque de la Leyenda Vallenata, por
esas reticencias sociales del qué dirán, del “yo untarme de loca, ¡ni loco!”, o por esa doble moral
de que la de Juan Gabriel es una
música de los bajos fondos, de los antros del pillaje o de los griles gay,
donde efectivamente fue y seguirá siendo rey indiscutible.
Como quienes lo imitaron y lo seguirán imitando muchos, ahora con más fervor después de su partida, en su patria de murales, guadalupanas, panteones y calaveras de
mandíbula batiente, y en Colombia,
el país más mexicanista de Latinoamérica,
donde los hay por doquier, de uno y de otro bando, con galones y charreteras,
con pañoletas de varias vueltas como viudas irredentas, con florituras de
tocado y peineta, como una vez en carnavales, en una fiesta a puerta cerrada de
Barranquilla, lo emuló el
transgénero más varón y disoluto que haya parido Chile en su historia: el escritor Pedro Lemebel, el mismo de La
esquina es mi corazón, Zanjón de la Aguada y Tengo miedo torero.
No en vano el dicho de que en Colombia se encuentran los mejores mariachis y hay más imitadores
de Juan Gabriel que en todo México, se cumple al pie de la letra.
Para citar solo un ejemplo de quien a lo largo de treinta años sufrió sus canciones
a lágrima viva, Lalo Rey, quien falleció el pasado viernes, cinco días después de la muerte del ídolo mexicano, en el Hospital Universitario La Samaritana,
de Bogotá, a escasas cuadras de su
domicilio en el barrio Gustavo Restrepo,
víctima de un coma derivado de una bacteria invasiva en el cerebro que se lo llevó en
menos de setenta y dos horas. Lalo
contaba con cincuenta años.
Oriundo de Chaparral,
Tolima, el parodiador murió frente al
espejo trágico de Juan Gabriel, aunque en la mayoría de las entrevistas que
le hacían decía por orgullo que él interpretaba en su estilo propio las
canciones “del señor Alberto Aguilera
Valadez”, porque sus sentidas letras lo habían cautivado desde niño.
Rey con el cantante, presentador y caballista Mauricio Vélez |
Lo cierto era que Rey
se sobreactuaba en tarima, donde aparecía impecable, con un perchero siempre
renovado; sus botas lustrosas de charro, o cuando salía de la ciudad,
unas mandadas a hacer a su medida en un fábrica del barrio Restrepo, en cuero de guio o de caimán, sus preferidas, ese
lujo de artista del que se regodeaba
.
Luis
Eduardo Reinoso, como era su nombre bautismal, fue en su
juventud vendedor de fritanga del terminal de buses de Chaparral, mesero y conserje de prostíbulos y cantinas purulentas
de malevaje en distintas plazas de ese departamento, y émulo de Juan Gabriel. Así se resistiera a
reconocerlo.
Era el penúltimo de doce hermanos de doña Aurora Barón Reinoso, madre soltera que
terminó quebrándose el espinazo lavando sobre piedra de río ropas ajenas en pos
del sustento de sus críos, cuando reventó el capullo de la crisálida -como en
un verso del poeta Raúl Gómez Jattin-
y Lalo sacudió el polvo de sus alas
apolilladas en ese ritual porfiado y lastimero de los imitadores a
contracorriente, que es intentar reconocerse en el cuerpo, el alma y los tics de
su alter ego.
Entre pedregales y espinas brotó Lalo Rey, y aunque su nombre nunca fue grabado en una penca de
maguey, él se encargó de imprimirlo en su curtida piel con el fuego de sus
dolores y pesadillas, y del rechazo y la discriminación por el hecho de cargar
con el estigma de esa mujer soberbia y desesperada, que no más despuntar la
adolescencia, le reclamaba a gritos desde el fondo de su alma.
El temprano estreno de Lalo como émulo de Juan
Gabriel fue en Donde Alcira, un
burdel pueblerino de El Guamo, Tolima,
réplica perrata del Erabel del Olivo, como figura el
lenocinio de El lugar sin límites, la
película del director mexicano Arturo
Ripstein, inspirada en la novela homónima del escritor chileno José Donoso.
Memorable concierto del Divo con el colombiano Juanes. Foto: AFP |
En ese antro, en medio de luces mortecinas y alaridos de
putas y borrachos, Lalo probó los
primeros tragos amargos de su idílico Juanga
en su mentada letra No me vuelvo a
enamorar, con división de opiniones de la turba alebrestada: los que
estuvieron a su favor con el aplauso y unas cuantas monedas, y los machotes
pelo en pecho de camisas desabotonadas que se burlaron hasta la saciedad de su
amaneramiento.
Las mismas burlas e improperios que Lalo Rey tuvo que soportar en mancebías, tabernas de poca monta,
bazares de barrios marginales y ferias de comarcas remotas de San José del Guaviare, Caquetá, Puerto
Inírida, Arauca y todo el Llano
adentro, a donde arribaba después de horas y horas de trayecto en flota,
con el polvo de las carreteras apelmazado en su garganta, y del vehículo al
tope de campesinos y animales domésticos saltar a una chalupa de aguas
sospechosas para llegar a su destino.
Rey, a
quien vengo siguiendo de veinticinco años atrás, narraba que en esa bitácora despiadada e impredecible le tocó enfrentarse a retos que ni un varón con la
testosterona en su efervescencia haría.
Cierta vez, comentaba, en Belén de los Andaquíes, Caquetá,
para unas ferias y fiestas, un traqueto
de esos que empuñan botella de Chivas
Regal para beberla a pico de botella, mientras que con la otra disparan
plomo a todo dar, le puso como condición contratarlo en tarima si primero se
encerraba en el redondel improvisado con un cebú.
Lalo le refutó
que él no era torero sino cantante, pero como los mafiosos y en fiestas no
están para reflexiones de aparecidos, se disiparon primero los temores del
torete que los del contratante, y dizque se lanzó al ruedo después de zamparse
tres largos sorbos de whisky, y de santiguarse con los favores de La Lupita, como él nombraba a la Guadalupana que llevaba grabada en una de sus
chaquetillas.
La reseña, al final de esa aventura, con los acordes de
una papayera y la infernal algarabía de decenas de beodos excitados, fueron dos
costillas rotas en una levantada del astado que lo disparó por los aires, amén
de moretones y magulladuras en rostro, pecho y espalda, hasta que el narco, a
reventar de la euforia, ordenó que lo trasladaran al centro de sanidad para
curarlo.
Los mechones soberbios del chaparraluno |
El imitador, cojeando, maltrecho, con la cabellera hecha
un pegostre de arena y sangre, salió de la enfermería por sus propios medios,
rumbo a un hotel de paso para tomar una ducha y ponerse las galas de Juan Gabriel. En ese estado, con el
cuerpo apaleado y el dolor agudo de las fisuras en las costillas, cumplió con el repertorio del Divo de
Juárez, que al final respaldó la jugosa paga.
Pero esas descabelladas oportunidades no le salían todos
los días. Cuando no había un mágico
de por medio que lo obligara por plata o con una Pietro Beretta en su cabeza a lidiar un toro criollo o a vestirse
como Lucha Villa y desgañitarse en huapangos y rancheras, Lalo Rey enfrentaba empresas imposibles
como las de tomar en arriendo un local en ruinas de El Retorno, Guaviare, oficiar de albañil para dejarlo presentable,
contratar un par de mucharejos que atendieran
mesas y mostrador, y montar su show mientras lo permitía la bonanza de cocaleros y raspachines.
Caperuza, a
punto de cumplir 67 años, la mamá de los
travestis en Colombia, el mismo
que descubrió el talento de Endry
Cardeño, y hasta hace un tiempo fue su manager, me contó una vez lo enteré
de la fatal noticia que Lalo
también se ganaba sus pesos como prestidigitador y adivino, pero que esas
labores las practicaba en
el sector rural y en la provincia, y que le aseguraban buenos réditos.
Lalo nunca
fue protagonista de escándalos. No más cumplir con sus presentaciones, retornaba
a la casa del barrio Gustavo Restrepo, al sur de la capital, en
donde residió por varios años, hasta que lo llevaron de urgencia al hospital.
Compartía el hogar con su sobrina Yesenia Reinoso, bailarina de su espectáculo, la pequeña Stefany, hija de la anterior, a quien le dedicó el tema Niña de mi corazón, y tres chihuahuas
que eran su compañía y adoración.
La última vez que lo entrevisté en el diario El Espacio, fue hace cuatro años, para
la promoción de su vídeo Perdón te pido.
Lo volví a ver en televisión, el 6 de junio de 2013, con su desafortunada
participación en Colombia tiene talento,
cuando José Gaviria, Alejandra Azcárate
y Paola Turbay coincidieron en un No
rotundo.
Hace dos años me llamó Lalo para pedirme el favor que intercediera por él ante Jorge Barón, con el propósito que este le
diera un chance en el Show de las
estrellas, porque ese aparición, según él, le ayudaría a sustentar la visa
a Estados Unidos que estaba
tramitando con un abogado que por esas lides le cobró tres millones de pesos.
Cuando le compartí la buena noticia de que Jorge Barón avalaba su actuación en una
próxima grabación en El Espinal, Tolima,
Lalo completaba una felicidad nunca
antes registrada al argumentar que lo habían citado a entrevista en la
Embajada.
Ese esperado día me puso cita a las tres de la tarde en
una cafetería cercana para celebrar la buena nueva con unas onces. “Por fin voy
a realizar mi sueño de cantar en Estados
Unidos. Tengo fechadas tres presentaciones en un restaurante show de New Jersey. Y aspiro a que me salgan
más allí”, aseguró el cantante con una alegría de niño.
Rey no
llegó a las tres sino a las cuatro pasadas de la tarde, luego de varios
intentos fallidos que le hice a su celular.
Al mejor estilo de Don Pedro Vargas: "Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido". Foto: Reuters |
Cuando entró a la cafetería
acompañado de una vocalista de mariachi, leí inmediatamente en su mirada que la
anhelada gestión se había ido al traste: el rostro compungido y demacrado, el delineador corrido por las mejillas:
-¡Hijueputas
gringos!-, pronunció incendiado de la ira.
-¡Ese
maldito abogado! Se me fueron por una alcantarilla más de
tres millones de pesos. ¿Ahora qué voy a
hacer, Dios mío?
Lalo
Rey
vivía al diario, y seguramente ese dinero perdido eran los ahorros con
esfuerzos de tantas faenas inverosímiles que le tocó librar: servir de comodín
a los caprichos etílicos de los traquetos;
hacer las veces de maestro de obra con el fin de instalar una cantina temporal
en una zona roja del Guaviare;
ponerse una pañoleta y una candonga para predecirle el futuro a los
campesinos con una baraja española; o lucirse como el show central de la velada
de elección y coronación de Miss
Transformista Internacional, como él lo contaba con gracia, en un improvisado
salón comunal de un barrio popular de Cúcuta,
donde a media noche fueron sorprendidos por una guarnición de paracos que espantaron a las luciérnagas a punta de bala:
-Después de ese susto tan berraco, yo no podía contener
la risa recordando cómo salieron despavoridas todas esas locas con los tacones
en la mano, gritando “¡Auxilio, nos van a matar!”.
Es un decir entre fanáticos del Divo de Juárez que Juan
Gabriel, para los mexicanos, es un
estado de ánimo.
Lalo
Rey
lo cantó y lo sufrió por más de treinta años. En los realitys, en las tabernas de machotes y en los griles LGTBI afloran
a menudo sus émulos, y después de largas y tediosas filas se consagran en competencias, y
se lo toman tan a pecho que el personaje les rasga en dos sus vidas.
“Jamás
moriré mientras sigan entonando mis canciones”, repetía el máximo
exponente de la música popular mexicana.
Éxitos de Juan Gabriel: http://bit.ly/2bWaFsq
Lalo Rey en Colombia tiene Talento: http://bit.ly/2cjnZWu
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