Lila Downs, una de las voces bellas y arraigadas del folclore y el sentir mexicano. Foto: archivo particular |
Ricardo Rondón Ch.
La banda sonora de este retrato es la misma que ahonda en la
vida de la artista. El álbum en el que más ha explorado sus orígenes, su
semilla, y el que más la ha
identificado: ‘Pecados y milagros’, el espejo legítimo de sus dudas y dilemas,
“de saber de dónde vengo, cuál es el mi rol en este espacio, para dónde voy”.
Lila Downs es, en cuerpo y alma, la estampa rotunda del mestizaje. Bella al
natural, sin esos rótulos y pretensiones cosméticas del marketing de las que
está plagado el espectro de la música, hoy más producto que esencia, más vitrina
que autenticidad, más estrépito mediático que virtud, más canutillos que humildad.
“Ante la música no se puede ser superior –ha dicho ella-. Es
una de las artes de mayor compromiso y verdad. En la música sabes cuándo
comienzas, pero no hasta dónde vas a llegar. Es un permanente aprendizaje. Por
eso, como una esponja, te pasas la vida chupando todo el conocimiento posible,
porque la música es muy grande y no puedes creerte más que ella. Hay que
saberse humilde”.
Sus ojos grandes, negros, relampaguean cuando habla. Son unos ojos dicientes, expresivos, como su música, enmarcados en un rostro alargado de
rasgos bien definidos; un cuerpo altivo y sano en la madurez, una presencia
escénica que hace voltear la mirada al más desprevenido. Sí, porque Lila, tanto
en el transcurrir personal como en tarima, es una puesta en escena: su
decorado, su vestimenta, sus accesorios, lo multicolor de su pluriculturidad: México
en su pasión, esplendor y rebeldía.
De ahí que los críticos le hayan pasado la antorcha de
Chavela Vargas, aunque ella por modestia se niega a aceptarla: “No habrá otra
como Chavela, fue y seguirá siendo la gran matrona de la música popular mexicana,
la eterna rebelde, la que se atrevió a decir lo que le quemaba en las entrañas,
sin mover un solo músculo de la cara. Por eso y por todo su vivir y sentir
dentro y fuera de los escenarios, se ganó a pundonor la inmortalidad”.
De Ana Lila Downs Sánchez, que es su nombre bautismal, los
guionistas y cinematrografistas se encargarán con el tiempo de hacer una
película, porque en ella se ve traslúcida una novela de fondo: hija de una
nativa de Oaxca y de un biólogo, pintor y cineasta gringo, una suerte de Darwin
trashumante de Minessota, quien le
inculcó el amor por la música, por el género operático, pero también por el
jazz y sus voces privilegiadas: Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Aretha
Franklin, a quienes ella desde el tornamesa imitaba.
De su madre heredó el espíritu guerrero de los rudos
oaxqueños, la inconformidad y la sed por la aventura, pero también el
temperamento recio, como para sentar su protesta contra la discriminación, de
la que ella ha sido víctima varias veces, incluso en los tiempos del
reconocimiento, tras haber ganado ya dos Grammys, uno anglo y otro latino, y recibir
de su sello discográfico un Platino-Oro por superar las cien mil copias
vendidas de su más reciente producción ‘Pecados y milagros’.
“Me ofende profundamente que todavía haya gente ignorante
que no entienda que todos somos seres humanos. Hace no menos de un año tuve que parar, de la
manera más respetuosa, pero con argumentos muy claros, al administrador de un
restaurante en el D.F., que no me permitió el ingreso al baño. Antes me había
sucedido en iguales circunstancias en mi propia tierra, en Oaxaca. Me hierve la
sangre cuando veo esas afrentas de discriminación. Sea con otros o conmigo”.
Hace años que Lila Downs es familiar en Colombia. Aquí ha
hecho amigos entrañables como Totó La Momposina, con quien ha compartido en el
escenario y en el disco. Siente una gran admiración por ella, por su tenacidad
y talento, y por esa historia de esfuerzo y superación “como para cruzar solita
el océano y dar a conocer su música en Europa, sentar precedente y llegar tan
lejos como ha llegado”, dice Lila con mirada franca.
Desde 1994, cuando despegó en forma su carrera profesional,
Downs no ha cesado en su peregrinaje por el mundo, también, como Totó, para dar
a conocer su propia música y las músicas ancestrales de su vasto territorio, la
del México insurgente desde las épocas cruciales de Zapata, pasando por el
amplio y hondo cancionero de la ranchera y sus grandes exponentes, uno de
ellos, su preferido, “el Señor –así indica que lo escriba, con mayúscula- José
Alfredo Jiménez”.
‘Pecados y milagros’ tiene mucho de eso. De ahí, como
dijimos al principio, ella lo haya presentado como su biografía musical, como
la banda sonora de su vida, de las bregas de todos estos años, de las puertas
que se cierran y se abren, pero lo más importante en su acervo, de su
legitimidad.
“Esa soy yo. Ahí, en ‘Pecados y milagros’, está calcada gran
parte de mi vida. Es el disco que más dudas me ha despejado. A la muerte de mi
padre, cuando yo tenía 16 años, me di cuenta que era más mexicana de lo que me
imaginaba. Por eso la búsqueda de mi identidad ha sido inagotable y en el
tránsito de este disco, en la composición y selección de sus letras, en los
arreglos, en la producción, me he descubierto y explorado. Ha sido una labor de
disección, de poner en orden el rompecabezas y de encontrar la brújula para
entender lo que soy y para dónde voy”.
Así recuerda sus primeros intentos en la música, muy joven,
cantando más por darse a conocer que por las escasas rupias que podían ofrecer
parroquianos de cantina con tufo de mezcal en el bar El Hábito, del D.F., o en
la fonda de La Talavera, ubicada en la Calle París, de la que Alfonso Cuarón
está en deuda para rodar un documental.
Años de indulgencia, como diría el más mexicano de los
colombianos, Fernando Vallejo. Persistente y de riesgos a contracorriente,
logró grabar el que sería su primer disco, ‘La cantina’. En él aparece Lila en
la carátula con la mirada fija en una botella de mezcal, una evocación de la foto
de José Alfredo Jiménez en su longplay de ‘El cantinero’.
Entre esos avatares de talanqueras, bohemia y borrachines
esmirriados, conocería a Paul Cohen, un gringo con aires de vaquero que más
tarde se convirtió en su esposo, productor y manager. “En Paul encontré el
remanso y el orden que necesitaba mi vida. Porque yo soy un huracán y la vida
es tan sabia que a su tiempo se encarga de darle a uno lo que necesita. Creo
que así estoy repitiendo de alguna forma la vida de mi madre. Ella también se
unió a un gringo, soy el producto de esos dos linajes; yo hice lo mismo, sólo
que la naturaleza no me otorgó la
simiente para realizarme como madre biológica; ahora lo soy, y me siento muy feliz en
este rol. De tanto intentar con el embarazo, convenimos con Paul en la
adopción. Benito, mi pequeño, que recién cumplió 4 años, es mi nuevo aliento de
vida; me acompaña en casi todas las giras, es muy tierno y encantador, le
encanta la música, y como veo, creo que va a seguir ese camino. Total, lo que
Dios quiera”.
Cabello indio, negro, trenzas largas, gruesas, y un ajuar
pletórico de símbolos y colores que remiten a las Adelitas de la revolución
mexicana. En esto del vestir, Lila Downs también ha sido una revelación. Ella
se encarga de adquirir la materia prima y experimentar con sus diseños. Sabe
coser –lo aprendió de Ana, su progenitora-, y se da esas licencias de la intuición y la improvisación para fusionar telas, unirlas, coserlas, cuando no amarrarlas, al mejor estilo
de las vestuaristas árabes.
En ese orden de ideas ha elaborado sus anchos faldones, sus
corsés, sus strapless, de los más vistosos, uno que lleva un corazón recargado
en grana, que parece un incendio vivo, o el de sus vírgenes idolatradas, la
Guadalupana y la Virgen de Juquila, que es la santa patrona del pueblo
oaxqueño. Le encanta reinventar su armario para marcar una diferencia desde la
originalidad en los escenarios. Ahí está presente y latente el amor por su
raza, y por ende su folclore y sus costumbres; el arraigo y su idiosincrasia.
Lila le canta al amor y al dolor. Su música escarba en su identidad
y pasado, en sus raíces indígenas, en su sangre gringa y mestiza, y desde luego
en la alegría de un pueblo que ha logrado superar sus duros conflictos y tragedias innombrables gracias al poder terapéutico de la música. Nadie más que
ella para saber y sentir que en todas esas rancheras, corridos y huapangos,
está escrita la historia de México y la de gran parte de centro y Suramérica,
en especial la de Colombia, el país más mexicanista del continente, el único en
este apartado geográfico que tiene un museo dedicado al tequila, con más de tres
mil botellas de diferentes denominaciones, y donde suenan las mejores páginas
del repertorio ranchero, “a todo dar”.
-Y después de ‘Pecados y milagros’, ¿qué vamos a esperar?
“Estoy trabajando en algo serio pero también muy divertido
en mi país –asegura Lila esbozando una sonrisa-. Algo que tiene que ver con
calaveras y con días de muertos: ‘Balas y chocolates’, es el título tentativo,
pero hasta ahora se está cocinando. Cuando esté listo te llamo para darte la prueba”.
Lila Downs es una de las invitadas internacionales del
Festival Mundos de la Música organizado por IDARTES. Sus presentaciones están
fechadas para el 16 y el 17 de mayo, a las 8:00 p.m., en el Teatro ‘Jorge Elíecer
Gaitán’ de Bogotá.
Disco completo de 'Pecados y milagros', con bonus tracks:
Chavela Vargas en concierto: https://www.youtube.com/watch?v=5mnG5cZmgrI
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