El famoso apretón de manos que remató el primer debate presidencial. Foto: AFP |
Ricardo Rondón Ch.
Si los debates hicieran presidentes de la República, lo más
seguro es que la candidata del Polo, Clara López Obregón, tendría ganado su
sillón en la oficina más importante del país. Y la verdad que lo merece. Pero
no será esta vez.
Fue la más ecuánime, serena y dilecta en los dos encuentros
con los aspirantes, el primero, de RCN, mucho más abierto y dinámico a la controversia, al
ataque y al contraataque de los protagonistas que el segundo, de Caracol,
terriblemente formateado y moderado, confuso, depósito de lugares comunes y de esa
retórica ancestral de la política que los abuelos llamaban 'manzanillismo'.
Con todo esto, la señora López marcó sitio, no se salió de
su jurisdicción –al decir de los taurófilos-, no se fue por las ramas, fue muy
concreta en sus conceptos, manejó con altura y solidez sus argumentos, estuvo dilecta
y segura. Pero los debates no hacen presidentes y menos en estos tiempos borrascosos
de miedo y rabia, de intrigas pusilánimes y trapisondas de la peor calaña, como
jamás en la historia política de Colombia había ocurrido en una contienda
electoral.
Si la representante del Polo logró en ambos encuentros un
sobrado favoritismo –promedio del 37% en ambas justas-, fue por su idoneidad y frescura; por su claridad (haciendo alusión a su nombre), despojada de egos y de pretensiones, para nada
nerviosa y vacilante, igual acorde con los códigos de la kinésica, que es el
estudio del lenguaje no verbal: el de la expresividad corporal, que deja mucho
para la interpretación del interlocutor, en este caso el televidente elector de
la franja prime.
Pero eso no quiere decir que tenga el triunfo asegurado, aunque
se lo merece: por mujer honesta y conciliadora, porque demostró con creces en la
palomita de la Alcaldía de Bogotá, que ostenta el talante, el rigor y la visión
de los buenos administradores públicos, los que dejan huella y dejan la
convocatoria abierta para trascender en gestiones superiores, en este capítulo,
la presidencia.
Un debate a contrarreloj, con respuestas de no más de
cuarenta segundos y réplicas de veinte, jamás asegurará
la primera magistratura de la nación, salvo que ocurra una hecatombe, peor que
la que estamos viviendo. Los resultados se verán después de las cuatro de la
tarde en el conteo, y seguramente la del Polo alcanzará una cifra satisfactoria,
pero no contundente para ponerse la camiseta de líder.
Similar suerte correrán Enrique Peñalosa y Martha Lucía
Ramírez, quienes tendrán que esperar muchas lunas para cruzar la perseguida
alfombra roja de la Casa de Nariño. El primero, él mismo lo ha sostenido, mal
político, no un político malo -que hay una abismal diferencia-, y a lo mejor
éste sea su último intento, mientras se madure otra cuota de su movimiento verde: un
candidato de la hechura y el perfil ideológico del profesor Antanas Mockus.
Por su parte, la representante del Partido Conservador,
Martha Lucía Ramírez que, por más que se lo propuso, no logró calar en la
simpatía popular. Le faltó carisma. Sus alocuciones aceleradas quedaron
desperdigadas en una marea gaseosa, promesera, como diría el maestro de la
gastronomía peruana, Gastón Acurio: “Tantos platos sobre la mesa al mismo
tiempo, confunden y merman el apetito”. En sus intervenciones nunca se supo si
estaba con Zuluaga –como cuando dijo que era un candidato con una hoja de vida
impecable-, o si buscaba amparo en la fortaleza y experiencia de la aspirante
polista.
Si en la baraja de candidatos no apareciera el nombre de
Óscar Iván Zuluaga, daría convencido mi voto por la señora López Obregón. Pero
es mi obligación de ciudadano comprometido darlo por Santos. Es más, cualquiera
que sea, menos el adalid de la oscuridad
y la mentira, de la soberbia y el odio, de la sonrisa fingida, reflejo patético
de la culpa.
¿Por qué el voto por Santos y no
por Clara López? Porque a Clara le faltan dos hervores en lo que concierne a
maquinaria política. El desbarajuste de su partido, con todo lo que ha
sucedido, salta a la vista. Salvo el respaldo del senador Jorge Enrique Robledo y de su fórmula vicepresidencial,
Aída Abella, no tiene otras columnas firmes que la sostengan. Y un solo jugador,
así se fiche al ponderado Cristiano Ronaldo, no gana el partido. La cuestión es de equipo. Como nunca
en los últimos veinte años, se ha observado una izquierda catatónica y perdida como colectividad política.
Por Santos, porque con todas sus falencias, sus proyectos en
veremos y reformas caídas, la educación, la salud, el agro, entre otras,
tiene de un hilo, así lo ha demostrado, el aliciente mayor de todos los colombianos,
desde nuestros abuelos a nuestros hijos, y más adelante, los hijos de nuestros
hijos: la paz, la esperada paz, luego de tantos esfuerzos e intentos fallidos, de ríos interminables de sangre,
de llantos desgarrados de viudas y huérfanos a granel, de una discordia a ultranza que en estos
tiempos se ha transmutado en una esquizofrenia en cadena: la guerra doméstica,
la intolerancia, la brutalidad rampante en ciudades, provincias y aldeas, el desplazamiento.
No es otro el entusiasmo, así la mala saña le endilgue al Presidente-Candidato
que en su campaña se filtraron dineros enlodados de narcotráfico. Que quien
dice asegurarlo, lo ratifique con pruebas, que las haga visibles, que ponga de
presente las bases y los argumentos jurídicos para llevar a Santos a los
tribunales. De lo contrario quedará como la peor calumnia, habitual y frecuente
en el espíritu megalómano de quienes codician el poder instigando la injuria,
cuando no la amenaza y las balas.
Si voto por Santos, es porque no quiero que mi familia, mi
vecino, mis compatriotas, sigan viviendo en medio de la zozobra y la
incertidumbre, la temeridad y el secuestro, la extorsión y el pillaje. No me
imagino, de ganar en la primera vuelta el candidato del Centro Democrático, el
derrumbe inmediato de los diálogos de La Habana, para arremeter otra vez con
plomo y retornar a la barbarie de los falsos positivos, los desaparecidos, las
chuzadas, las amenazas, el contubernio político, la sombra depredadora de las
bandas criminales, la irracionalidad y el irrespeto representados en la frase
emblemática de su nuevo partido: “Le rompo la cara, marica”.
Si quieren más de lo anterior, voten por Zuluaga, por encima
del escándalo del hacker, del vídeo publicado por Semana, que la Fiscalía, en
su peritaje a fondo, dio como legítimo, así el abogado del Centro Democrático
se afiance en su teoría de que es un montaje. El problema en este vergonzante
episodio, calcado de la saga de James Bond o de Misión imposible, es la total
ausencia de la verdad. De dar la cara con franqueza y reconocer la culpa.
Pero no, ningún político en este país tiene el coraje y la
sensatez para aceptarlo, para pedir perdón y enmendarlo. Y ese mal nacional nos
está perjudicando gravemente a todos. Con qué autoridad moral un candidato vinculado a un delito de tamañas dimensiones, el de comprometer
y exponer la seguridad de la nación, el proceso de paz y el destino de sus conciudadanos,
puede hablar de transparencia y legitimidad, de los principios y
valores fundamentales para conducir un país.
Además de la mentira, el cinismo descarnado. Como si los
colombianos fuéramos una manada de imbéciles para comernos entero el
cuento. ¡Qué falta de respeto! Hasta esos
extremos hemos llegado. La larva infecta que corroe a su paso el proceso electoral,
no puede ser más denigrante. Vergüenza da con la juventud, con la gran simiente,
el modelo político que se está aplicando.
Por qué no desnudar la verdad ahora, señor Zuluaga. Está a
tiempo. El país se lo sabrá reconocer. Porque también está en juego el buen
nombre de los suyos, de su familia, de su hijo, que según la Fiscalía, tiene
mucho qué explicar cuando sea citado a declarar. Como la esposa del hacker y todos
los integrantes del siniestro equipo que venía operando.
Quien siembra el odio, la trampa y la codicia del poder por
encima del bien de los colombianos, está sepultando los pocos ideales que nos
quedan, las esperanzas que tantos años hemos estado abrigando por una nación
coherente, segura y generosa, en la que podamos salir al trabajo y regresar a
casa a reunirnos con nuestros seres queridos, sin el temor y la angustia de ser
amenazados o secuestrados.
La paz, lo recalca Santos, se hace con el enemigo,
pero a través del diálogo civilizado, no del plomo enardecido ni del ruido ensordecedor de
motosierras y metrallas. Hartos estamos de tanta barbarie. Cincuenta años son suficientes. Basta ya. La decisión es crucial: ¿Guerra o paz?
Ustedes deciden.
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