El beso de la gloria en los alpes italianos. Nairo Quintana, entre la rubia y la morena. ¡Hummm! Foto: AFP |
Ricardo Rondón Ch.
Dicen que es flor de mayo, otros la llaman de Arcabuco, y
también se da en La Cite (la de los paseos de olla el 1° de enero) como los
crisantemos, los novios, las abutilonos y los alelíes que tapizan el verde de
todos los verdes de las montañas y veredas boyacenses, y que en ramilletes
decoran la cruz redentora en corredores y vestíbulos de las antiguas casas;
también medicinal, con hebras de ruda y altamisa en infusión, para sacar los
soplos y parásitos de los chiquillos pipelones, o para espantar el ‘tentado del difunto’ de las mujeres
embarazadas que, sin quererlo, se cruzan en la calle con un sepelio.
“¡Ay papito querido!”, clamaba don Luis Quintana con los
ojos nobles y aguados de campesino bueno, fijos en la pantalla plana. “¡Ay, mi
chinito, Virgen del Milagro…!”, y las lágrimas pedían pista por sus mejillas,
mientras el ‘chinito’ pedaleaba, subía, trepaba incansable como si tuviera un
motor de 400 caballos entre las corvas;
subía y se empinaba en vaivén sobre el caballito de acero; dale que dale,
Nairo, como si siguiera los pasos de la Guabina Chiquinquireña. ¡Arrisque ese
pañolón mi doña y ‘jondie’ la alpargata que esto se puso bueno!
Don Belarmino Cipagauta, el dependiente de las almojábanas
del parador de Tunja, no aguantó la emoción. Se llevó la mano al pecho como presintiendo
los pálpitos acelerados de un preinfarto y sus pupilas estallaron en sollozos. Tres segundos antes el chinito Nairo había cruzado la meta de Val Martello, una de las
más encumbradas y difíciles del circuito italiano, mostrando orgulloso la espléndida
diadema de su sonrisa y exponiendo en el pecho la marca que lo representa.
Dicen que por esas cumbres, en tiempos aciagos de la Segunda
Guerra Mundial, iban cayendo los soldados de guarnición de la cruz esvástica,
uno a uno, como moscos en ventolera, no tanto por las balas y las arremetidas
de los bombarderos rusos, sino por la peste bronquial depredadora, la anemia,
la pútrida leishamaniasis, el hambre, el miedo; cuando ese empinado territorio era todo bosque, maraña,
pelo hiriente de bejuco, plaga ponzoñosa, animal de monte, lobo al acecho; ese cuerno elevado y
recóndito de la península itálica, aún por descubrir.
“Llegó el rey, ha llegado el rey”, gritó estremecido un
enruanado de sombrero que agitaba en sus manos el tricolor nacional. Ahí
estaba el hombre, perplejo, dándole la bienvenida a su pupilo en una cuchilla de
Val Martello, un colombiano en la diáspora, un boyacense, un pastuso, quizás un antioqueño,
al fin y al cabo uno de los nuestros, de tantos que por urgencias económicas,
cualquier día se sueltan como cachorros a probar una vida más amable en territorio ajeno.
El rey se desmontó apresurado para sonarse a dos manos con
un pañuelo, porque durante todo el trayecto de la 16° etapa traía un tarugo de
flema que le incomodaba. Desde la semana anterior venía sufriendo de otitis,
acompañada de dolor de cabeza y garganta, y de ese malestar incómodo que cualquiera
que no tenga investidura de héroe, de guerrero, de berraco, lo manda directo a
la cama, con una bolsa de jarabes, analgésicos y antipiréticos, y tres días de
incapacidad.
Pero Nairo es como la rosa de Arcabuco, la que florece
espléndida en mayo para engalanar la cruz de mirtos que adorna en copones y
floreros el santuario de la iglesia del pueblo, y el manto de la Virgen del
Milagro, y que se sostiene indómita entre la ventisca, la furia de la ortiga y los espinos enhiestos, como si fuera una rosa de otro mundo, ajena a la mirada ácida que marchita: la que se da silvestre entre cactus, pomarrosas y heno.
Así, agotado, enfermo, aún con fiebre, pero sin demostrarlo,
el gran Nairo rubricaba otra de sus épicas batallas con las bielas, como un soldado
que devuelve la cruenta guerra para ser condecorado en el pedestal de su
regimiento. Atrás y con la lengua afuera
habían quedado rezagados Cadel Evans, Rafa Majka, Fabio Aru, Doménico
Pozzovivo, y el mismo Ryder Hesjedal, el australiano, segundo en la etapa de
ascenso, que a decir no más estuvo chupándole rueda, que intentó igualarlo y pasarlo todo el
tiempo.
“Es increíble lo que ha hecho”, dijo el navarro Eusebio
Unzué Labiano, patrón del equipo de Movistar en carreteras italianas. “Nairo
está hecho para ser uno de los grandes ciclistas de la historia. Cada vez nos
deja más perplejos”, recalcó el español. Lo mismo dijeron de él cuando era un
pichón de ciclista, un auténtico campesino de ruana, boga entre los recios
vientos, cruzando a su aire el Valle de Sugamuxi como si llevara alas, en una
pesada bicicleta de hierro, de esas de parrilla y farola que los jornaleros
utilizaban para desplazarse con pica y azadón del rancho a la siembra. El adolescente, para llevar
en el manubrio a su hermana menor, rumbo a la escuela, o para elevar cometas;
cuando no para perseguir galgos ansiosos de torcazas.
Eran los tiempos de Vicente Belda, mecenas del nuevo
semillero de ciclistas del altiplano cundiboyacense. Nairo apenas era un
quinceañero cuando le hicieron la prueba sobre una bicicleta con medidor de potencia
y pulsómetro. Los jueces, que seleccionaban los muchachos para competir por el
Club de Boyacá de Ciclismo, no daban crédito a sus ojos. La regularidad no
pasaba de 5, máximo 6 vatios. El chinito Quintana no bajaba de 7. “No puede ser”,
reclamaban aterrados. La incredulidad los llevaba a llamar a un técnico para
que revisara el cronómetro.
Y él, callado, como siempre. “Si me preguntan, respondo; si
me llaman, atiendo”: La buena crianza de sus viejos: de don Luis, agricultor,
hombre de labranza, padre de los mejores; de doña Eloísa Rojas, la humilde
dependiente de esa tienda de camino en Cómbita, por donde aún revolotean
gallinas y ladran alborozados los perros. La sagrada parcela de sus comienzos.
Todavía nos sabe el triunfo a champaña. Nairo, luciendo la 'maglia rosa', emocionado con las burbujas de la gloria. Foto: AFP |
Hijo de la tierra fértil, halcón peregrino de modales
silvestres, con una sonrisa generosa y amplia, Nairo Quintana Rojas vuelve a
hacer historia, esta vez en los hermosos alpes italianos, después de ensalzarse
de gloria en el Tour de Francia, de sembrarse la flor de lis en la camiseta de rey de la
montaña; de alzarse con la Vuelta a Burgos, que el director de
su equipo le recomendó como entrenamiento. Ahora ciñe la de su casa, la rosa de
Arcabuco, la rosa que desafía tempestades y borrascas, mensajera de los
valientes, símbolo de raza y apego.
Me pregunto qué será de la vida del político aquel, que como
todos los políticos, echó abajo la partida para el equipo boyacense. Era cuando
estos muchachos más la necesitaban. Estaban entre los 16 y 18 años, y la
ilusión, después de ganar justas trascendentales en Colombia como la Vuelta a
la Juventud, la Vuelta al Valle y la Vuelta a la Juventud de Venezuela, anhelaban
asomarse por primera vez a los codiciados circuitos de Europa. Pero el político
evaporó sus ilusiones. Como todos los políticos. Como los de ahora. Si no
hubiera sido por Belda y sus contactos en España y Francia, la suerte de Nairo
sería otra. Ya sabemos.
Recién estrenado padre –su bebita apenas tiene tres meses-,
Quintana luce ahora, dichoso y convencido la ‘maglia rosa’. Como siempre, lo
disfruta en silencio. Un mutis que dice más que todas las palabras, sobre todo
cuando viene acompañado de su sello natural, su cautivadora sonrisa, la misma
que exhibió de contento cuando subió al pedestal a recibir las congratulaciones
de triunfador y el efusivo beso de las modelos: una rubia, una morena. ¡Vaya
momento!
1,2, Colombia en el Giro de Italia: Nairo Quintana,
Rigoberto Urán; Boyacá y Antioquia, Colombia en rama. Un aliciente para los
compatriotas, por estos días agobiados de tanta patraña política, de un proceso
de paz en veremos, y de una gula insaciable de poder, orquestada de cizaña y
mentira, de rencor y hostigamiento.
Quintana y Urán, Nairo y Rigoberto, Dios los siga
bendiciendo por tan sano ejemplo. Todavía nos sabe el triunfo a champaña: ese macerado
bouquet de largo aliento.
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