jueves, 19 de febrero de 2015

Carta abierta al General Palomino

General Rodolfo Palomino, Director General de la Policía Nacional. Foto: DGP 
Respetado General

Es apenas comprensible que usted, igual que los colombianos de bien, herido en lo más hondo como ciudadano, padre y policía, ante el salvaje crimen cometido a cuatro inocentes en el Caquetá, haya propuesto replantear el debate de la pena de muerte para 'delitos atroces' en niños y adolescentes, en un país que en el mundo tiene el récord de producir más cadáveres por kilómetro cuadrado.

Sí, General, a cualquiera se le puede escapar un madrazo envenenado en cadena y desear al pusilánime la horca o la guillotina, en momentos de “efervescencia y calor”, cuando nos asesinan lo más querido, o nos enteramos de violaciones,  abusos, maltratos a niños, falsos positivos, fosas comunes y descuartizamientos; o cuando vemos en las noticias que el congresista, el alcalde o el funcionario de turno está haciendo torcidos con el dinero que aportamos los contribuyentes.

Da rabia, desde luego, General. Y podría estar de acuerdo con usted. Que los delitos mayores con los infantes sean pagados con la pena capital, sin contemplaciones de ninguna índole. Pero no nos digamos mentiras, distinguido oficial. Eso sería hacerles un favor a esos criminales. Esas bestias no merecen el calificativo de humanos, menos Derechos Humanos, palabras tan desgastadas en nuestra sufrida y desangrada patria como paz, perdón y reconciliación.

Usted bien entiende que no puede haber paz -así se firme un remoto día, como diría el bardo, con tinta indeleble en la mesa de negociaciones de La Habana- en estas condiciones de empobrecimiento moral y mental, esquizofrenia colectiva, violencia, odio y sed de venganza, lastres permanentes en los 205 años que Colombia lleva constituida como República, con docenas de guerras, de las más cruentas, la desatada en 1948, tras el homicidio del caudillo Jorge Eliécer Gaitán.

La pena de muerte siempre ha existido, General. Y usted lo sabe. Desde la dictadura del machete, o de la ‘peinilla’, como se conocía entre los cuatreros de los llanos orientales y de sus alrededores, en la época en que ‘pájaros’ y chulavitas se limpiaban con chirrinche la sangre inocente de sus botas pantaneras, después de allanar ranchos humildes, degollar al dueño de casa, violar quinceañeras, abrir el vientre de la madre a punto de dar a luz, sacar el crío, botarlo al aire y recibirlo en la punta de sus bayonetas. Ahora, hacha y machete hacen parte del arsenal rudimentario en las casas de pique de Buenaventura.

La verdadera historia de Colombia, aún no se ha contado, General. No es la que usted y yo aprendimos en la primaria. Qué va: la de los próceres dibujados a color, con naricillas y perfiles como salidos de las infografías de los tratamientos estéticos de la clínica Rada Cassab, ni la del juramento a la bandera que en filas de colegio nos hacían aplicar, mano derecha al pecho, con el debido amor y respeto a la patria, a sus leyes y gobernantes. ¡Ay!, los gobernantes. Como el actual burgomaestre de Cartagena que mandó a poner su foto en las aulas de los planteles educativos.

Algo similar a las 100 Lecciones de Historia Sagrada que nos hacían aprender de memoria, como el Catecismo del Padre Astete, el mamotreto de Cívica y Ciudadanía, la Gramática de Caro y Cuervo, y la Urbanidad de Carreño, que hace muchos lustros fue expulsada del pénsum académico, precisamente por su puritanismo, por ser tan bien puestecita, cordial y ordenada. Y Colombia ya no está para esas pendejadas en los colegios sino para cosas prácticas, tecnológicas y de avanzada, dicen los ‘profes’ que aún no peinan canas.  

Usted bien sabe, apreciado General, que por más que insistamos en promover la paz y perdonar al vecino que nos ha jurado la guerra desde siempre, a este país se lo llevó el putas hace mucho tiempo, como arenga el escritor iconoclasta Fernando Vallejo en sus vociferantes réplicas literarias, así lo tilden de apóstata, de apátrida, de incendiario, de malnacido; pero que cuando abre la boca o escribe de Colombia, mete el dedo hasta el fondo de la llaga y salpica a presidentes, congresistas, arzobispos y oficiales de alto rango. Este pueblo no es de paz, honorable policía. Aquí la gente respira con el alma endemoniada. 

El cáncer que hizo metástasis de tiempo atrás en esta nación no tiene que ver con política ni ideologías, mucho menos religión ni lucha de clases. El de Colombia es un problema genético, y eso viene -usted que es un hombre leído y estudiado lo sabe-, desde que desembarcaron en nuestras costas las carabelas del despistado Cristóbal Colón repletas de forajidos, violadores, asesinos, hampones de la peor calaña salidos de las mazmorras españolas a saciar su lujuria atropellada con las indefensas nativas, arrasando con poblados a los que, empachados de chicha, les metían candela, no sin antes llevarse en sus alforjas el preciado botín representado en el oro ofrendado a sus dioses.

De modo que somos la herencia de la barbarie, el estupro, la chicha y la brutalidad. A qué más vamos a aspirar. Si no me cree, lo invito a ver el espectáculo cavernícola de los barristas de Millonarios y Nacional en el ‘Atanasio Girardot’ o en ‘El Campín’, antes, dentro y después del cotejo. Da igual.

Ese ADN no lo borra ni la muerte, General, porque como si se tratara del rastrojo, de la mala hierba, dan de baja un bandido y se reproducen treinta: Una sentencia maldita que parece obedecer a la bíblica de la sangre de Caín que grita venganza desde las entrañas de la tierra.

Hoy el problema no son los grupos alzados en armas sino las más de 1.200 bandas criminales que azuzan a cual más en los cuatros puntos cardinales del territorio nacional, dejando a su paso miseria, viudas, huérfanos y pánico.

La pena de muerte, General, la han llevado a cuestas por centurias nuestros antepasados, nuestros abuelos y tatarabuelos, y en ese tortuoso viaje generacional, nosotros, y seguramente nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, ¡qué vergüenza, por Dios!, en este país que nos tocó en suerte y a estas alturas, como en la elegía de Serrat, la de su Pueblo Blanco, donde “morir por morir” es el anhelado descanso: “La boca abierta al calor/ como lagartos/ medio ocultos/ tras un sombrero de esparto”.

La pena de muerte es la que cargamos todos los días los ciudadanos de a pie cuando salimos de casa con nuestras mujeres e hijos mientras les rogamos a Dios y a todos los santos -incluido el Presidente ‘Juanpa’- que nos permita regresar sanos y salvos al final de la jornada.

La pena de muerte está representada en las escalofriantes cifras de 40.000 víctimas promedio que arrojan cada año las estadísticas de homicidios, sin descontar los secuestros, las violaciones, las extorsiones, las amenazas y ejecuciones a periodistas, los soldados y policías muertos en combate o en la guerra doméstica, los saldos de riñas, los ajustes de cuentas del microtráfico y sus cinematográficas ‘fronteras invisibles, ese monstruo a sus anchas que cada día extiende más sus tentáculos depredadores en las grandes capitales y en las regiones más remotas.

Y desde luego, General, los horrendos crímenes que se cometen a diario a la población infantil. Como la masacre reciente del Caquetá, como el padrastro que acaba de ahogar un niño de cuatro años en Bogotá, como el padre que degolló a su hijo en Cali, o la madre de Ciudad Bolívar que con el cerebro infestado de aguardiente y bazuco le propinó una paliza a su pequeña hasta quitarle el resuello. 

Y más fresquito General, para que no diga que estoy chiviado: la mujer que en un corregimiento cercano a Soledad (Atlántico) mató a cuchillo a sus tres hijos, escondió los cadáveres debajo de la cama e intentó suicidarse.

General, usted lo ha puntualizado: En Colombia, cada nueve horas es asesinado un niño. Y cada media hora, en Medicina Legal, es reportado uno por abuso sexual. Y vivimos todos los días con la paranoia de que a nuestros hijos los apuñalen por un celular, por un monopatín, por el morral, a plena luz del día, atravesando un puente peatonal, en la ciclovía, en el interior de un transmilenio, como hace horas despojaron a unos universitarios de sus móviles, cuchillo al cuello, en una estación de la avenida Caracas.

Pena de muerte pide usted. Pena de muerte aprueba una porción del país. Pena de muerte desaprueban los magistrados por  considerarla inconstitucional. ¡Ah!, los respetables togados y usías, que manejan la justicia a su acomodo e intereses, depende de las rayitas de la báscula que marca en el poder y las quimeras del establecimiento, que no se pueden pasar por alto.

Unos más afirman que el propósito no está en el castigo sino en el origen de quien cometió el delito, por más aberrante que sea. Y que Dios nos coja confesados porque tanta masacre, con el desesperante grado de violencia y desesperación al que hemos llegado, el pueblo raso está tomando justicia por sus propias manos. La fórmula del linchamiento se hace cada vez más visible.

Por eso un campesino, a quien le preguntaron sobre su opinión de la pena de muerte, respondió de manera automática: “Ya es hora que la quiten”. 

Llegará el día en que no aguantemos más y terminemos todos involucrados en una carnicería general por pírricas razones, al estilo barrista, por una camiseta del equipo rival, por un piropo o una mirada que le hicieron a la novia en la discoteca, o porque esa misma novia no quiso continuar el romance que sostenía con el joven patrullero y este la emprendió a bala con ella, con el oficial que intercedió en el atentado, para poner punto final a su existencia, descerrajándose un plomazo en la cabeza, y “asunto arreglado”, como sucedió hace unos días en la Dirección Nacional de la Policía desde donde usted despacha.

Qué más pena de muerte, General. Que salta a la vista y palpita con el presentimiento de los desalmados, de todos los Caínes encarnizados para quienes no existe Dios, ni Patria, ni mucho menos perdón ni paz, con sus respectivas marchas de banderas al viento, globos, palomitas y camisetas blancas.

¡Ah!, la paz, la soberana paz, ahora próspero negocio del merchandise que se paga en efectivo al mejor postor a través de fundaciones “sin ánimo de lucro” y con caja de resonancia en la Casa Blanca para lograr la risa complaciente de mister Obama, y de paso una atractiva mesada para el cometido en marcha. ¡Thank you!, don Barack, es usted nuestro invitado de honor a este carnaval pacifista, con Carlos Vives, el Checo Acosta y Martina ‘La Peligrosa’ en tarima. Pero por favor, póngase la camiseta que le luce. Y el escudo de la palomita marca ‘Juanpa’. La paz aguanta con todo. Hasta con las más delirantes guachafitas. 

Insisto: El problema es genético, General, de neuronas, de sangre, de rabia inoculada por siglos. Agregado a los males crónicos e irreparables de Estado: El capitalismo demoledor, la desigualdad social, el desempleo, la pobreza, la falta de oportunidades, la misma fealdad aborigen, la injusticia, el triste y desesperanzado discurrir de los días con tanta mentira mediática, la corrupción apabullante, el desgreño administrativo, la intolerancia, la indiferencia, las ambiciones mezquinas, y esa maratón a contracorriente de que todo se evalúa a partir de la plata, venga de donde venga.

Como dijo hace poco el ex-manager de Juanes, Fernán Martínez, en un espacio radial, con su habitual cinismo: “Hay que tener en cuenta que el dinero no es de las cosas más importantes que hay en la vida. Es lo único importante”.

Y por la plata se mata sin un ápice de compasión. Como hicieron los miserables del Caquetá con los desprotegidos infantes, por una cifra que no superaba el millón de pesos. De esos engendros hay por racimos amontonados en las cárceles colombianas. Los mismos centros carcelarios advierten que no reciben un preso más. Que no hay cómo sostenerlos. Que están durmiendo en los pasillos unos sobre otros, en condiciones infrahumanas, vulnerables a todo tipo de contagios, lacras y enfermedades. Sin solución a la vista.

Con todo eso se habla de paz, se publicita la paz, se compra y se vende la paz, como si se tratara de un artículo de prendería. El engaño supera cualquier lógica y la verdad se tapa con la alfombra permeable del sistema imperante, con visibles manchas de mermelada, el “¿cómo voy yo ahí?”, y esa farándula detestable llamada burocracia. Honestidad y rectitud, dos palabras que hace tiempo fueron sepultadas. 
   
Tan crítica y a punto de explotar está la situación del país que, parafraseando la elegía de Serrat, General, “si yo pudiera irme en un vuelo de palomas,/ y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás,/ juro por lo que fui que me iría de aquí…/ Pero los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio”.

Es que en Colombia, duro decirlo, caro señor Palomino, cabe perfectamente el interrogante que el cantautor catalán hace de su aldea fantasma:

 “Y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente”.
   
Cordialmente

Ricardo Rondón Ch. 
Share this post
  • Share to Facebook
  • Share to Twitter
  • Share to Google+
  • Share to Stumble Upon
  • Share to Evernote
  • Share to Blogger
  • Share to Email
  • Share to Yahoo Messenger
  • More...

0 comentarios

 
© La Pluma & La Herida

Released under Creative Commons 3.0 CC BY-NC 3.0
Posts RSSComments RSS
Back to top