lunes, 14 de octubre de 2013

Réquiem por Armando Villegas

En el reino de la fascinación

Ricardo Rondón Ch.

El maestro Armando Villegas en su estudio de Bogotá, acompañado de su preciosa mascota
Uno de los artistas plásticos más importantes del último siglo en Colombia partió a la eternidad en la tarde del pasado domingo 29 de diciembre: el maestro Armando Villegas exhaló su último suspiro en Bogotá, su residencia en la tierra durante los últimos sesenta años, prolífica carrera como pintor, catedrático, crítico y mecenas del arte, con amplia repercusión en el extranjero. La Pluma & La Herida le rindió un homenaje el pasado mes de octubre.
  
‘Martín Calle del Pino’ tiene todo el derecho de pasearse a sus anchas por el amplio estudio de cúpula catedralicia, donde se filtra la luz generosa que buscan los artistas, en este caso, quienes plasman en el lienzo el pálpito de la vida, el furor del mundo y los gritos recónditos de la imaginación.

‘Martín Calle del Pino’ habita desde hace quince años en este taller, cuando llegó al umbral de la casona de la Antigua Bella Suiza, próxima a los cerros tutelares de Bogotá, mustio en orfandad, enredado en musgos húmedos, retales de pino y nieve de frailejón, como si hubiese librado una batalla a muerte con los fantasmas del bosque.

De ahí su nombre: ‘Martín’, un guerrero más en la interminable guarnición de su amo, el pintor; ‘Calle’, por las pomas heridas de quien sabe cuántos días y noches de  errancia entre el rastrojo y el asfalto; y ‘Del Pino’, por el perfume matinal que delató su llegada.

Y hace tres lustros llegó a ocupar su trono, porque este gato birmano, de un pelaje que tiene visos de ocre, café y castaño quemado, deslumbró al maestro, no sólo por su franca presencia escénica sino por el brillo cósmico de sus ojos que paraliza insectos por doquier y porque son idénticos, al parecer de su tutor, a los del puma feroz que se asomó entre el follaje en la inescrutable jungla de Pamabamba, en la sierra peruana, cuando él tenía cinco años.

Esa abstracción, que sólo se concibe en las sagas cinematográficas de expediciones temerarias, como la genial ‘Fitzcarraldo’, con un alucinado Klaus Kinski sediento de ópera por el Amazonas, fue el génesis del vasto e inagotable periplo del pintor peruano-colombiano Armando Villegas, esteta de heraldos de yelmos, armaduras y cabalgaduras, vigías eternos con sus miradas de soslayo, que durante más de cincuenta años, en viaje itinerante, han poblado prestigiosos museos y galerías del mundo.

La poética cromática que identifica su paleta y su profusa actividad escultórica, que data de los patios de la accidentada infancia, está tocada por los hados y las vibraciones energéticas de sus mitos ancestrales del exuberante Perú, ‘El país de la canela’ que narró magistral William Ospina.

Ahí está también impresa el alma errabunda de César Vallejo en sus ‘Heraldos negros’: “Hay golpes en la vida/, tan fuertes...¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios/; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma... Yo no sé!”.

Villegas, a sus 85 años, hace memoria del pasado lacerante de la conquista y de la usurpación del intruso, que arrasó con todos los tesoros del imperio, dejando a su paso dolor y ríos de sangre inocente, pero no con la fuerza incomensurable del espíritu, el coraje y la virtud creativa.

“Yo fui un niño rico, hasta cuando falleció mi padre”, dice el pintor apoltronado con su afelpado minino birmano en su regazo, y con la caricia en bronce sobre su rostro sabio, que son los destellos de su inmenso sol Inca elaborado con monedas antiguas, sembrado sobre el caballete.

“Cuando mi padre murió fue la debacle económica y mi madre, con siete hijos, tuvo que jugársela para darnos alimento, educación y abrigo. Para navidad yo mismo, con desechos, chatarra y retal, fabricaba los juguetes que, supuestamente traía el Niño Dios a los muchachitos que se portaban bien”.


Aún, lo hace, cuando por los rincones de su estudio se observan todo tipo de ensamblajes en hierro, acero y otros metales fundidos, un quehacer ininterrumpido que nutre la lucidez borgiana frente a la tela y su apostolado de pedagogo, desde los tiempos en que llegó a una paramuna y lúgubre Bogotá, en 1951, en aras de una beca que jamás se cumplió.


Pues ahí, en esta urbe de luz metálica donde ya oficiaban en el arte Fernando Botero, Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar, David Manzur, Edgar Negret, entre otros de esa pléyade de iluminados, abrigados en el concepto, la crítica y las relaciones artísticas de Marta Traba, llegó Villegas, delgado, espigado, con una breve pátina de melancolía en su mirada, a emprender su búsqueda incesante del ‘oro del tiempo’, de los ángeles coloniales que soñó en la adolescencia, y que a fuerza de invocarlos terminó pintándolos; de los Cristos desgarrados que yacían misericordiosos en los tabernáculos de la escuela quiteña, de los demiurgos apocalítipicos y de los santos conciliadores; pero también de sus guerreros, sus mariscales prehispánicos, militantes inspiradores del ‘Cholo’ Vallejo y de Garcilaso.

Su primer empleo fue como ayudante de la entonces galería ‘El Callejón’, que patrocinó su primera exposición individual, con presentación de Gabriel García Márquez (ya se imaginarán). En esa bodega y con la tutela del insomnio, se volvió crítico de arte.

Venía de la academia de Joaquín Torres García, Padre del Constructivismo Universal Peruano y complementó con la escuela muralista de Ignacio Gómez Jaramillo, sin desconocer la influencia de Paul Klee y de Marc Chagall, este último con quien tuvo la fortuna de compartir en la amistad, en el intelecto, en la trashumancia y el milagro del verbo.

Porque la palabra, en su voz, se transforma en poesía, y más interesante cuando recita en Quechua las oraciones y el testimonio rancio de sus antepasados: “Soy quechua-hablante: es el orgulloso legado que me habita, el motor que me mueve en lo cotidiano y en el arte, el idioma de mis permanentes regresiones y mis interminables hallazgos”.

Armando Villegas, al mando de su ‘Iconografía fantástica’, pletórica de luz y colorido, de majestad natural, de códigos esotéricos, de fabulosos pájaros, duendes y serpientes aladas que se asoman por los yelmos herrumbrosos de sus campeadores, no atisba el futuro sino el presente, “porque el futuro ya está hecho: es la voz del hombre traducida en su obra, en la creación y en la libertad. Siempre he procurado ser libre, por eso me gusta la poesía, que es la piedra angular a la que nos asimos para no caer en el abismo”.

Cae la tarde y por la cúpula de la capilla se filtra un haz ocre y ligero que se empoza en los ojos ámbar del morroño birmano: ‘Martín Calle del Pino’ salta de las piernas de su amo en busca de algo.

Es hora de partir.


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