"Al son que me toquen bailo. Y hasta que San Juan agache el dedo". Foto: La Pluma y La Herida |
Ricardo
Rondón Ch.
Esta pareja de ancianos, como las estatuas humanas que
abundan en el centro de Bogotá, se
suelta a bailar un pasadoble, un tango, una cumbia, un merecumbé o un
sanjuanero, sólo si oyen el tintinear de unas monedas en un Barbisio maltrecho, boca arriba y a
escasos dos metros donde molieron a tiros al caudillo Jorge Eliécer Gaitán.
Estos viejos, pasados de los 70 años, si la ley fuera
justa como en las naciones decentes, deberían estar disfrutando el merecido solaz
del jubileo por cuenta del Estado. Ella, tejiendo una carpeta o un mameluco en
croché para un nieto venidero. Él, llenando un crucigrama con la luz ambiente
que le entre por la ventana, y malayándose en su vespertina de que ya no
existan pasatiempos radiales como Orientación
tribuna de la patria o El pereque.
Pero no. Los ancianos se ven obligados a salir a la
calle, como todos lo hacemos, a librar esa batalla diaria del rebusque, del modus vivendi, entre la turbamulta de melancólicos
oficinistas, comisionistas de esmeraldas, rufianes, buhoneros, cafres,
desocupados y mendicantes de todos los pelambres, que a diario circulan por esta
acera, la carrera Séptima, que a los
bardos de la Gruta Simbólica les dio
por bautizar como Calle Real.
El jueves 23 de
junio de 2016, al medio día, mientras que los abuelos bailarines se esforzaban
por quedar bien ante la concurrencia con el rajaleña
que pone sobre aviso las celebraciones sampedrinas, se oyó de repente un vuelo
de campanas al unísono, desde la Catedral,
hasta la Veracruz, pasando por la Iglesia de San Francisco.
El estrépito se hizo más evidente con los estribillos
improvisados de unos transeúntes en marcha que lucían la camiseta en varios
tonos de la Selección Colombia, unos
hinchas radiantes y felices, al fin y al cabo hinchas, con banderas y pañuelos
blancos, excitados por el triunfo del primer acuerdo del Proceso de Paz en La Habana.
Otra fiesta, de tantas fiestas que cada ocho días celebra
este país acostumbrado a armar guachafita hasta por la compra de una lavadora a
plazos, con los consecuentes guayabos, la mayoría de ellos funestos, mortíferos,
como dan cuenta las ganancias a cuenta gotas de la legión Pékerman, con su saldo de muertos y millares de riñas, y en la
misma proporción, los ágapes bañados en sangre del Día de la Madre.
Lo cierto es que en medio del alboroto y la muchedumbre,
que como en feria ganadera se abría paso para verle de frente la cara a la Paz, como si se tratara de un torete de engorde, los viejitos, como muñecos de
cuerda, continuaron en su bailoteo al compás del tradicional Sanjuanero
huilense, que en las cuerdas y voces antológicas de Emeterio y Felipe, Los
Tolimenses, escupía un reproductor de sonido portátil.
Ante el intempestivo desorden, la pareja de longevos
ahora danzaba molesta, confundida, a regañadientes, como los niños que en las
navidades son despertados por sus padres de un profundo sueño para que bailen
con las tías solteronas después de rezar la novena de media noche, y con la
advertencia implacable de que si no lo hacen, no les serán entregados sus
aguinaldos (Mientras exista la humanidad, siempre habrá una negociación de por
medio).
Lo mismo sucedió con los septuagenarios. Esta vez no fueron
los aullidos desesperantes de los narradores de fútbol por un golazo de James o de Bacca, o por una feroz atajada de Ospina, Tú tranquilo, David,
sino la sonada Paz la que perturbó
su querencia.
Los habituales curiosos que les hacían corrillo se
dispersaron, y a paso raudo se fueron a averiguar el motivo de la algarabía concentrada
al frente del Palacio de Justicia,
donde el gobierno local había dispuesto de dos pantallas gigantes para que todos
vieran el primer partido de este maratónico campeonato del desarme, del borrón y
cuenta nueva.
Fue entonces cuando los estrategas de ambos bandos, Santos y Timochenko, sonrientes estrecharon sus manos derechas, mientras las
izquierdas sostenían unos cartapacios vino tinto como las cartas de menú del
restaurante Pajares Salinas. Y el aplauso
y los vítores de una fiesta que todavía está en ascuas, no se hicieron esperar.
Pero como en este país hacemos alharaca por el vuelo de
una mosca, pues no queda otro remedio que seguir el paso al Sanjuanero de moda, el de la Paz, que Dios quiera no vaya a ser como las resacas crueles y lacrimógenas
del fútbol, o los zafarranchos luctuosos en nombre de las bondadosas mujeres que nos
dieron el hálito para ser arte y parte de este patético y desquiciado mundo.
Y hasta que San Juan agache el dedo.
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