Alfonso González, el Rey del Tequila
Ricardo Rondón Ch.
Alfonso González, en su reino del tequila |
Cuando era niño, Alfonso José González quería ser torero pero era pobre. Y los pobres que aspiran a ser toreros no siempre son figuras o tocan el cielo madrileño como lo hizo César Rincón.
Pero Alfonso insistía en ser torero a como diera lugar. No se vistió de luces porque no estaba en el libreto del destino, pero ha sido torero de la vida y vaya que ha cortado a pundonor las orejas y le ha dado varias vueltas a ese ruedo en el que nos pone a prueba la divina providencia.
En su ranchito del barrio Belén, de Ibagué, el pequeño rumiaba esa nostalgia del querer ser y no poder, pero tenía un temple y un hambre de triunfo, de comerse el mundo a mordiscos, como lo tuvo en su momento el maestro Rincón cuando lidió y mató a ‘Bastonito’, uno de los toros que le expidió el pasaporte a la gloria en Las Ventas.
Hambre de vivir, de descubrir, de explorar, de hacer muchas cosas, de tomar la vida por los cuernos. Así ha sido el ímpetu de este corajudo tolimense que tiene una historia de novela, y que ostenta la tercera colección más importante de tequila del planeta.
No he conocido un colombiano más mexicano que Alfonso González: transpira agave, tiene siempre la sustancia y el ardor de un chile a flor de labios, desde que se conoce celebra el grito de independencia mexicana cada 16 de septiembre, con himno, bandera y palma en el pecho; sabe de los dichos, la jerigonza, las costumbres, las pasiones y los dolores de los ‘manitos’, y en su memoria tiene grabados cualquier cantidad de corridos, desde los añejos y olorosos a pólvora de la Revolución, pasando por rancheras, boleros, jarabes y huapangos, tal y como reza el eslogan de su museo: ‘todo México en un mismo lugar’.
La pregunta es por qué un tolimense de hueso colorado ha tenido una recia influencia de la cultura y el folclore azteca. Hay dos argumentos más que válidos: uno, que Colombia es un país mexicanista por excelencia: posamos de despechados y engañados, nos hemos pegado en cualquier momento de una serenata, alguna vez hemos amanecido en el rincón de una cantina. Y, no nos digamos mentiras, nos gustan más las rancheras que los bambucos, los pasillos y las guabinas.
La otra razón es definitiva: cuando Alfonso estaba de pantalón corto y le sacaba punta al lápiz de su nostalgia, se quedaba lelo escuchando las letras profanas que salían de los altavoces del antiguo panóptico municipal, vecino a su casa, y que hablaban de ese ‘México lindo y querido’ que se fue acuñando en su alma como una obsesión.
Si México es como lo pintan esas canciones, pues yo quiero ir a México, se decía en sus elucubraciones de infante soñador. Y se lo propuso. ¿Saben cómo lo logró? Uno no entiende por qué Alfonso González no aparece en el libro de Replay : lo hizo en bicicleta, partiendo de su natal Ibagué y siguiendo la ruta de Panamá y Centroamérica, hasta llegar al Imperio de Moctezuma, durante diecinueve meses, a puro pedal y con el vigor y el espíritu hecho el puño de un adolescente.
Cuenta que la faena en el D.F. mexicano, extranjero, indocumentado y sin más arrestos que dos mudas de ropa y unos trozos de panela en la mochila para recargar energías, ha sido de las más duras que le ha tocado enfrentar.
Lo primero que conoció fue la Monumental de México -pero desde afuera- y quedó deslumbrado. Sentía que las tripas le reclamaban dos días sin pasar bocado, pero como González es de los que no se rinden fácilmente, se empleó como lavaplatos en un restaurante, y en la noche como vigilante de estacionamientos, y luego poniéndole el hombro a los cubos de basura y desechos que sacaba de los sótanos de los hoteles.
Así se fue haciendo a un lugar dónde pernoctar: una noche se pasa en cualquier parte, hasta debajo de un puente de la inconmensurable avenida Insurgentes, pero el hombre por el hambre hace hasta lo indecible.
Como no pudo ser torero, Alfonso José González fue todero. Un todero con una cabeza bien puesta porque nunca le ha quedado nada grande. Aprendió a trabajar, a rebuscarse, a ponerle el pecho a la adversidad, a moler el dolor y la indiferencia como si se tratara de una bola de chicle, y a pasarlo con el trago amargo que cantan los corridos revolucionarios.
México ha sido su república sentimental. Por México y por esa fiebre de los coleccionistas, le ha dado varias vueltas al mundo para adquirir un botella de tequila, una entre las más de tres mil que hacen parte de su admirable colección, premiada y certificada por el Consejo Regulador del Tequila, del gobierno mexicano.
La botella más grande del mundo está en su Museo. Está registrada en el libro de los Guinnes Récords: el envase, en forma de rifle, es de manufactura italiana y con una capacidad para 3 mil mililitros. Mide un metro y diecisiete centímetros de altura y contiene tequila reposado, macerado en barricas de roble. Se dice que de esta marca sólo se fabricaron nueve botellas. Una de ellas está en su poder, gracias a un amigo torero que se la trajo del pueblo de Tequila, en el estado de Jalisco.
La más pequeña también hace parte de su admirable colección: ‘Cava antigua’ es su marca y simula una jarra en miniatura. Su tapa es una bolita de madera y el sello fue elaborado en piel repujada. Al lado de la pequeñita sobresalía no hace mucho una botella de mezcal con veinte gusanos dentro y un añejamiento de setenta años. Uno de los meseros que limpiaba las estanterías la dejó caer en un descuido. González duró enfermo tres días. Al empleado le costó el puesto.
González es la Biblia de la bebida emblemática del país azteca. Es catador, conoce de la crianza del agave -el fruto de donde se extrae la bebida-, de su proceso de destilación, de su depuración y clasificación, de sus propiedades medicinales, y hasta de los manjares y los postres que se preparan a su salud.
De hecho, el ‘Margarita’ que encabeza la carta del barman, está referenciado por expertos como el fallecido Kendon MacDonald, el maestro Omar Rayo (q.e.p.d.), y Satoko Tamura, traductora al japonés de la obra de Gabriel García Márquez, como el cóctel más exquisito y auténtico que se conozca de este licor mexicano.
Las anécdotas de Alfonso González alrededor del tequila podrían fácilmente llenar en promedio 300 páginas de un libraco tequilero. La de la botella en forma de rifle hizo eco cuando llegó a la aduana, en Bogotá. Venía en un guacal y cuando el gendarme de turno preguntó sobre su contenido, el responsable, queriendo jugar una broma, respondió que se trataba de ‘un arma de largo alcance’. Por supuesto que el revuelo de seguridad tuvo tintes cinematográficos.
Miles de anécdotas que van y vienen por su entrañable colección, como la botella en forma de pistola Colt 45, marca ‘Hijos de Villa’, que se hizo como homenaje a la famosa e inseparable pistola del general Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, y que el celebérrimo general legó a su descendencia. Como dato curioso, en la cacha de la original y en la de la botella, aparecen nueve ranuras que simbolizan las nueve personas que cayeron por sus balas.
O la botella ‘La Cucaracha’, inspirada en la ranchera que cantaban los soldados de la Revolución en el tren de la División del Norte. La botella tiene la letra de la canción impresa y data de 1935. Alfonso la descubrió en la vitrina de un anticuario, en San Pedro de Tlaquepaque, vecino a Guadalajara. El frasco de por si es una obra de arte: vidrio artesanal color ámbar y hecha a mano.
Sólo Alfonso sabe del trabajo y el dinero que le tocó aportar para hacerse a esta botella. El propietario insistía en su negativa para vendérsela, pero González, con su labia de culebrero, terminó por convencerlo.
Qué decir del tequila ‘Matrimonio’, que apareció con motivo de una edición especial y por encargo de una familia de Ginebra (Suiza). Dentro de la botella vienen dos copas con cactus diminutos en su interior, que ritualiza el enlace afectivo de los recién casados. Su tequila es añejo, es decir de la mejor calidad y se remite al año de 1950. Un amigo colombiano que viajaba por esas tierras, la compró y se la regaló.
Botellas de tequila a granel, celosamente cuidadas en las vidrieras de su museo: el tequila ‘Gallo Giro’, el de ‘Los Tres Magüeyes’, el tequila ‘Alcatraz’, el tequila ‘Sol de Pénjamo’, la botella de tequila hecha en cuero de pata de toro de lidia; el tequila que los herederos de don Pedro Infante hicieron en homenaje al ídolo mexicano, y que lleva su nombre: la primera de esta serie fue dedicada a Alfonso José González y reposa en el ‘Rincón de Pedro Infante’, como él bautizo el nicho en honor al recordado compositor e intérprete, donde también perdura su foto en blanco y negro y la de su esposa, Lupita Torrentera, el collar de chakiras del artista, y hasta un puñado de tierra de su sepultura, rescatado en un panteón del Distrito Federal.
Si uno le pregunta cuál es las más amada de sus botellas, el ‘Rey del Tequila’, como se le conoce a Alfonso de tiempo atrás, queda mustio observando su embriagante arsenal:
-¡Todas!, responde en seco, porque todas y cada una de ellas tiene vida propia y una historia qué contar.
Tal vez la que más le vive recordando que tiene en su haber la tercera colección de tequila más importante del mundo (después de la del gobierno mexicano y la de la Casa de la Cultura del pueblo de Tequila, donde están concentradas la mayoría de empresas tequileras de México) es una botella que se llama ‘Los Arango’, porque fue la primera que obtuvo cuando viajó por primera vez a México, hace 52 años, y la consiguió en la ciudad de Tapachula, en el estado de Chiapas. Esa ‘botellita consentida’, como él la llama, fue el punto de partida de su colección.
Alfonso González quería ser de todo: ciclista, futbolista, pero por encima de todo, torero. Un viejo mexicano, haciendo gala de su sabiduría, lo bajó de esa nube cuando le dijo: “usted le tira a todo pero no le atina a nada”. Esa frase la puso en práctica y le quedó sonando toda la vida.
González apura un sorbo de su copa de tequila ‘Campo Azul’, uno de sus preferidos. Al fondo de su museo se escucha el dejo melancólico de ‘Pénjamo’, su ranchera del alma y nos cuenta de aquel día que consumió peyote en Chiapas.
-El peyote te parte la vida en dos, antes y después. Le hace descubrir a uno sus propios demonios: el peyote te ayuda a hacer lo que tienes que hacer y no lo que quieres hacer.
-¿Cuál es el mejor pasante para disfrutar de un tequila?, le preguntamos.
-Pos otro tequila, pero con sangrita-, responde el coleccionista, encunado ahora en la poltrona de madera de Oxaca, desde donde vigila atento su reino.
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