Alfonso González, el Rey del Tequila, visionario y cultor del arte, la música, la gastronomía y la bebida emblemática de México. Foto: Abel Cárdenas |
Ricardo
Rondón Chamorro
El
tequila es una bebida que se fuma (Gonzalo Celorio Blasco, escritor mexicano)
Ahora que releo el extraordinario ensayo sobre el tequila
del narrador, ensayista, catedrático y crítico literario mexicano Gonzalo
Celorio Blasco -invitado especial al V Festival de la Palabra Caro y Cuervo, De sobremesa, que tuvo lugar en Bogotá,
en septiembre de 2016-, ahondo en inevitable nostalgia el vacío enorme que dejó
para la cultura tequilera del mundo el reconocido investigador, cultor y
coleccionista de la emblemática bebida azteca, el ibaguereño Alfonso José
González.
Cuando se habla de tiempo atrás de que Colombia es el
país más mexicanista de Latinoamérica, sin reservas se puede afirmar que
Alfonso González, un guerrero del Tolima, como sus recios ancestros pijaos,
vivió para México en lo más profundo de su corazón.
No en vano, su sentir y querencia mexicanas le abonaron el
distintivo del Rey del Tequila, primero, por su amplio conocimiento del
preciado néctar que deriva de la piña de agave; segundo, por la ambiciosa
colección de botellas de tequila -alrededor de 3.300-, de diferentes tamaños,
denominaciones y anécdotas; y tercero, con este admirable patrimonio, como
creador del Museo del Tequila, en la zona rosa de Bogotá (Vive México con nosotros, como cita el eslogan), abierto al público
en septiembre de 2002, y tras su fallecimiento en agosto de 2017, regentado por
su hijo mayor Julián González Aragón.
Alfonso con su hijo Julián González Aragón, que rige las riendas del Museo del Tequila tras el fallecimiento de su padre en 2017. Foto: Abel Cárdenas |
Alfonsito,
como lo llamábamos con cariño, era el centro de las tertulias de largo aliento
que se armaban con amigos de la cofradía del toro, el fútbol (su Tolima del
alma), el tango, la poesía y las interminables partidas de póker, en las que
habitualmente sobresalía su compadre Fernando González Pacheco, el polifacético
animador y presentador de televisión.
Sin títulos universitarios ni credenciales académicas,
Alfonso González hablaba de arte en distintas facetas, en particular de
pintura; debatía de músicas del mundo; chapuceaba un inglés y un francés
entendibles; y cuando mentaba el tequila, engolaba la voz del manito y se chantaba el sombrerón de
charro, y quien no lo conociera, digería sin problemas el cuento de haber
compartido una noche de corridos, rancheras y tequilas con un enraizado y digno
descendiente de Emiliano Zapata o de Pancho Villa.
Y es que su cinematográfica historia de vida, de la
poderosa universidad de la vida que González cursó a lo largo de sus setenta y
cuatro calendarios, con los respectivos gozosos y dolorosos; con el amor y la
devoción religiosas que siempre profesó por su familia; y por su entrega total
a la cultura mexicana (su historia, su gastronomía, su música, el culto y
estudio a fondo que le confirió al tequila), hay una deuda que es necesario
saldar con una memoria impresa que narre en detalle sus aventuras y peripecias
alrededor del exótico fruto del agave, y de todos sus logros obtenidos.
Padre e hijo: toda una vida dedicada a la cultura tequilera. El Museo del Tequila cumple por esta fechas diecisiete años de puertas abiertas al público. Foto: Soho |
Es que cuando Alfonso González era crío, en medio de las
dificultades y la precariedad, soñaba con ser Pelé, o como un torero del arte y
la enjundia de Manuel Rodríguez Manolete,
pero también como una estrella de la canción o el cine mexicanos de las fibras
y el estrellato de Jorge Negrete, Pedro Infante o José Alfredo Jiménez, sus
ídolos, pero sus dioses no le oyeron sus súplicas.
Igual, Alfonso, aferrado en su terquedad, insistió en ser
torero. No vistió el traje de luces que lo desvelaba, pero como torero y todero
de la vida trascendió, cortó a pundonor las orejas, y le dio varias vueltas al
ruedo, sin descontar los puntazos y las cornadas que le sorteó el destino.
En su humilde vivienda del barrio Belén, de Ibagué, el
pequeño rumiaba esa nostalgia del querer ser y no poder, pero se nutría en su
ilusión del temple y las ganas de triunfo, de saciarse de mundo a dentelladas.
Hambre de vivir, de explorar, de descubrir, de
conquistar, de tomar la vida por los cuernos. Así fue el ímpetu de este
corajudo tolimense que forjó una novela con su admirable existencia, con
galardones de satisfacción y orgullo, como la de ostentar la tercera colección más importante
de tequila del planeta.
No he conocido un colombiano más mexicano que Alfonsito: transpiraba agave. Tenía a
flor de labios el ardor de un jalapeño. Todos los dieciséis de septiembre
celebraba en su museo el grito de independencia mexicana con himno, bandera y
palma en el pecho. Sabía de los dichos, pasiones y afugias de sus cuates, los manitos. Y en su memoria de elefante
llevaba grabados cualquier cantidad de corridos, desde los añejos y olorosos a
pólvora de la Revolución, pasando por las citas alusivas, con lugares, fechas,
compositores e intérpretes de rancheras, boleros, jarabes y huapangos del vasto
patrimonio musical mexicano.
Alfonso González con la actriz y cantante Yolanda Rayo. Foto: Museo del Tequila |
La pregunta que nos formulábamos era de dónde un
tolimense de arraigo acuñaba una enorme influencia de la tradición, cultura y
folclore azteca. Hay argumentos contundentes, como citamos al principio: uno,
que Colombia es un país mexicanista por excelencia: posamos de machos
envalentonados, nos hemos aferrado muchas veces a los faldones de una serenata
para implorar cariño o perdón a la mujer amada; en la soledad de nuestros
despechos, en el rincón de una cantina,
a lo mero José Alfredo Jiménez, pasamos los tragos amargos de una traición. Y,
no nos digamos mentiras, la historia lo ha demostrado, vibramos más con las
rancheras que con bambucos, pasillos y guabinas, y pare de contar
si hay unos niquelados de por medio.
Pero en el caso del Rey del Tequila existe una razón
definitiva: cuando Alfonso era un impúber y lo acorralaban querellas y
nostalgias, se quedaba lelo, en solitario, oyendo las letras profanas y descorazonadas que salían de los altavoces del antiguo panóptico municipal de Ibagué,
vecino a su casa, que narraban las cuitas y las hazañas de ese México lindo y querido que se fue incrustando
en su alma como una obsesión.
Si
México es como lo pintan esas canciones, pues yo quiero ir a México, se
decía en sus conclusiones de infante soñador. Y se lo propuso. ¿Saben cómo lo
logró? Uno no entiende por qué Alfonso González no aparece en el libro de Replay : lo hizo en bicicleta, partiendo
de su terruño natal, siguiendo la ruta de Panamá y Centroamérica, hasta llegar
al Imperio de Moctezuma, durante diecinueve meses, a puro pedal y con el vigor
y el espíritu de un adolescente aventurero, a contracorriente de las leyes del
mundo.
Una joya artesanal esta botella que Alfonso González encomendó a la Casa Corralejo, de México, en nombre del expresidente Enrique Peña Nieto. Foto: Museo del Tequila |
Contaba González de las faenas en el D.F. mexicano: solo,
extranjero, indocumentado, sin más arrestos que dos mudas de ropa y unos trozos
de panela en la mochila para recargar energías.
Lo primero que conoció fue la Monumental Plaza de Toros -pero
desde afuera- y quedó deslumbrado. Sentía que el tripaje le reclamaba los días
sin pasar bocado, pero sin rendirse se empleó como lavaplatos en un
restaurante, y en la noche como vigilante de estacionamientos, y luego
poniéndole el hombro a los cubos de basura y desechos que sacaba de los sótanos
de los hoteles.
Como vio esfumarse su anhelo de torero, Alfonso José González
fue todero con la cabeza bien puesta, porque nunca le quedó nada grande.
Aprendió a trabajar en oficios inimaginables, a ponerle el pecho a la
adversidad, a moler el dolor y la indiferencia como si se tratara de una bola
de mambe, y a pasarlo con el trago de
ajenjo que maceran los corridos revolucionarios.
México fue su república sentimental. Por México y por esa
fiebre de cuarenta grados de los coleccionistas, le dio varias vueltas al mundo
para adquirir una botella de tequila, una entre las más de tres mil que hoy hacen
parte de la extraordinaria colección de su museo, premiada y certificada por el
Consejo Regulador del Tequila del
gobierno mexicano, motivo de curiosidad y admiración de embajadores y
presidentes, de personalidades del arte y la cultura, y de figuras rutilantes
del cancionero mexicano como Vicente Fernández, con quien Alfonso y su familia
trabaron una estrecha amistad, y compartieron cata en el templo entronizado a la
legendaria bebida.
La Guadalupana, Santa Patrona de México, en un nicho especial del Museo del Tequila. |
La botella de tequila en forma de rifle más grande del mundo, Hijos de Villa, es la matrona
del museo. Está registrada en el libro de los Guinness Récords: el envase es de manufactura italiana, con una capacidad para tres mil
mililitros. Mide un metro y diecisiete centímetros de altura y contiene tequila
reposado, macerado en barricas de roble. Se dice que de esta marca sólo se
fabricaron nueve botellas. González logró una de ellas gracias a un amigo del
toro que se la trajo del municipio de Tequila, en el estado de Jalisco.
La más pequeña también hace parte de la colección: Cava antigua es su marca y simula una
jarra en miniatura. Su tapa es una bolita de madera y el sello fue elaborado en
piel repujada. Al lado de la pequeñita sobresalió hasta hace unos años una
botella de mezcal con veinte gusanos dentro, y un añejamiento de setenta calendarios.
Uno de los meseros que limpiaba las estanterías la dejó caer en un descuido.
González duró enfermo tres días y al empleado le costó el puesto.
En su imperio tequilero, entre amigos y clientes,
impartía cátedra sobre el cultivo del agave -la piña de agave-, su proceso de
crianza, destilado, depuración y clasificación; de sus propiedades terapéuticas
en sus justas proporciones para los vigores del cuerpo y del espíritu, y de las
viandas, manjares y postres que se preparan con tequila.
El 'Margarita', joya de la corona coctelera del Museo del Tequila, acreditada por prestigiosos bármanes. |
De hecho, el Margarita
que encabeza la carta de cocteles del Museo del Tequila, fue referenciado como
el mejor por decanos gastrónomos, bármanes y sumillers
del prestigio y la credibilidad del fallecido Kendon MacDonald. Igual
referencia, del afamado maestro de las artes plásticas, el vallecaucano Omar
Rayo (q.e.p.d.), y de Satoko Tamura, traductora al japonés de la obra de
Gabriel García Márquez, que llevó en su paladar la experiencia del cóctel más
exquisito y auténtico que se conozca de este licor mexicano.
Las anécdotas, que como legado dejó Alfonso González
alrededor del tequila, podrían llenar en promedio 300 páginas de un libro de gran
formato: La de la botella en forma de rifle hizo eco cuando llegó a la sección
de aduanas del Aeropuerto El Dorado, de Bogotá. Venía en un guacal, y cuando
el gendarme de turno preguntó sobre su contenido, el responsable de su tenencia,
queriendo jugar una broma, respondió que se trataba de una sofisticada arma de fuego de largo alcance. Por supuesto que el
revuelo de seguridad tuvo tintes cinematográficos.
Cientos de historias que van y vienen de su entrañable
colección, como la botella en forma de pistola Colt 45, marca Hijos de Villa, que se elaboró como
homenaje a la famosa e inseparable pistola del general Doroteo Arango, más
conocido como Pancho Villa, y que el celebérrimo general legó a su
descendencia. Como dato curioso, en la cacha aparecen nueve ranuras que simboliza
el número de personas que cayeron por sus balas.
Por el Museo del Tequila han pasado personalidades del arte, la cultura y el periodismo. Verbigracia esta postal: Hernán Peláez, Guillermo Díaz, Gabriel de las Casas. Gustavo Gómez. |
O la botella La
Cucaracha, inspirada en la ranchera que cantaban los soldados de la
Revolución en el tren de la División del Norte. El envase tiene la letra de la
canción impresa y data de 1935. Alfonso la descubrió en la vitrina de un
anticuario, en San Pedro de Tlaquepaque, vecino a Guadalajara. El frasco de por
sí es una obra de arte: vidrio artesanal color ámbar y hecha a mano.
Solo Alfonso supo de las bregas y los sufrimientos que
pasó para hacerse a esta botella. El propietario insistía en su negativa para
vendérsela, pero González, con su labia de culebrero, terminó por convencerlo.
Qué decir del tequila Matrimonio,
que apareció con motivo de una edición especial y por encargo de una familia de
Ginebra (Suiza). Dentro de la botella vienen dos copas con cactus diminutos en
su interior, a manera de ritual afectivo de los recién casados. Su tequila es extra añejo, es decir de la mejor calidad, y se remite al año de 1950. Un amigo
colombiano que viajaba por esas tierras, la compró y se la regaló.
El mosaico de los meros machos de la cultura mexicana, con el Rey del Tequila, por supuesto, al lado de Cantinflas y José Alfredo Jiménez. |
Botellas de tequila a granel, celosamente cuidadas en las
vidrieras de su museo: el tequila Gallo
Giro, el de Los Tres Magüeyes, El Alcatraz, el Sol de Pénjamo, la botella de tequila hecha en cuero de pata de
toro de lidia; el tequila que los herederos de Don Pedro Infante hicieron en
homenaje al ídolo mexicano, y que lleva su nombre: la primera de esta serie fue
dedicada a Alfonso José González y reposa en el Rincón de Pedro Infante, como él bautizo ese nicho de exposición en
honor al recordado compositor e intérprete, donde también perdura su foto en
blanco y negro, y la de su esposa, Lupita Torrentera, el collar de chakiras del
artista, y hasta un puñado de tierra de su sepultura, rescatado en un panteón
del Distrito Federal.
Cierta vez le pregunté cuál era la más amada de sus
botellas. El Rey del Tequila quedó mustio, con la mirada fija en su embriagante
arsenal:
-¡Todas! -, respondió en seco, porque todas y cada una de
ellas tiene vida propia y una historia que contar.
Pero quizás, la más preciada en su haber de la tercera
colección de tequila más importante del mundo (después de la del gobierno
mexicano y la de la Casa de la Cultura del pueblo de Tequila, donde están
concentradas la mayoría de empresas tequileras de México) es una botella que se
llama Los Arango, porque fue la
primera que obtuvo cuando viajó por primera vez a México. La consiguió en la
ciudad de Tapachula, en el estado de Chiapas.
El buen gusto y la elegancia de servir un tequila, acompañado de sangrita, jícama, sal y limón. |
Esta, mi botellita consentida, como él la llamaba, fue el punto de
partida de su colección.
Entre tequilas y chascarrillos, Alfonso González rememoraba
sus ilusiones de muchacho tenaz y aventurero, cuando le ilusionaba ser y hacer
de todo al tiempo: reconocida figura del ciclismo, futbolista, locutor, torero.
Un curtido sabio mexicano, haciendo gala de la experiencia que deja el trajinar
de la vida, lo bajó de esa nube cuando lo llamó al orden y lo puso en guardia:
“usted le tira a todo pero no le atina a nada”, aseveró. Esa frase fue su
lección maestra. La puso en práctica y le quedó sonando por el resto de sus
días.
Muchos años después, recordando esa máxima, González la
celebró en su museo con un sorbo de su copa de tequila preferido, el Campo Azul. Al fondo de la estancia se oía
el dejo melancólico de Pénjamo, una
de sus rancheras entrañables, y me confió el secreto de aquel día en que
consumió peyote en Chiapas.
-El peyote te parte la vida en dos, antes y después. Le
hace descubrir a uno sus propios demonios: el peyote te ayuda a hacer lo que
tienes que hacer y no lo que quieres hacer-, atinó mirándome fijo a los ojos
como un chamán de las leyendas mayas.
-Alfonsito, repuse -, para escapar de sus ráfagas
hipnóticas: ¿Cuál es el mejor pasante para disfrutar de un tequila?
-Pos otro tequila-,
respondió sonriendo mi compadre (padrino de mi hijo David Ricardo), el coleccionista,
el Rey del Tequila, encunado en la poltrona de madera de Oaxaca, desde donde circunspecto
vigilaba su reino.
Museo
del Tequila: Carrera 13A # 86A -18. Zona Rosa, Bogotá. Reservas: 2566614. Web:
http://www.museodeltequila.com.co/
Memoria gráfica de hace 20 años: Fernando González Pacheco, Alfonso González y su ahijado David Ricardo Rondón Arévalo |
El
Rey del Tequila (ranchera)
(Para el compadre Alfonso González, un cuate a todo dar)
Si por trono tengo silla de agave
Y por corona piña de maguey mezcalero
Afinen cuerdas, trompetas, guargüeros
Yo soy el que buscan como a potro cerrero
Coro:
Alfonso González, el Rey Tequila
Cultor del imperio de Zapata y de Villa
Desde Guanajuato hasta Tamaulipas
Señor del Museo, Patrón de la Jima
Salí bien chamaco a probar nuevas suertes
Con escasos reales y ligero equipaje
Solo contra el mundo en aras del sueño
México a la vista, ese fue mi empeño.
Al sol de Moctezuma le ofrendé mi vida
Y aunque varias veces me dieron por muerto
Regresé a mi patria con las alforjas llenas
Silbando el corrido de Don Doroteo.
Coro:
Alfonso González, el Rey Tequila
Cultor del imperio de Zapata y de Villa
Desde Guanajuato hasta Tamaulipas
Señor del Museo, Patrón de la Jima.
Llevo por medalla a la Santa Lupita
Y por agüero una bala perdida
Un puñado de tierra de Don Pedro Infante
Una copa de Chavela Vargas, un collar de Frida.
Tres mil botellas de rancio tequila
Las coplas de Don José Alfredo
Las partituras de Don Chucho Monge
Los boleros de Don Agustín Lara
Tengo por tesoro la mejor familia
Tres hijos de ensueño, dos amados nietos
Y una mujer maravilla, vigía de mis desvelos
Con unos ojitos de santo remedio.
Coro:
Alfonso González, el Rey Tequila
Cultor del imperio de Zapata y de Villa
Desde Guanajuato hasta Tamaulipas
Señor del Museo, Patrón de la Jima.
¿Pedirle más a la vida?
Si estoy embargado con ella
Con todo lo que me ha dado
Con mi buena estrella.
Cuando me llegue la hora
Que suenen clarines, trompetas
Que vibren guitarras, vihuelas
Y en ardorosas voces
El amado himno de mis quimeras:
Voz
de la guitarra mía, al despertar la mañana
Quiere
cantar su alegría a mi tierra mexicana
Yo
le canto a tus volcanes, a tus praderas y flores
Que
son como talismanes del amor de mis amores…
México
lindo y querido, si muero lejos de ti
Que
digan que estoy dormido
Y
que me traigan aquí…
Que
digan que estoy dormido
Y
que me traigan aquí…
México
lindo y querido
Si
muero lejos de ti…
Coro:
Alfonso González, el Rey Tequila
Cultor del imperio de Zapata y de Villa
Desde Guanajuato hasta Tamaulipas
Señor del Museo, Patrón de la Jima.
(Ricardo Rondón
Chamorro, marzo de 2017)
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El
tequila es una bebida que se fuma
El escritor y crítico literario mexicano Gonzalo Celorio Blasco, profundo conocedor del tequila. Foto: politicayestilo.com |
Por:
Gonzalo Celorio Blasco
(Texto cedido por el autor a La Pluma & La Herida)
El tequila debe su nombre a una población de origen
prehispánico, ubicada a poco más de 1200 metros sobre el nivel del mar y a poco
menos de 60 kilómetros al noroeste de Guadalajara, capital del Estado de
Jalisco. Es cabecera de un municipio que lleva el mismo nombre y en el que se
asientan más de 170 poblados pequeños. En esta región crece, desde tiempos
precolombinos, un maguey mezcalero de color menos verde que azul, que ha sido
bautizado científicamente con el nombre de agave azul tequilana Weber del cual
procede el tequila.
Esta planta se da en suelos arcillosos y en un clima
semiseco, pues el exceso de agua le es dañino y acaba por pudrirla. De ahí que
se siembre en las laderas de los cerros por donde el agua resbala sin que pueda
estancarse y de que la orografía de la región parezca peinada de magueyes.
La planta tarda en madurar alrededor de diez años y no es
sino hasta entonces cuando se practica la
jima, que es la acción de deshojarla, sacrificándola, para obtener la piña o corazón de la planta del cual
nacen las hojas y cuyo peso aproximado es de 30 kilos. Las piñas son tatemadas
en horno y de ellas se extrae un mosto que es depositado en tinajas para su
fermentación.
Alfonso González en la intimidad de su preciado reino tequilero: más de 3000 botellas de distintos tamaños, procedencias y denominaciones. Foto: El Olfato |
Una vez fermentado pasa a los alambiques, donde se
destila. Así se produce el tequila blanco, que es el de más alta graduación
alcohólica. Pero hay otras variantes, que alargan el proceso: el tequila joven abocado, que es más suave; el reposado, que permanece un par de meses
en grandes pipones, y el añejo, que
se conserva en barricas de encino entre uno y tres años.
Los buenos tequilas ostentan en su etiqueta la leyenda 100% agave para diferenciarse de
aquellos que utilizan en su producción otros azúcares hasta en un 49%, que es
lo permitido por la ley. Recientemente, el tequila cuenta con denominación de
origen, circunscrita a diversos municipios de cinco estados de la República, a
saber: Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Nayarit y Tamaulipas.
Como el tabaco, el tequila se disfruta más de regreso que
de ida. No se paladea debajo de la lengua, no se entretiene en la boca, sino
que se ingiere de un solo golpe, hasta adentro, y es después, al exhalarse,
cuando su espíritu se manifiesta. El tequila es una bebida que se fuma.
La botella de tequila registrada como la más grande del mundo por el libro de los Guinness Récords. Foto: La Pluma & La Herida |
Suele acompañarse de tres diminutivos y sus
correspondientes posesivos: su sangrita, su limoncito y su salecita. No voy a
hablar de la sangrita, que es secundaria y, cuando tiene marca, puede ser tan
calamitosa como las viudas que le prestan el nombre de sus difuntos maridos. Se
dice que el limón y la sal, según consta en un poema de Efraín Huerta, han de
colocarse en la hondonada que se forma, por la parte del dorso de la mano,
entre el índice y el pulgar.
Semejante ritual, bastante pegostioso por cierto, hoy día
sólo lo practican quienes no toman tequila habitualmente pero giran
instrucciones a los extranjeros que, para sentirse mexicanos en una noche de
Garibaldi, optan por cambiar el margarita por un tequila de veras.
Hay quienes dicen que el limón debe chuparse antes del
trago, para preparar la garganta. Pienso lo contrario. El limón, ya
espolvoreado de sal, viene a matizar esa exhalación, ese eructo suave y
silencioso, apenas susurrado, que sucede a la ingestión decidida. Para mí, la
mejor compañera del tequila, empero, es la cerveza.
No hablo de mezclas, Dios me libre, sino de alternancias.
La cerveza, con sus levaduras, su efervescencia, sus blanquísimas espumas, teje
una red sutil en la que cae el tequila, que siempre da saltos mortales. Además,
la cerveza quita la sed. Y la sed es cosa seria.
Sonia Aragón, esposa de Alfonso González, alma y nervio en la evolución y prestigio del Museo del Tequila, ubicado en la zona rosa de Bogotá. Foto: Archivo particular |
¡Ay! de aquel que sacie con tequila su sed. Recientemente
se ha instaurado la práctica lamentable de combinar el tequila con refresco de
toronja o de cola. Las mezclas de tequila me parecen abominables pero no se
puede desconocer el prestigio del coctel llamado margarita, elaborado con tequila, jugo de limón y unas gotas de cointreau sobre hielo frappé y servido en una copa champañera
escarchada de sal.
El tequila es un aperitivo y como tal se toma a mediodía,
antes de comer, a menos de que la tarde, como dicen, esté tequilera. Es una
bebida que debe contarse con rigor notarial. Nunca hay que tomarse más de tres
tequilas (se entiende que dobles, en caballito
grande) porque sus efectos son muy rápidos e intensos.
El primero serena y tranquiliza; el segundo exalta; el
tercero conduce a la frontera de la nostalgia. El cuarto rebasa esa frontera y
puede provocar la depresión o recuperar los atributos del segundo, el de la
exaltación, y provocar la disputa peleona.
La cruda del tequila es espantosa, como todas las crudas,
pero ésta en particular genera una aversión a la bebida misma. Para que la cuña
apriete ha de ser del mismo palo, dice el refrán. Ni manera: si se rebasó la
dosis, no hay más que volver al tequila, con la alcahuetería maravillosa de una
cerveza: un clavo saca a otro clavo.
En el Museo del Tequila, cada botella tiene su propia historia. Foto: Archivo particular |
Últimamente, sobre todo en Guadalajara, suele servirse el
tequila en copa coñaquera. Tal
actitud seguramente responde al deseo de proporcionarle el prestigio del coñac.
No está mal porque el tequila lo merece, pero a mí me gusta servido en
caballito. Para que galope.
De un tiempo a esta parte, han proliferado las marcas de
tequila y sus coleccionistas.
Algunas marcas son muy afortunadas y acaso tengan
más valor literario que etílico, como el Suave
patria, que ostenta en su etiqueta tricolor, realzada en oros heráldicos,
un águila porfiriana. Lástima de la omisión del artículo, aunque, aun sin él,
puede beberse con una épica sordina. El Caballito cerrero, que, por ser del
cerro, no usa Herradura -fábrica de
la que procedió y de la cual acabó por independizarse. El Centinela imperial, que cuida el sueño del emperador. Pero yo
sólo bebo Herradura blanco de 46°.
Conozco el proceso de su elaboración, desde la siembra
del hijuelo hasta el alambique. He tenido el privilegio, gracias a la
generosidad de mis amigos Marieta y Javier Portilla, de jimar el agave en el rancho de San José del Refugio en Amatitán, de
presenciar la horneada de las piñas, de ver su desgarramiento, de oler el
mosto, que huele a cruda, y advertir su fermentación natural y de perderme en
los serpentines de sus alambiques hasta que el tequila se rompe -qué verbo
maravilloso- a los 46°.
El rincón amado de Alfonso González en su museo: el del gran José Alfredo Jiménez. Foto: Archivo particular |
Las propiedades del tequila son muchas y magníficas. El
historiador José María Muriá, que ha dedicado buena parte de sus trabajos de
investigación precisamente al tequila, cita en un pequeño y muy recomendable
libro de divulgación a don Lázaro Pérez, quien destaca en su Estudio sobre el maguey llamado mezcal en
el estado de Jalisco, publicado en 1887, las “virtudes de esta bebida que
la experiencia tiene confirmadas”:
Despertar
el natural apetito de los alimentos, en las personas que por alguna causa lo
han perdido; favorecer las digestiones difíciles; tonificar las funciones
gástricas; tener una acción real en aquellas enfermedades en que la atonía hace
el principal papel y en las dispepsias que, a menudo son rebeldes a todos los
agentes conocidos de la Terapéutica; [...] vigorizar las funciones de la
economía debilitadas por la edad; calmar la sed ocasionada por la insolación,
propiedad que aprovechan con el mejor éxito muchos caminantes, evitándose así,
las enfermedades, a veces de terminación fatal, que sobrevienen cuando para
satisfacer aquella imperiosa necesidad, usan del agua natural; atenuar notablemente
los efectos que sobre la economía produce en ciertas ocasiones, una
extraordinaria baja de temperatura del ambiente; calmar la ingrata sensación
del hambre, por espacio de muchas horas, por ser un alimento de los llamados
respiratorios; levantar las fuerzas agotadas por un trabajo excesivo; avivar la
inteligencia, ahuyentar el fastidio y procurar ilusiones agradables.
El tequila ha sido más filmado que escrito. O por lo
menos es más conocido por la época de oro del cine nacional que por sus
alusiones literarias. Todo mundo tiene presentes las imágenes de Pedro Infante,
Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, apurando el caballito hasta el final o si no, bebiéndolo a pico de botella para
animar la confidencia, para amarrar el llanto ocasionado por la mujer perdida,
para envalentonar el duelo.
-¿Qué quieres tomar? -le pregunté a un amigo que llegó a
casa un sábado al mediodía. Me respondió con un plural espléndido y peligroso,
que anunciaba lluvias y tormentas:
-Tequilas -me dijo.
(Este
texto hace parte del libro Guía
del buen bebedor, Gatuperio Editores
2000, coordinado por el escritor, editor y catedrático mexicano Hernán Lara
Zavala).
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