El maestro Adolfo Pacheco, admirable juglar y cultor del mejor vallenato de todos los tiempos |
Ricardo Rondón Ch.
Nadie en la juventud/ se acuerda de la vejez/ y se cree el gato Mambrú/ que siete vidas tené/. Después de los sesenta somos viejos/ y al viejo los amores se los quitan/, pero te consigues el dinero/, y te dan lo que el cuerpo necesita.
Así reza un verso de ‘El Tiburón de Marbella’, melodía del maestro sanjacintero Adolfo Pacheco Anillo, producto de un episodio nefasto ocurrido hace un par de años, según él, cuando más próxima le vio la cara a la muerte.
Fue durante una pavorosa temporada invernal que dejó a su paso decenas de muertos y heridos, miles de damnificados e incalculables pérdidas millonarias. El autor de ‘La Hamaca Grande’ se desplazaba en su camioneta por una calle de Barranquilla, ciudad donde reside, y de repente se vio acorralado por un infernal arroyo que lo puso a pensar que su hora había llegado.
En medio del desbarajuste y la algarabía desatada por el remolino, una mujer que observaba alarmada, y que lo reconoció, le gritó:
-¡Tírese rápido, maestro!
-No puedo-. contestó el juglar. No he pagado aún el seguro de la camioneta y llevo 3 millones de pesos en la guantera.
Pacheco, quien ha sido un tipo desprendido con lo material, y que aprendió de su padre, Miguel Pacheco Blanco “que nunca hay que recibir un dinero que no se ha ganado; por eso sigo siendo pobre”, hace una reflexión en esta letra sobre la transformación que puede sufrir un hombre en la edad otoñal, cuando la plata por fuerza mayor se hace necesaria, y más en estos tiempos, tal y como pregonan los versos de ‘El Tiburón de Marbella’, grabada por el
fallecido intérprete cartagenero Lizardo Bustillo, con el acordeón del sanjacintero Rodrigo Rodríguez.
Al fin le extendieron un lazo que él amarró del timón, y el otro extremo a un árbol, y en un dramático trepequesube de supervivencia, volvió a pisar tierra firme.
“Viejo, y sin plata, dos veces viejo”, recalca a sus 72 años el poeta de los Montes de María, recostado en una de las tres hamacas tejidas con esmero por los artesanos de su tierra, que pende de extremo a extremo de la sala de recibo de su apartamento de los Altos de Riomar, en la capital atlanticense.
Luce Pacheco a esta hora de la mañana, y aún con el olor fresco del café que viene de la cocina, camisa blanca, pantalón negro de rayas, sandalias, su infaltable sombrero ‘vueltiao’, y, sobre el pecho, una de las guitarras que le ha dado el tono, el ritmo y la inspiración de las 162 páginas musicales acuñadas en su repertorio, empezando por ‘La Hamaca Grande’, que tiene 42 años de escrita, y que la han grabado, desde el mítico Andrés Landero, en su primera versión, pasando por el dominicano Johnny Ventura, hasta Carlos Vives con sus ‘Clásicos de la Provincia’.
Una guitarra profética que en todos estos años de crónicas cantadas, de romanzas y de imaginerías, ha puesto a prueba su inagotable fervor por la tierra que lo vio nacer, por el esplendor y el misterio representado en el follaje de sus montañas, y por ese cerro tutelar, el de Maco, para el cantor, su oráculo y guía espiritual.
Con ella también ha enamorado a sus mujeres, a las tres madres de sus ocho hijos, que a la fecha le han dado siete nietos y un bisnieto, “porque yo sigo siendo un viejo enamorado -dice-, lo que pasa es que la física (refiriéndose al cuerpo) no me permite realizar completos mis sueños”.
Viejo sabio, alegre y querendón, pero también filósofo en las artes de la llevadera vida, en los triunfos, las tragedias y en la derrotas; abogado titulado por respeto y querencia de su padre, docente, matemático, y uno de los grandes referentes del folclore; de la cumbia y el porro en acordeón; del paseo y el merengue sabanero, del ‘pasebol’ (inspirado en el bolero cubano), del ‘paseaíto’ (que viene de la guaracha cubana), y del fandango.
De esa melopea ancestral tiene escritos decenas de ensayos que marcan la diferencia en lo que es el vallenato como estilo de música, el de Valledupar, “de ahí su gentilicio, el que se toca como se siente, y el que obedece a una literatura”.
“Lo mío -aclara-, tiene que ver con afectos reales que gracias al don de la inspiración se vuelven crónicas musicalizadas, verbigracia, ‘El Viejo Miguel’, homenaje a mi padre, el mejor merengue en vallenato que se ha hecho, al decir de los críticos; como también en ese renglón puede registrarse ‘El Cordobés’, o ‘El Gallo Bueno’, aunque este es un merengue sabanero con literatura vallenata”.
Gallos. Crianza de gallos. Peleas de gallos. Metafísica de los gallos. Estos plumíferos son arte y parte de la vida del mentor, y de estos ejemplares de combate y apuestas tiene 120 en su finca ‘El Tropezón’ (vallenato que hizo célebre Diomedes Díaz), en el municipio de Galapa, a ocho kilómetros de Barranquilla, donde este criollo castellano ha levantado un verdadero museo gallístico para honra y envidia de los galleros de hueso colorado.
“Yo he fijado mi vida en estos animales desde una filosofía doméstica que intuye el genio y el comportamiento de los hombres de verdad y su curiosa relación con los gallos de pelea, que son nobles, que dan la cara cuando se enfrentan, que no traicionan, y que asumen con franqueza y dignidad tanto el triunfo como la derrota, como debe ser en el impredecible juego de la vida. Yo voy a verlos a la finca tres veces a la semana, porque aquí en el apartamento no puedo tener uno: a mi mujer la pone histérica la algarabía”.
A su mujer, la actual, la que comparte con él el silencio sabio del amor decantado por el paso de los años, Gladys Anillo de Pacheco (con el ‘de’, de compromiso y pertenencia), le ha compuesto veinte canciones: ‘El Tropezón’, ‘Leonor’, ‘Zunilde’, ‘Me rindo Majestad’ y ‘El Bufón de la Corte’, entre otras.
Es cuando quien escribe estas líneas aprovecha el ‘intermezzo’ sentimental para preguntarle si todos sus hijos los ha engendrado en la hamaca.
“No, ninguno”, enfatiza. Cómo será el respeto que siento por la hamaca, que siempre la he utilizado para descansar, meditar, leer, componer y dormir. Cuando quiero arruncharme con mi mujer, o cuando estuve en edad y vigor de hacer muchachos, busqué la cama. Es más: yo duermo en la hamaca, y mi esposa, en la cama”.
‘La Hamaca Grande’, lo dijo alguna vez Gabriel García Márquez, sorteando como es costumbre sus repentinas y exquisitas máximas, hubiese sido el título ideal para una novela suya: “me lo robaste”, le espetó entre whiskys en Cartagena al compositor, pero Pacheco increpa que, “conociendo a Gabo, ese fue más bien un cumplido que él le hizo a este servidor”, como también lo hizo en su momento el desaparecido escritor, poeta y pintor de Tolú, Héctor Rojas Herazo.
-¿Qué hace hoy en día un hombre que ha hecho tanto?-, le indago al bardo sanjacintero antes de la despedida. Y él, observando al cronista con unos ojos limpios, dulces y negros, casi morados, como pepitas de corozo, manifiesta:
“Seguir viviendo la vida intensamente, y de igual manera, prepararme para la muerte; recordar lo bueno, porque lo malo no existe; releer ‘El Quijote’ y las novelas de Gabo; escuchar gaitas, bandas sincelejanas, porros, boleros, fandangos, algo de salsa, y buenos vallenatos”.
-Y, ¿se toma sus rones?
“Ya no puedo porque soy diabético y debo cuidarme a ver hasta dónde estira la vida. ¿Pero qué más embriaguez que la que me han dado tantos años de música? Con esa me basta”.
Adolfo Pacheco Anillo aprieta fuerte la mano del contertulio: manos fuertes, manos de campesino, de músico, de aedo; manos aplicadas en la virtud del arte; manos amorosas de quien se precia un cultor de “la vida y sus circunstancias”, como subrayó Ortega y Gasset; discípulo del ‘analfabeta’ más sabio y brillante que haya dado el planeta, Toño Fernández (el que hablaba en verso); y a quien no le espanta el tema de la muerte, porque ya la encaró cuando se debatió con ella en la feroz turbulencia de las aguas.
Sobre preguntarle cuál sería su último deseo. Inevitable responder, que en la silente placidez de una ‘hamaca grande’.
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