Al
cumplirse 10 años del fallecimiento del Premio Nobel de Literatura, el cronista
Ricardo Rondón rememora la conversación que sostuvo con el escritor boyacense el
18 de abril de 2014
Ricardo
Rondón Chamorro
Fotos; archivo particular
“¿Dónde nos conocimos? En un café, hace muchísimo tiempo,
cuando Bogotá era todavía una ciudad de mañanas
heladas, de tranvías lentos, de campanas profundas, de carrozas funerarias
tiradas por caballos percherones y conducidas por cocheros de librea y
sombreros de copa. Él debía tener unos 20 años y yo dieciséis”. (Plinio Apuleyo
Mendoza, ‘Aquellos tiempos con Gabo’).
La luz de quirófano de los cerros bogotanos se filtra por
los amplios ventanales del estudio de un confortable apartamento del norte
capitalino, a la vera de la Avenida Circunvalar, repleto de libros que
descansan por arrumes en todas partes, y donde sólo se oye el trinar de pájaros
sabaneros en el concierto de media tarde de un viernes santo, que para el dueño
de casa no ha tenido descanso.
El agotamiento es visible en los ojos de Plinio Apuleyo
Mendoza García, amigo de la juventud y cómplice de arduas batallas literarias de
Gabriel García Márquez, padrino de sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, que a esta
hora, 3:45 pm, no para de contestar llamadas del mundo: de Buenos Aires, Ciudad
de México, Madrid y Barcelona, y de cualquier cantidad de noticieros y radio periódicos
locales; más las de los amigos y los amigos de los amigos, y de una que otra
señora despistada que se entera tarde de la muerte del Nobel.
Pero a quien más se puede acudir que no sea a Plinio
Apuleyo, si la mayoría de esa cofradía generacional ha fallecido; o los
contados amigos que sobreviven el tiempo los ha desperdigado en la diáspora y
el olvido. Mendoza García, a sus 84 años, es el único cachaco de época que vio
llegar a un céntrico café bogotano, presuroso y desaliñado, al autor de ‘Cien
años de soledad’, cuando éste apenas era un embrión de poeta, feliz e
indocumentado, con sus fachas estrafalarias del caribe y un chicote sin filtro
entre labios.
-Se
acuerda, maestro, cuál era ese café-, le pregunto a Mendoza, que a
esta hora de la tarde se despide de su señora esposa, la pintora Patricia
Tavera, que anuncia ir a comprar algunas cosas para la cena.
No me acuerdo, porque en ese entonces, en cada cuadra del
centro de Bogotá había cuatro y más cafés, y la gente salía de uno para meterse
en otro, y así se pasaban las tardes en esta ciudad donde llovía todo el tiempo
y la gente vestía como para velorios, y los paraguas se confundían entre la
espesa bruma.
-Era
1947. Usted lo conoce a través de Luis Villar Borda, su compañero de
universidad. ¿Ese retrato del Gabo anónimo permanece intacto en su memoria?
Por supuesto. Eso lo narro en ‘Gabo: Cartas y recuerdos’, versión
actualizada y aumentada de ‘Aquellos tiempos con Gabo’, que publiqué en 2001
con Plaza y Janés, que recomiendo mucho porque es el libro más íntimo de mis
vivencias con él, del Gabo conocido por su círculo íntimo, muy distante de las
pompas de la celebridad. Recuerdo que Luis Villar lo definió como un tipo con
talento, pero de una vida caótica, desordenada, bohemio, que no auguraba nada.
‘Es un caso perdido’, dijo.
-¿Cómo
es que con el tiempo resulta una entrañable amistad entre un costeño
desparpajado y un hombre proveniente de una ciudad paramuna y lúgubre como era
Tunja en esa época?
Eso fue precisamente como la llama y el hielo. Pero esa fue
la primera impresión que tuvimos de Gabriel. Él desapareció a la media hora
después de ese primer encuentro, y años después, cuando nos volvimos a ver, se
había producido un cambio, tanto en Gabo como en mí mismo.
Yo ya no era tan paramuno y lúgubre porque había vivido en
el Caribe, en Venezuela, en otras partes, y él había logrado una posición
importante como periodista. Había publicado ‘La Hojarasca’, con estupendos
comentarios. Era un personaje totalmente opuesto al que había visto la primera
vez.
Me pareció muy formal y distante. Tampoco ahí nos hicimos
amigos. La explosión se produjo cuando vio la nieve por primera vez en París y
echó a correr y a saltar como un loco, como un niño, y vi entonces su verdadera
esencia, su alma tierna, su personalidad arrolladora, y sólo ahí me convencí
que podíamos ser amigos.
-¿Esa revelación
de la nieve, años más tarde, podría haberle inspirado el primer párrafo de
‘Cien años de soledad’, cuando el Coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón
de fusilamiento, recuerda la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo?
Puede ser, puede ser…
Plinio Apuleyo Mendoza, la pintora Patricia Tavera y el Premio Nobel de Literatura
-Usted
se convierte en el primer lector de sus manuscritos a partir de su opinión
sobre ‘La Hojarasca’, cuando le hizo caer en la cuenta de que en esa novela
sobraba un capítulo.
Más que una crítica fue un reconocimiento que él hizo. ‘Vaina
–dijo-, eso no me lo habían dicho en Colombia’-. Y lo aceptó. Más adelante,
cuando la amistad se estrechó aún más y me ponía al tanto de lo que estaba
escribiendo, ‘El Coronel no tiene quién le escriba’, ‘La Mala Hora’, etc., me
contaba en detalle el proceso de sus personajes, la intriga, la trama, y bueno,
me convertí en el primer lector de sus novelas, con otros amigos en común como
Germán Vargas Cantillo, Guillermo Angulo y Álvaro Cepeda Samudio.
-¿Cuántos
de esos manuscritos llegaron a su escritorio?
La mayoría, contando ‘Cien años de soledad’”.
-¿Cuál
fue su primera impresión de esa obra cumbre?
“En las cartas que él me enviaba y que yo publico en este
libro que le mencioné, se revela esa incertidumbre de Gabo de no saber si lo
lograba a o no con esa novela. Estaba muy inquieto, expresaba dudas. ‘Yo no sé
si esto resulta’, decía. ‘Con mis anteriores novelas era como caminar por el
centro de la mesa. Ahora estoy caminando por el borde de ella: se me ocurren
unas cosas un poco locas, que no corresponden a la realidad, porque yo crecí en
un mundo, el de mi mamá, el de mi abuela, que decían ver fantasmas y hablar con
los muertos. Y yo me dejé atrapar por ese mundo’. De modo que él veía esa
aventura como algo que podía ser afortunado, pero también catastrófico.
-¿Y
qué pasó entonces?
La prueba de fuego fue la publicación de un capítulo en El
Espectador, donde él empezó su camino periodístico. Dicho capítulo, el más
arriesgado y peligroso, era la subida al cielo de Remedios, La Bella. Pues
usted se imaginará el ruido a favor que desató esa lectura. Fue la
consolidación de un proyecto que él abrigaba de los diecisiete años, que en un
principio se llamó ‘La Casa’. Un intento que, por obvias razones de polluelo
literato, le quedaba demasiado grande.
Así lo resumió en otra carta:
Desde entonces
no dejé de pensar en ella, de tratar de verla mentalmente, de buscar la forma
más eficaz de contarla, y puedo decirte que el primer párrafo no tiene una coma
más ni una coma menos, y fue escrito hace veinte años. Con esto saco la
conclusión, de que cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando
solo en la cabeza durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse
a la máquina o se corre el riesgo de ahorcar a la esposa.
-Hablando de párrafos iniciales. Ese ejercicio, se
comenta, le llevaba tiempo. Por poner dos ejemplos: El de ‘Cien años de Soledad’
y el de ‘El General en su Laberinto’.
Sí, Gabo siempre fue un orfebre de los primeros párrafos.
Para él eso era importantísimo, como el comienzo de sus crónicas y sus
artículos.
-Ese
era el poeta que entre bambalinas de su gran prosa siempre habitó en él,
¿verdad?
Tengo la sospecha de que él quiso ser poeta. Dejó unos sonetos bellísimos, como el que le
escribió en el colegio a una novia que se le murió (* ver al final). Una
maravilla. Además que era un asiduo lector de poesía. A mí me contaba que
cuando estaba recién llegado a Bogotá y no tenía dinero para ir a fútbol o a
toros, que eran los únicos pasatiempos que había, cogía unos libros que le
prestaba Gonzalo Mallarino, libros de poesía, y se iba en el tranvía, desde Las
Cruces hasta la Avenida Chile, una y otra vez, de ida y vuelta, todo el santo
día, leyendo poesía Eso se refleja poderosamente en su narrativa.
-Quizás
la experiencia que más arraiga y fortalece esa amistad, es la que ustedes vivieron en Venezuela.
Claro, pero no hay que descartar que años antes habíamos
coincidido en París. Europa tiene mucha fuerza, porque compartimos vivencias
especiales. Esa Europa que recorrimos juntos, en tren, en avión, a paso de
infantería. Nuestros largos y desoladores viajes por territorio comunista, por
Alemania oriental, por la Unión Soviética.
Pero sí, lo de Venezuela fue de mucho arraigo, porque
trabajamos como periodistas en la época del golpe a Pérez Jiménez, por la
cantidad de inconvenientes que tuvimos que superar, por lo arriesgado del tema
político.
Pasábamos el día en la sala de redacción de la revista
Momento. Yo lo llevaba a almorzar a la casa de mi papá. Allí compartía con mi
familia. De hecho, Gabo hacía parte de la familia. Luego ya se incorporó
Mercedes (Barcha), y después de que ellos se casaron sucedió al revés.
Yo era el que iba a su casa. Y como yo era soltero, pues
desayunaba y almorzaba allá por invitación de ellos. Recuerdo que Mercedes me
decía: ‘Plinio, cásate de una vez por todas, pero con una costeña, ni de
riesgos con una cachaca que son la mata del aburrimiento’.
Fueron muchos los encuentros en distintas partes del mundo
-De
esas aventuras por el mundo socialista, la más citada es cuando se embarcan a
Moscú en el vagón de un tren, de pie, muertos de frío, hambrientos, como un
capítulo de ‘Crimen y castigo’. ¿Qué le dejó esa odisea?
Bueno, nosotros teníamos otra concepción del mundo
socialista. Estuvimos muy aferrados a esa utopía. Ese desencanto lo pudimos
corroborar no sólo en Rusia sino en Alemania Oriental, y posteriormente en
Cuba, cuando trabajamos para Prensa Latina.
Nos molestaba sobremanera la injerencia frecuente de los
comunistas en la agencia, esa manera de querer uniformarlo todo; además esa
retórica impuesta y reiterativa que fastidiaba a la redacción, al director, el
argentino Jorge Ricardo Masseti, quien resolvía la situación asfixiante
invitándonos a cualquier bar a beber algo y a escuchar tangos. El modelo
socialista nunca funcionó. Fue un verdadero fracaso”.
-A
pesar de las distancias,
de la celebridad de García Márquez, ¿siempre perduró la amistad entre los dos?
Nunca hubo distancias, y Gabo esquivó la fama a toda costa.
La celebridad le parecía ilegítima, vacua, no iba con su origen, con su
espontaneidad. Por eso la amistad perduró todo el tiempo.
-¿Qué
novelas ha releído de él?
La verdad es que no he vuelto a leer nada de Gabo. Yo tengo
una cantidad de libros y compro muchos libros y tengo lecturas en espera. De
modo que suelo darle prioridad a lo que no he leído. Bueno, lo mismo me pasa
con Tolstoi, Dostoievski, Balzac y Flaubert, que tendría que volverlos a leer.
-Entonces
le cambio la pregunta: ¿Cuál es la novela que más le ha llegado del Nobel?
Contrariamente a lo que él afirmaba, su mejor novela sigue
siendo ‘Cien años de soledad’. A él le gustaba mucho ‘El otoño del patriarca’,
que es una obra de pedrería, extraordinaria, poética; yo la admiro enormemente
en la manera como está escrita, en su prosa, como también admiro mucho la prosa
de ‘El amor en los tiempos del cólera’.
-Qué
le participaba él de sus trucos y acrobacias con el ejercicio narrativo, de esa
arquitectura y esos cimientos para edificar una novela, y la convivencia con
sus personajes.
Todo eso está en sus cartas. Eso lo contaba a través de
ellas. Veía la necesidad de contar lo que estaba haciendo y cómo lo estaba
haciendo: la importancia y la trayectoria de sus personajes; el tiempo y el
espacio de los mismos; los laberintos por donde se desplazaban; el proceso en
general. El sufrimiento que representaba desaparecer un personaje, que era un
luto personal en su casa, cuando se lo contaba llorando a su mujer.
-Su
mujer, Mercedes Barcha, ‘El cocodrilo sagrado’, como la llamaba él cuando
recién se conocieron. Y, usted, ‘La esfinge’, por su belleza cruda, matriarcal
y caribe. ¿Cree que sin el decidido apoyo de ella, una suerte menor le hubiese
deparado al escritor?
Eso es indudable.
Gabo fue consciente de la apuesta que hizo y Mercedes asumió con aplomo
y coraje ese rol. Ella tenía el control de todo, manejaba los negocios, la
economía. Tanto era así, que cuando Gabo ya era célebre, no sabía lo que tenía.
Un día le preguntó cuánto pagaba de alquiler su hijo Gonzalo por un apartamento
donde residía en París, y ella le hizo caer en la cuenta de que no pagaba nada
porque ese apartamento era de ellos. Y eso era típico de Gabo en cuestiones de
dinero.
-Tantos
eran los compromisos y el tiempo al límite de García Márquez, que a usted le
tocaba llevar a cine a Mercedes, o sacar a pasear a Rodrigo, su ahijado.
“Sí, eso lo hicimos muchas veces, porque Gabo se sumergía
en lo que estaba haciendo de una manera increíble, casi que demencial.
-Fuera
de su inmensa obra, que le otorgó los laureles y el reconocimiento mundial,
¿qué ha sido lo más admirable que ha encontrado en él?
Su rigor y disciplina. No he conocido, en mis 84 años, a otro
ser humano con esas fortalezas. Cuando uno llegaba a la casa a las ocho de la
noche, muerto de cansancio, sin más deseo que el de poner la cabeza en la
almohada; él llegaba, comía cualquier cosa y se ponía a trabajar en lo suyo
hasta las cuatro de la mañana. A las ocho yo iba a despertarlo. Era de esa
disciplina de hierro. Algo sagrado, y una gran ventaja que nos llevaba a todos
los demás. Era le época en que el periodismo le robaba mucho tiempo a la
literatura.
Plinio y Gabo, una amistad que surgió en los felices años de la juventud
-Qué le hace
pensar que las películas que se hicieron sobre sus obras no corrieron con suerte, salvo ‘Tiempo de
morir’.
Es que son lenguajes completamente diferentes. El mundo
mágico se expresa esencialmente con palabras y resulta complejo llevarlo al
cine por la sencilla razón de que la imagen, en su crudeza, se vuelve realista.
Me sorprendió mucho mi ahijado Rodrigo, porque él hace unas películas ajenas a
la obra de su padre.
Él se preocupa mucho por el eterno femenino, por la suerte
de las mujeres. Cuando hizo su primera película, ‘Cosas que diría con solo
mirarla’ (2000), yo no aguanté las ganas de llamarlo a Los Ángeles para
felicitarlo y decirle: ‘¡Carajo!, de dónde sacaste tú eso. Es que un Bergman no
se da en Aracataca’. Sus películas son profundas, magnéticas, de obligado
análisis.
-¿A
quién tiene visto en el partidor para suceder a Gabriel García Márquez?
“Hay un semillero muy importante. Nombrar uno sería complicado.
Gabo partió, pero su obra hoy está más viva que nunca y así perdurará. Uno se
sorprende cada vez con su legado, que pasa por encima de la muerte.
-Sin
lugar a modestias, ¿qué admiraba él de su obra, de sus novelas, de sus
magistrales retratos, como los
que hemos disfrutado, en especial de sus pintores, el de Darío Morales, el de
Luis Caballero, por nombrar algunos.
Siempre fue muy generoso con lo que he escrito, pero
también un crítico implacable. Al comienzo de mi carrera empecé a escribir una novela
sobre la guerrilla en el llano, sin haber sido guerrillero, y peor aún, sin
conocer el llano. ‘No te pongas a escribir de lo que no conoces -me dijo-. Tú
no sabes a qué huele el llano. Ni siquiera sabes montar a caballo’.
Me hizo un enorme favor. Rompí lo que llevaba escrito y lo
eché al cesto de la basura. De ‘La llama y el hielo’ se refirió como la gran
novela del desencanto, comentario que me favoreció mucho.
En ‘El olor de la guayaba’, por ejemplo, veo que hay unos
capítulos enteramente suyos y enteramente míos: es un libro compartido donde
nadie pasa la tijera; es curioso, pero es así, porque yo hice al comienzo un
retrato de cómo era Aracataca, contando cómo entraba el tren, los gringos
veraniegos, las vestimentas de sus mujeres, tan perfectamente descrito como él
me lo narró, y lo reconstruí con un rigor literario, con un esfuerzo acorde con
el descomunal escritor que tenía al frente.
Había que apostarle a la competencia. Lo de los pintores,
es cierto tu comentario. Amo la pintura. Me casé con una pintora. Y he escrito
mucho alrededor de ella.
Un entrañable compadrazgo que se prolongó a lo largo de la existencia
-¿Qué
recuerda de la última conversación que sostuvo con García Márquez?
Eso hace como cuatro o cinco años. Me llamó para contarme
que estaba escribiendo una novela en tres partes distintas, pero no hizo
énfasis en el argumento. Al cabo de un tiempo me volvió a llamar para
comentarme que había desistido del proyecto porque no le era fácil, no gozaba
de la misma disposición de antes. Y eso fue todo.
Qué
más se puede decir del gran legado que le dejó García Márquez a la humanidad, a
su país. Está todo escrito, ¿verdad?
No hay nada más qué agregar. ¡¿Más?!, imposible. Un legado
enorme, y para mí una experiencia humana extraordinaria: convivir con alguien
que empezó de cero, que le apostó a lo que más quiso, contra todo riesgo, y que
lo demostró con creces hasta alcanzar la gloria, la inmortalidad. Eso es una
fortuna de la que me siento orgulloso.
Y
después de la publicación de ‘El Nuevo Idiota’, ¿en qué anda, maestro?
Tengo la tentación de escribir mis memorias.
*El poema de Gabriel García Márquez al que Plinio Apuleyo
Mendoza se refiere, se llama ‘La muerte de la Rosa’, y fue escrito por el Nobel
cuando estudiaba bachillerato en el Liceo de Zipaquirá.
Murió
de mal de amor / Rosa idéntica, exacta /
Subsistió a su belleza / Sucumbió
a su fragancia / No tuvo nombre / Acaso la llamarían Rosaura / O Rosa-fina / O
Rosa del amor, o Rosalía / O simplemente Rosa / Como la nombra el agua. / Más
le hubiera valido / Ser Siempreviva, / Dalia, pensamiento con luna / Como un
ramo de acacia. / Pero ella será eterna: / Fue Rosa y eso basta / Dios le
guarde en su reino / A la diestra del alba.
(Esta entrevista se publicó en el diario El Tiempo, el martes 17 de abril de 2024)
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