sábado, 12 de mayo de 2018

La señora inglesa de Fátima, relato de Manuel Vicent

Acuarela de la Virgen de Fátima con los tres pastorcitos de su revelación, del proyecto de Emaús
A 101 años de la aparición de la Virgen de Fátima (13 de mayo de 1917) a los pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta, en el valle de Cova de Iria (Portugal), donde se erigió su santuario, uno de los de mayor peregrinación de la fe católica; y ahora que desde el sagrado templo lusitano llegó a Colombia una réplica de la imagen que tuvo como primer depositario de devoción la Iglesia Jesús Amor Misericordioso, del barrio Castilla, en Bogotá, regentada por el padre Jesús Orjuela, el popular padre Chucho, les comparto un relato magistral del escritor español Manuel Vicent, y de cómo la literatura también hace milagros, en este caso, el de transfigurar una hermosa dama inglesa en la purísima de Fátima, como lo narra en su cuento.

En primera instancia, traigo a colación el artículo Milagro en el espejo velado, del maestro Vicent, publicado por El País de España (25 de julio de 2010), abrebocas de cómo se originó su fascinante ficción, y a continuación el relato que nos convoca: La señora inglesa de Fátima, extraído del libro Los mejores relatos de Manuel Vicent (Editorial Santillana, 2005, colección Punto de lectura).

Amigos y amigas, espero lo disfruten y lo compartan.

Milagro en el espejo velado

Durante años el poeta Fernando Pessoa, hecho un dandi ya un poco descalabrado, con sombrero, pajarita, lentes ovaladas sin montura y bigotito, con los bolsillos del gabán llenos de versos rayados en papeles de estraza, después del trabajo de escribiente en unas oficinas comerciales de la Baixa de Lisboa daba con sus huesos en el café A Brasileira, situado en el Chiado, donde solía verse con otros escritores y periodistas bohemios.

Antes de irse a dormir bebía con ellos hasta la madrugada. Hablaban de proyectos literarios nunca realizados, fundar una revista, mandar un relato a un editor, blasfemar por la mala suerte, comentar el suicidio de algún colega, esperar un milagro. Este viaje al café era su regreso perenne a Ítaca.

En sus diarios, Pessoa anota esta recalada de cada noche en A Brasileira como una salvación, si bien aquella espiral de humo no era más que una rueda tentada. Los camareros conocían las preferencias del hígado de este cliente.

Nada de whisky o de cerveza. Simplemente absenta, el aguardiente duro que llega más directo al alma de los poetas para calentar sus sueños. Hoy el poeta Pessoa convertido en bronce está sentado a la puerta del café A Brasileira a merced de las palomas y de los turistas que se le abrazan para hacerse una foto.

Recuerdo que en mi primer viaje a Lisboa con unos amigos pintores compré café de Brasil, copas de cristal granulado, vino verde y toallas que no secaban, aunque tenían mucha fama, ignoro por qué.

En el paseo por el Chiado, sin saber que existía, entré en el café A Brasileira, un establecimiento art déco, con espejos velados en los que algunos años después se reflejaría un milagro, que el agnóstico Pessoa no pudo haber imaginado nunca.

En el segundo viaje sonaba en Lisboa la canción Grândola, Vila Morena, las bocas de los fusiles aún tenían claveles y la revolución de abril se concentraba todavía en el monóculo del general Spínola.

En el Chiado me encontré con Luis Carandell y juntos compramos grabados antiguos de puertos de mar en las librerías de lance del Barrio Alto y luego tomamos una copa en A Brasileira. Tampoco en ese momento había sucedido el milagro.

Otros viajes a Lisboa siempre me han deparado placer y alguna sorpresa. Durante la excursión con los compañeros de la revista Hermano Lobo, Chumi Chúmez, Summers, Perich, Haro Tec-glen, Umbral, Vázquez Montalbán, todos muertos excepto Forges, Ops y este que suscribe, en el café A Brasileira se produjo la escisión de la que nacería la revista Por Favor, que se creó en Barcelona por una cuestión de pasta.

Pero el milagro de A Brasileira se produjo a mitad de los años ochenta del siglo pasado cuando me encontré con la Virgen de Fátima en carne mortal, sentada a un velador ante una taza de chocolate y un bollo.

Era una anciana muy elegante. Un fotógrafo portugués me animó a que me presentara ante ella y le preguntara si era la señora que se apareció en Cova de Iria. Así lo hice. Después de cierta reticencia por mi proceder tan intempestivo y habiéndose repuesto de su primera duda, me ofreció la silla a su lado y me contó la historia.

Se llamaba Mary Wilkin y era inglesa. Se había casado en el año 1917 con Roberto Pinheiro, un joven topógrafo de Oporto, al que conoció en Londres.

El primer trabajo de su marido consistió en realizar unos cálculos de topografía para abrir una carretera de segundo orden en Cova de Iria, un paraje abandonado del mundo junto a un pueblecito de Fátima.

Mary Wilkin, apenas una adolescente, recién casada, pelirroja, vestida de blanco hasta los pies, con sandalias y un chal azul acompañó a su marido y mientras él trabajaba en las mediciones del terreno, ella se perdía por el valle buscando flores silvestres.

Era el 13 de mayo cuando le sorprendió a media mañana una tormenta y se subió descalza a un árbol. De pronto se abrió el sol entre dos cúmulos blancos, un rayo le iluminó el rostro y en ese momento, en el silencio absoluto del paraje, sonó el tintineo de campanillos de unas cabras y vio a tres pastorcillos, dos niñas y un zagal, al pie del árbol mirándola.

Aquellos niños nunca habían visto a una joven pelirroja vestida de blanco con un chal azul, salvo en la estampa de la Virgen de Murillo que había en la iglesia de Fátima. Traté de que entendieran en inglés. Jugamos al escondite y nada más.

-Ese verano -me dijo Mary Wilkin- volví con mi marido de vacaciones a Inglaterra y de regreso a Portugal en otoño me encontré que a Cova de Iria iban decenas de miles de peregrinos.

Años después en la presentación de un santoral de Luis Carandell junto al padre Martín Patino, conté que este prodigio del café A Brasileira podía considerarse el verdadero secreto de Fátima. Y ante cierto malestar que expresó monseñor, dije que Dios no tenía por qué molestar a la Virgen y hacerla bajar del cielo si pudo haberse servido de una bella inglesa para realizar el milagro.

El escritor español Manuel Vicent, autor del relato. Foto: elpais.com

La señora inglesa de Fátima

A media tarde, por la Rua Augusta de Lisboa vi pasar a la Virgen de Fátima en carne mortal.

Era una anciana alta y distinguida, de tipo británico. Vestía abrigo de astacrán algo raído con un pañuelo de seda pálido en el cuello, botines de terciopelo y gorro de lana. Caminaba encorvada sobre un bastón de ébano por la acera, no sin cierta elegancia congénita, como una señora de buena estirpe venida a menos, y se paraba a veces a contemplar el escaparate de alguna pastelería.

Damas de semejante clase se ven muchas en Lisboa o en Oporto, pero ésta era la verdadera Virgen de Fátima en persona. Parecía extremadamente vieja y luego supe que tenía ochenta y siete años, aunque iba aún con pies menudos. La seguí a corta distancia observándola y ella tomó la dirección de Chiado por la plaza del Rossio y la cuesta do Carmo y en la calle Garrett entró en el café Brasileira a merendar. Allí la abordé.

La mujer me recibió amablemente en el velador hablando con exquisita educación ya sin el mínimo acento inglés y se quedó sorprendida con agrado cuando descubrió que yo conocía su historia.

-¿Es usted la Virgen de Fátima?-, le pregunté con sumo respeto.

-¿Cómo dice, señor?

-Perdóneme, no soy periodista sino un simple devoto. -¿Es usted la Virgen de Fátima-. Insistí con una sonrisa de súplica.

-¿Quién se lo ha contado?

-La he visto pasar por la calle y alguien me ha jurado que es cierto. Señora, permítame que la invite a un chocolate con bizcocho. Me haría usted el hombre más feliz.

-Siéntese, caballero. ¿Desea tomar algo? ¿Un poco de agua bendita? En efecto, yo soy la Virgen de Fátima. En Lisboa lo sabe muy poca gente. ¿Cuál es su nombre?

-Soy un admirador desconocido. ¿No le importa hablar conmigo? Es usted bellísima, señora.

Se resistió un poco al principio, pero no había llegado todavía el camarero con las viandas a nuestra mesa y la anciana, movida tal vez por la vanidad del alma o por la soledad del corazón, ya había comenzado a narrar el bello relato de un lejano día del año 1917.

Ella recordaba con nitidez el perfume de aquellas flores silvestres y el sol de mayo dorándole el rostro en el perdido valle de Cova de Iria, donde en el silencio de la naturaleza solo se oía un levísimo bullicio de insectos, el paso de la brizna que le vibraba en el perfil de la oreja y el tintineo de esquilas de algún rebaño invisible.

En aquel tiempo ese lugar era el fin del mundo, sobre todo para una joven nacida en Londres que acababa de desembarcar, recién casada, en Portugal.

-Me llamo Mary Wilkin realmente, aunque en este barrio de Chiado donde vivo todos me dicen doña María, viuda de Pinheiro. Europa estaba en guerra cuando conocí a mi marido, un lindo galán de Oporto, hijo de un comerciante de vino que estudiaba topografía en Inglaterra.

Me enamoré de él porque intentó poseerme primero con su mirada fiera y dulce a la vez, nunca había encontrado un varón así, tan tierno, tan rudo, oh mi pobre Roberto. Yo era una muchacha anglicana, inocente y rubia. Bueno, no era exactamente rubia, sino un poco pelirroja, y no supe que mi cabellera resplandecía como una llama hasta que vine a esta luz del Sur.

Mire mis ojos. Son azules. Entonces yo tenía los ojos azules más maravillosos que usted pueda imaginar. ¿Le parezco coqueta? Oh, Dios mío.

Perdí la virginidad durante la travesía en barco desde Liverpool a Lisboa, que fue mi viaje de novios, en junio de 1916. No puedo ser coqueta con tanto lastre, ¿verdad?

Me he convertido en un montón de huesos, soy una pura ruina, pero piense usted en una chica hermosa y muy alta, extranjera y vestida de blanco organdí hasta los pies y la pamela de frutas atada con un velo de tul color malva, cruzando el Rossio con 18 años.

Todas las mujeres iban de negro absoluto en Portugal, particularmente en el campo. Yo causaba sensación. No sé aún cómo evitar aquella vanidad.

El camarero de la Brasileira depositó en el mármol del mostrador dos tazas y algunos pasteles. La Virgen de Fátima alargó una mano delicada, casi traslúcida, cruzada de venillas incandescentes, hasta la bandeja y temblorosamente escogió un bizcocho de crema para elevarlo a sus labios. Como un incienso, el humo del chocolate espeso le nublaba la barbilla, y en medio de la merienda la señora fue contando lances de un famoso pasado.

Su marido, Roberto Pinheiro, había conseguido un buen empleo omo topógrafo en una compañía angloportuguesa de obras públicas y unos de sus primeros trabajos  consistió en explorar el paraje de Cova de Iria, en la región de Beira, donde se había proyectado la construcción de una nueva carretera de segundo orden. El señor Pinheiro debía hacer mediciones y estudios del terreno para el futuro trazado.

-Me gustaba mucho la naturaleza, yo era una chica poco salvaje, eso es cierto, y conservaba todavía una inocencia angelical. Solía acompañar a Roberto en aquellas excursiones. La soledad de aquel valle me excitaba. Mientras mi marido hacía cálculos con unos instrumentos de topografía, yo me alejaba de él saltando breñas, a veces gritaba y volvían cuatro ecos, cogía flores silvestres, subía a los árboles, me quedaba extasiada como una largatija o de pronto me echaba a correr por los senderos entre jaras y me perdía.

Fue el 13 de mayo de 1917, no hay duda, ya que esa fecha está en la historia. Pero dígame, ¿quién es usted? No haga ese gesto de alucinado. ¿Es usted periodista? Quisiera saber quién le ha hablado de mí. Resulta un poco extraño contar estas cosas a un desconocido.

-Solo soy un devoto de la Virgen de Fátima. Un fiel e ingenuo creyente en usted.

-¿Cómo uno de aquellos pastorcitos?

-Más aún, señora María –le dije lleno de emoción-.

-No me gustaría que se repitiera aquel milagro en el café de la Brasileira. Con una vez, ya hay bastante. Pero dígame su nombre. ¿Quién le ha enviado?

Era el mes de mayo, año de gracia de 1917, y corrían malos tiempos por el mundo. Europa ardía en pólvora, una convulsión revolucionaria había comenzado a germinar en Rusia y los masones mandaban en Portugal.

El sonido de los cañones, los gritos de lejanas muchedumbres y las soflamas de los periódicos encabezadas  por enormes titulares contrastaban con la paz de aquel pueblo perdido en cuyo territorio ignorado las mariposas amarillas bailaban sobre los agrestes matorrales en flor y se oían esquilas de ganado y zumbidos de tábano que invitaban al sueño. Como todos los días, tres niños pastores de Fátima salieron al campo con unas cuantas ovejas y un par de cabras.

-Aquella mañana de primavera yo me sentía particularmente dichosa. Acaba de hacer el amor bajo una encina y eso puso mi cara más radiante tal vez. Roberto comenzó a trabajar y yo me fui a pasear bordeando el filo de una hondonada hasta coronar un pequeño cerro y caer enseguida en una vaguada de carrascos y olivos.

Recuerdo muy bien que andaba entre jaras cantando una balada de mi país y creo que no era aún medio día. De pronto escuché un trueno y en el cielo, de forma súbita, fraguó una breve tormenta.

Para guarecerme del chaparrón me refugié frente al tronco de un árbol de regular alzada e incluso me subí a él descalza. Yo iba vestida de blanco hasta los pies y había cubierto mi larga cabellera de oro quemado por un velo azul que hacía juego con mis ojos, y cuando entre dos nubes volvió a salir el primer rayo del sol, éste me dio de lleno y mi figura tal vez resplandeció como una llama.

En ese instante descubrí a tres niños bajo las ramas y para mí esa fue una aparición, porque no les había oído llegar, aunque al otro lado del barranco sonaban campanillas de oveja y balidos de cabra.

Aquellos lindos pastorcitos parecían muy curiosos. Desde lo alto del árbol les sonreí y ellos me preguntaron cómo me llamaba y yo les dije con acento inglés que me llamaba María. Nunca habían vestido a una mujer rubia toda vestida de blanco y de ojos azules encima de un olivo con toda la luz en el rostro, ésa es la verdad.

Entonces yo hablaba todavía un protugués endemoniado y no conseguí expresarme bien y aquellos niños no cesaban de hacerme preguntas. ¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿Por qué tienes la piel tan luminosa? Y, bromeando, les contesté que acababa de caer del cielo. Quedaron pasmados y yo me divertí un poco con su ingenuidad.

Les obligué a prometer que no lo contarían a nadie y les aseguré que al día siguiente yo les esperaría a la misma hora subida en el mismo árbol.

Francisco tenía cierta picardía, Jacinta era absolutamente un ángel, pero en la mirada de Lucía pronto adiviné una helada luz interior. Ella parecía la más imaginativa, mantenía esa reserva que nace del ensueño y aquella diversión campestre duró varios días, apenas una semana.

Yo vivía con Roberto en una tienda de campaña junto a un pequeño manantial y cada mañana, en el instante acordado, acudía al lugar de la cita, me subía al árbol y allí esperaba a los niños.

No coincidimos siempre, aunque nuestro encuentro era bastante rutinario, y entonces les contaba historias de mi país, les hablaba de los desastres que estaban sucediendo en el mundo, y ellos casi no entendían mi lengua, sólo permanecían risueños y absortos contemplando mi cara, mi cabellera rubia, mi vestido blanco, mi velo azul.

Recuerdo que Lucía dijo que yo era idéntica a la Virgen. En un altar de la iglesia de Fátima, según ella, había una imagen igual. No le di importancia. Tal vez bromeé un poco y cuando mi marido terminó el trabajo desaparecí de aquel lugar para siempre. Ese verano pasé unas largas vacaciones en Inglaterra con la familia.

En el café Brasileira de Lisboa había mucho humo, mucha gente. Entre espejos modernistas y adornos florales los portugueses merendaban a media tarde y sin duda todos serían fervorosos creyentes en la Señora de Fátima, pero ninguno más que yo, puesto que un servidor la tenía enfrente sentada en una silla con las manos temblando sobre el bollo del velador, acicalada con blusa de seda.

Yo también veía la figura de la anciana reflejada en un cristal biselado de la pared donde había grabada la silueta de una ninfa e imaginaba a esa vieja dama en su dorada juventud, vestida de resplandeciente organdí cruzando como una ráfaga el desolado pasaje perdido de Cova de Iria, un mes de mayo florido de 1917. Ahora ella no hacía sino apurar la taza de chocolate sonriendo.

-De regreso a Portugal, a principios de otoño, quedé pasmada con la noticia de los milagros. Me sorprendió la masa de peregrinos y curiosos que acudían a visitar mi olivo preferido. Fue un caso de alucinación colectiva, pero de este asunto prefiero no hablar.

Después hubo rumores acerca de la muerte de Francisco. Era el más pícaro. Nunca dudé que no llegaría a mozo. ¿Sabe una cosa? Soy católica conversa., adoro a la Virgen de Fátima; en la alcoba, a los pies de mi cama, tengo su imagen y todas las noches le rezo con mucha devoción. Ella es la nostalgia de una belleza que había en mí y que ya se ha ido. Pero dígame, ¿quién es usted? ¿Quién le ha enviado? No entiendo nada.

La anciana Mary Wilkin, hoy señora María, viuda de Pinheiro, se levantó con cierta majestad. Yo le ayudé a ponerse el vestido de astacrán. El camarero, con una reverencia solícita, le entregó el bastón de ébano y ella atravesó el humo o incienso del café Brasileira con una elegancia congénita, salió a la calle y fue caminando con pies menudos.

Desde la acera observé cómo se metía en un portal de la plaza de Chiado. Y todo quedó como otra aparición.
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