martes, 28 de octubre de 2014

Chismes de carnicería

Por algo a la carnicería le dicen fama, y cría fama y... Foto: La Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

Eran los tiempos del pregón matutino, cuando el barrio era barrio y en la tienda esquinera los viejos arreglaban el país a punta de lengua mojada con cerveza. A primera hora del día se oía el eco del vendedor de peto o mazamorra chiquita, del tamal y el envuelto calientes, de la sarta de nicuro y bocachico; pero también del comprador de chatarra, ropa y libros viejos; de ‘botella y papé’, y del legendario psicoanalista del pueblo, el que “arreglaba la-de-presión”, y de paso le cambiaba el cauchito.

En el barrio Santa Sofía, en Bogotá, linderos del Polo Club, por la calle 80, donde transcurrió mi infancia, eran infaltables en cada cuadra la tienda de líchigo y la carnicería. Y las señoras se proveían a diario en canastos de brazo. Entre las diez y las once de la mañana hervía el chismorreo en el expendio de carne de don Puno, un hombre de mediana estatura, de rostro abotagado, atacado por la obesidad, quien sentía una extraña fascinación por la carne cruda,  y que antes de consumirla, la olfateaba con ansiedad animalesca.

La carnicería de don Puno, a propósito, llegó a tener sobrada fama, porque allí se cocinaban entre lenguas ávidas los chismes más recientes de la comunidad: la repentina bancarrota de un vecino, las pasiones concubinas de un aparente marido modelo con la caleña del salón de belleza, el drama de la pobre de doña Gertrudis con su hijo epiléptico, las muendas que don Heriberto Gallo, empachado de anís y lúpulo le daba a media noche a la resignada de doña Barbarita, su mujer; y hasta los amoríos clandestinos del padre Rigoberto con la señorita Amelia, una zurroncita apetitosa encargada de la catequesis.

Así, entre pedidos de chatas, centro de cadera, pierna, hígado, bola, murillo, hueso poroso, pulgarejo y guacharaco -este último un cartílago grasoso con que preparaban la sopa de los perros-, el rumor y la maledicencia se cocinaba a fuego lento, con intervalos para actualizar las últimas noticias de las telenovelas del momento, ‘Simplemente María’, ‘Esmeralda’, ‘Natacha’, ‘Pinina’, y todos esos dramonones lacrimógenos que llevaban la rúbrica de las dos papisas del culebrón ancestral: Corín Tellado y Caridad Bravo Adams.

Era el cotilleo efervescente entre reses colgadas y menudencias, y mientras el gordo Puno picaba hueso con su afilada hachuela y envolvía el producto en papel periódico, las lenguas viperinas se entregaban, sin resquemores ni miramientos, al placer nacional por antonomasia, para el que no hay que hacer reservas ni comprar boleto, el de rajar del prójimo, confrontar sus debilidades y miserias, y celebrar entre murmullos los desafueros de cama y los epílogos, por lo general criminales y luctuosos, derivados de traiciones y adulterios.

Recuerdo que por un rumor confirmado, el mecánico Abel Rodríguez, envenenado en su honor de macho, acabó a cruceta limpia con la vida de su mujer, una alentada y robusta hembra de entre casa, madre de un crío de brazos, luego de enterarse de que esta le ponía los ‘cuernos’ con un agente de la policía, que puso pies en polvorosa después de cometido el crimen, y de quien jamás volvió a saberse de su paradero. El homicida en cuestión se entregó a la justicia. Y de la portadora del letal chisme se supo que de la noche a la mañana cambió de domicilio sin dejar el menor rastro.

Yo no entendía cómo ciertas damas se enteraban de tantas cosas y sin mediar preguntas lo hacían público entre murmuraciones de oreja, en un lugar que a mi escasa edad me producía espanto, el de la carnicería, con sus paredes de pedernal salpicadas de sangre, cadenas y filosos ganchos de donde pendían trozos de vacas, toretes y marranos despellejados, y de ellos mismos algunas cabezas en el mostrador de la báscula, aún con la mirada congelada de la muerte, del suplicio carnicero, que en esa época se ejecutaba en el Matadero Municipal, donde hoy se erige, conservando su arquitectura y su torreón, la Biblioteca Central de la Universidad Distrital.

Quedé con esa fijación de por vida: la del expendio de carnes y el conciliábulo de las chismosas como un acto de alguna manera carnicero, porque de eso se trata el enredo: de despellejar y diseccionar a un ser humano en su privacidad, esculcar hasta las vísceras en sus errores y defectos, escarbar a más no poder en su lastre y desdichas, para luego exhibirlas como trofeo de caza entre la colectividad.

La Red: una suerte de carnicería cosmética y sofisticada, con los últimos avances de la tecnología. Foto cortesía: Caracol Televisión
No todo el mundo goza de esa facultad que es sincronizar el radar para atrapar cuanto chisme sea posible y transmitirlo con deleite y sorna, y con esa teatralidad tan propia en los chismosos profesionales, como suele verse en los tiempos actuales, que han convertido la glosa y la  murmuración en una próspera industria mediática, la más rentable y solícita para la pauta, verbigracia el fenómeno masivo y de más alto rating representado en La Red.

¿Y qué es La Red? No es necesario ser un crítico de televisión para entender que es una suerte de carnicería posmoderna sujeta a los cánones de la refinada cosmética y el desmesurado avance tecnológico, donde hacen pailla con la vida íntima de los famosos.

La otrora bata blanca del carnicero, salpicada de sangre de ganado, fue remplazada por las últimas tendencias de Zara, Ricardo Pava y Gino Passcalli. Y los ganchos y las cadenas donde colgaban las reses recién sacrificadas, por paneles multicolores de robótica digital. El papel periódico fue suplantado por tablets última generación, y el agujero de la chapa por sofisticadas cámaras de largo alcance, capaces de narrarte en detalle esta vida y la otra.

Y fuera únicamente contar el chisme. Es la materia prima del citado programa, por supuesto. Pero para contarlo, para hacerlo más vivo y próximo al televidente, sus oferentes, en cada emisión, arman un andamiaje, una puesta en escena, que hubiese deseado Shakespeare para el montaje de sus grandes obras: ‘Hamlet’, ‘Otelo’, ‘Macbeth’, ‘La tempestad’, ‘Romeo y Julieta’, etc., etc.

El poder, la fama, la derrota, la frivolidad,  los celos, la hipocresía, el mercado de las apariencias, las bajas pasiones y los descalabros de la condición humana, referentes de la enorme dramaturgia del escritor inglés, están ahora en boca ardiente de estos destazadores con licencia, dispuestos a hacer de sus víctimas, durante tres y más horas, el más opíparo de los banquetes de fin de semana, con resultados extraordinarios de audiencia. De hecho, La Red es uno de los espacios mejor pautados de la televisión colombiana.

¿Y cuál ha sido la fórmula del éxito? Justamente eso: gozar del almacén más completo y actualizado en materia de chismes y fisgoneos, y saberlo vender, traducido en escenificar lo que se está contando, apropiarse de un cinismo que raya en la crueldad shakesperiana, y montar un carnaval risible y esperpéntico en el que al final la presa queda reducida a una manotada de hilachas y huesos.

¿Puede haber un chismoso más cínico que Frank Solano, el Deepak Chopra del infundio y la habladuría? Agregado a su repentismo de palabrero guajiro y a ese veneno a cuentagotas que le imprime a sus desparpajados rumores? Solano no sólo mata y despelleja la res, sino que se para encima de ella y disfruta su cacería a mandíbula batiente.

Carlos Vargas está en mora de ser reclutado en las huestes de Jorge Alí Triana. Su capacidad de histrionismo es insuperable. Le luce todo lo que se ponga, las musarañas que hace, sus arrebatos e impertinencias, sus ridiculeces; su linfa carnestoléndica está hecha a la medida del programa, que cumple con su objetivo: hacer de la murmuración un espectáculo de carpa. Cualquier día va a recibir una convocatoria del Circo del Sol.

No sucede lo mismo con la oxigenada rubia Mary Méndez, que siempre ha llevado la misma línea de presentación, y que adolece de creatividad y sentido de improvisación. Además, ese ‘mi amor’ reiterativo en su vocecilla aflautada, ya se torna incómodo, cuando no fastidioso. Ronald Mayorga y Carlos Giraldo son dos galgos entrenados para husmear el chisme y dar con su paradero a toda costa, como esos detectives de las agencias de infidelidades: con su respectivo brochure de seguimiento, audios y fotografías, bajo el eslogan de ‘Nadie se nos escapa’.

Graciela Torres, la popular 'Negra Candela', pionera en Colombia de la crítica y la habladuría mediática. Foto cortesía: RCN Televisión
Todos ellos, sucesores de quien hace veinticinco años se impuso en la plataforma mediática como la lengua más demoledora y temible: Graciela Torres Sandoval, La Negra Candela, divulgadora de los escándalos más tenaces y trascendentales de la farándula criolla, varias veces demandada y amenazada, pero siempre incólume a toda clase de afrentas, quien hizo del chismorreo una aventajada empresa que le ha deparado satisfactorios dividendos. Cuentan que la fortaleza que comparte con sus dos hijos, al norte de Bogotá, es digna de un magnate. Le queda una pizca de pudor como para no haber permitido el ingreso de las cámaras de Metro Cuadrado
  
Lo curioso de ‘La Negra Candela’ es que se inició en el periodismo cultural en la Radio Nacional de Colombia, pero cuando llegó a la redacción de la revista Vea a principios de los años 80, encontró el nicho ideal para afilar esa daga con la que por varias décadas ha despresado sin contemplaciones de ninguna índole a un sinúmero de protagonistas del mundillo del entretenimiento, ya en la radio (‘Picantísimo’), en la televisión (el desaparecido ‘Lavadero’), o en sus columnas de prensa escrita como ‘Juan sin miedo’ (del antiguo diario El Espacio), una de las más emblemáticas y leídas en el concierto del rumor y la crítica.

¿Quién que se precie de famoso no se ha salvado de un chisme? ¿O quiénes de los anónimos no hemos estado, para bien o para mal, en boca de un chismoso, y no necesariamente desde el espectro televisivo? El chisme, como la carne fresca de don Puno, es proclive a la tentación, al deseo. Y si somos chismosos por naturaleza, es porque en el entramado electroquímico del que estamos hechos, hay un reactor en mayor o menor grado llamado morbo que, cuando se activa, segrega una sustancia similar a las de las feromonas sexuales, y no quedamos tranquilos hasta satisfacerlo.

Sólo que en algunos, como los de La Red, dicha ansiedad es incontrolable y suele alcanzar topes canibalescos. Es un decir popular en estas minucias carniceras, que con la sangre del corderillo recién sacrificado, se preparan las más suculentas morcillas. Pero es recomendable, después de la vianda, apurar un Alka-Seltzer.  
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