(A Raúl Gómez Jattin)
Ricardo Rondón Ch.
No se me hace extraño que Dios Rodríguez se le haya lanzado ayer a uno de esos monstruos articulados.
Lo veo y lo creo esta mañana lluviosa de lunes en el mote desproporcionado del periódico El Espacio, entre un puñado de curiosos que se disputan ansiosos la noticia de primera plana y la fotografía ampliada a toda página donde aparece el cuerpo del poeta, recogido en posición fetal, inmerso en un charco de sangre.
El título fúnebre no puede ser más patético: "¡Muere poeta arrollado por transmilenio!", dice, con unas letras enormes que parecen haber sido escritas con la linfa que brotó del muerto. Reconozco su cachucha de paño escocés, su mochila de yute, sus anteojos de culo de botella sobre el pavimento, y las viejas botas de obrero, curtidas y andariegas con las que le dio mil veces la vuelta al centro de Bogotá.
No me sorprende que Dios Rodríguez hubiera tomado la fatal determinación de matarse un domingo, un día que él vivía pregonando como el ideal para acabar con su existencia, una de esas tardes de domingo de Mercado de las pulgas, después de haber husmeado por los ventorrillos de ropa usada y baratijas, de "ver tanta gente imbécil y aburrida", como maldecía, empujándose de rato en rato un trago largo de su botella de ‘Eduardo III’, ese licor barato que consumen desesperados los piperos.
Me acerco para ver su rostro en la fotografía del periódico: tiene los ojos entreabiertos, la barbilla de siempre con sus hilachas marchitas, su rostro macilento de facciones aindiadas, y la nariz grande y roja del beodo, del declamador de noches eternas que era Juan de Dios Rodríguez en los bares y cafetines del "estómago de la ciudad", como él se refería del centro capitalino, del viejo Café Pasaje, donde vendía cancioneros y libritos de poesía popular a los oficinistas y universitarios de la Rosario; del Saint Moritz, donde tenía su clientela fija de bohemios que, por unos cuantos billetes, le hacían declamar con su vozarrón trasnochado y de fumador empedernido versos malditos de Porfirio Barba Jacob y Raúl Gómez Jattin.
Si me parece escucharlo ahora que observo su foto macabra en el tabloide:
Vengo a expresar mi desazón suprema / y a perpetuarla en la virtud del canto. / Yo soy Maín, el héroe del poema / que vio, desde los círculos del día, / regir el mundo una embriaguez y un llanto.
Y del Saint Moritz a cualquier parte donde oliera a arrabal o repicara el ‘tas tas’ de las carambolas: el San Marino, el de los pensionados, al frente del Murillo Toro; o el Grancolombiano, de la calle de los esmeralderos; y el Aventino, donde una voluptuosa copera de Armenia terminó por volverle añicos su corazón herido de vagabundo soñador.
"¡Puta sea!", refunfuñaba cuando salía iracundo de ese café vecino del Museo del Oro, maldiciendo al cabrón de turno que desocupaba botellas de champaña en la mesa de Raquel, su amor platónico, una hembra de carnes turgentes y ardorosas, la más apetecida y señalada, la que se disputaban gariteros, tahures y rufianes, la que protagonizaba alharacas y riñas de navaja plateada y botella despicada cuando el licor y la lujuria se trenzaban en la penumbra del antro.
Entonces, afligido y decepcionado, se iba con su caminar lerdo, arrastrando su desgracia por la carrera Séptima, decidido a incinerar su desazón en El Mercantil, el café de Mario Echeverri, a sorbos de niquelado de mil pesos, paladeando tangos malevos como un condenado: "Póngame Mario ‘La última curda’, bacán, y deme otro aguardiente, pero hasta el borde", ordenaba en sus rabietas alcohólicas de amanecida.
Sacaba los billetes hechos pelota de los bolsillos, y los ponía sobre la mesa: "Tráiganme trago hasta que se agote, y vayan descontando", le pedía a las coperas, y cuando la mesa quedaba otra vez desocupada de trago y de dinero le rogaba a Mario que parara la música: se empinaba en un taburete y acometía "con su voz aguardientosa y de amargura llena", como diría don Óscar Agudelo:
Mi vaso lleno, el vino del Anáhuac, / mi esfuerzo vano, estéril mi pasión, / soy un perdido, soy un marihuano, / a beber, a danzar al son de mi canción.
Y pasaba de nuevo la mano y recogía billetes y monedas, y en Terraza Pasteur se compraba media de ‘Eduardo III’ con el producido, y se sentaba en las escalinatas a beber y a ver pasar racimos de mariquitas en plan de rebusque, de ‘gatitos pérfidos’ que le recordaban al "Robby Nelson", de Bernardo Arias Trujillo, que Dios Rodríguez, como conocía al poeta la población beoda de Bogotá, recitaba a pulmón abierto:
Lo conocí una noche estando yo borracho / de gramos de heroína y sorbos de champán, / era un lindo muchacho del hampa libertina. / Ardía Buenos Aires con sus luces de colores / bajo el espejo móvil del río de La Plata…
De cuando en vez armaba camorra con ellos, hasta que una noche cualquiera ‘La Condesa’, la mariquita más pendenciera de todas, infectada de sida, al fin y al cabo le daba lo mismo caer que quedar colgando, ‘paniquiado’ como estaba de bazuco, le paró el macho y le sacó poderosa puñaleta y se la puso en el cuello, y cuál es tu jodencia hijueputica que te la hago tragar toda, y seguime jodiendo que te mando a chupar gladiolo, borracho pirobo, o es que qué… muy alzado esta gonorrea, y cuando Dios Rodríguez sintió que el filo le estaba perforando la yugular, ¡quién dijo miedo!, corrió como un condenado rumbo a la plazoleta de Las Nieves, sin parar y sin mirar pa’tras, y qué borrachera ni que ocho cuartos, se le espantó en paro, y ni más por Terraza Pasteur, porque las mariquitas se la sentenciaron que si lo volvían a ver por allá lo bajaban y se llamaba…, ¡papá!
Hacía apenas un mes que Dios Rodríguez había perdido a su madrecita, que era lo más abrigado que le quedaba, la ‘cuchita’, como él le decía, doña María Concepción Rodríguez, aseadora, una de las tantas damnificadas de la debacle del hospital La Hortúa, hasta cuando este quedó en ruinas, en manos de nadie, en el hospital fantasma que es ahora, a donde ingresan locos a dormir y a ver películas de vaqueros y mercenarios con el televisor apagado.
Y a doña Conchita, la ‘cuchita’, le embolataron la liquidación y las prestaciones sociales, y eso fue lo que mató de pena moral a la pobre vieja, quien amaneció tiesa un Domingo de ramos, un domingo tenía que ser, en su casa-lote del barrio Las Cruces, esa ‘mediagua’ que con tantos sacrificios logró levantar con los ahorros de todos esos años de estar quebrándose el espinazo en el hospital, limpiando sangre coagulada de moribundos y de recién paridas en el pabellón de urgencias, de los manojos de apuñalados que llegaban arrastrándose como zombies los viernes por la noche o los sábados de madrugada, y tuerza el bendito trapero en el balde de creolina y aguasangre, y trapeé de nuevo, y todo eso ¿pa’qué?, como vivía renegando la anciana, pa’que un día le peguen a uno tres patadas en el trasero, como a un perro de la calle, y ¡chao!, que se acabó la ‘coloca’, y no va más, como dice el locutor de fútbol.
Y se murió la vieja, la fulminó en un dos por tres una pulmonía, y dejó huérfano a su único retoño, a su hijo natural, a su Juan de Dios Rodríguez, vástago de un padre desvergonzado que con una tara alcohólica y de vicio fuerte se consumió hasta caer en los inframundos de la Calle del Bronx, y ahí ni más razones del paisano, como si se hubiera muerto, como si el trago y el bazuco lo hubiesen sepultado.
No tiene nada de raro que ayer Dios Rodríguez se le hubiera tirado a un transmilenio: tenía la herida vivita de la mamá muerta. Mi Dios, pero el de arriba, le había dado una memoria de condenado, mas sólo memoria, ni trabajo ni dinero ni nada, ni tampoco amor de mujeres, salvo el de su mamá, porque ninguna le apostó a fijarse en un ser descuadernado como él, bajito, enjuto, desnutrido, con anteojos de culo de botella, tahur de dados y póquer en casinos deplorables, y mentor de versos profanos bajo el oráculo de Barba Jacob, Julio Flórez, Bernardo Arias Trujillo, José Asunción Silva y Raúl Gómez Jattin, esa pléyade de bardos delirantes de la que extraía en zumo el veneno de su poesía corrosiva.
Ocho días antes de que decidiera matarse lo vi por última vez en El Viejo Almacén, el molidero de tangos y milongas de Pachito y Mariela. Lloviznaba esa noche y Dios entró al bar con la mirada extraviada de quien ha bebido más de la cuenta. Tropezó con una de las mesas y lo que había encima cayó con un estropicio de copas y botellas. "¡Ay!, otra vez este man", refunfuñó Pachito detrás de la barra. "¡Sálgase, hermano, que me espanta la clientela!".
Le rogué que no, que lo dejara entrar, que yo lo invitaba a una ‘bomba’, que el pobre estaba mal, que había que darle una mano como buen hermano, y todas esas meloserías que a uno le salen cuando está prendido, y así fue: una bretaña, un vaso, par alkaseltzer y el jugo de un limón y pa’dentro, y al poeta se le arregló otra vez la vida en menos de diez minutos.
Clamó para que le sirviera un trago de mi botella, y le dije que no, hombre, que usted está muy llevado, que se calme y que si no lo sacan, y de su gabán grasiento y oloroso a perro mojado sacó una colilla y la encendió, y ahí, a la luz del cerillo, fue cuando puede ver, a través de sus gruesos lentes, la cruda mirada de Dios: la de la de la trashumancia callejera, el dolor y el abandono.
Me dijo que ya estaba cansado de esta mierda, que lo de su mamá lo había marcado mucho, que tenía ganas de perderse del mundo, que ojalá se le atravesara una bala en un tiroteo, que había ido a la Hortúa para reclamar lo de la ‘cucha’, pero que el sindicato era otro cadáver insepulto y que había perdido el tiempo, total, que estaba en las últimas, y la cogió con la depresiva como argumento para que le regalara un trago.
Y tanto insistió que se lo di y se calmó un poco. Contó que esa noche había recorrido todo el centro sin vender uno solo de sus libracos de poemas, y así lloviendo, que tenía hambre, que quería irse pero que no tenía para pagar la pensión de esa noche, y que no se quedaba en la casa porque lo destrozaban los recuerdos de su ‘vieja’.
Lo ayudé con diez mil pesos, que agradeció emocionado, con esa perorata de los melindrosos que le ponen a uno de por medio a Dios, para que un día Él nos los pague y nos los multiplique, y en agradecimiento por el gesto de buen samaritano, me recitó la que él sabe que me gusta cuando me empujo mis ‘anatoles’, "Isabel", la del corderito endemoniado de Cereté, Raúl Gómez Jattin, e impostó la voz para que fluyera en el aire enrarecido del bar por encima de la de Julio Sosa, que en ese instante entonaba "La Cumparsita", y dijo así con inspirado acento:
Qué te vas a acordar Isabel / de la rayuela bajo el mamoncillo del patio. / De la muñecas de trapo que eran nuestros hijos. / De la baranda donde llegaban / los barcos de La Habana cargados de... / Qué va, tú no te acuerdas, / en cambio yo, no lo notaste hoy, / sigo tirándole piedrecitas al cielo / buscando un lugar dónde posar / sin mucha fatiga el pie, / haciendo y deshaciendo figuras / en la piel de la tierra. / Y mis hijos son de trapo y mis manos de trapo. / Y sigo jugando a las muñecas / bajo los reflectores del escenario. / Isabel, ojos de pavo real, / ahora que tienes como cinco hijos con el alcalde / y te pasea por el pueblo un chofer endomingado, / ahora que usas anteojos, / cuando nos vemos me tiras un "qué hay de tu vida", / frío e impersonal. / Como si yo tuviera eso, / como si yo todavía usara eso.
Se me enlagunaron los ojos, fue la última vez que lo vi. Dios Rodríguez declamaba con una teatralidad endiablada, con ferocidad, como si le quemara el vientre cuando se le escapaban las palabras, por eso lo llamaban 'el poeta', aunque no era poeta porque no dejó escrito nada, pero un verso en su garganta era demoledor, salía como de las entrañas de un volcán, con una dicción de la mejor oratoria, con sus respectivas pausas, sin comerse una sílaba, así estuviera tronado de tragos. Por algo decía Dios que cada vez que declamaba se sentía en el mejor estado de su lucidez, y era cierto.
Yo que lo vi en tantas noches de juerga y de desenfreno bohemio: en los cafetines de la Décima, desde El Escocia hasta el Americano; en los cuchitriles de San Victorino, en los barcitos lacrimógenos aledaños a la Hortúa y arriba, en la Morgue, por los alrededores de las funerarias, o en las tienduchas de la 11 con 11; en La uva pasa, seguido al Saint Moritz, donde a los pederastas más viejos se les escurrían las lágrimas y los mocos cuando lo ponían a recitar "Robby Nelson"; y en La Guitarra, el amanecedero de la 24 con Séptima, donde después de las dos de la mañana se concentraba toda la fauna del "estómago de la ciudad" con sus rábulas y mercachifles ambulantes, puticas de mala muerte, y cómo no, los mariquitas de Terraza Pasteur que se iban de rebusque con los últimos borrachos de la noche luciferina.
Qué me iba a extrañar tu muerte, Dios Rodríguez, si la estabas cantando de tiempo atrás, si a ese lápiz mortífero le estabas sacando punta día a día, noche a noche, si ya no aguantabas más esa malparidez que te taladraba el alma, como decías, si ya estabas sintiendo el sabor de la bilis en la garganta, y los pies como brasas de patonear el centro, calle arriba, calle abajo, con tus libritos en funda y tus más de doscientos poemas en la cabeza, como pregonabas que tenías archivados en tu memoria de loco, de loco sin Dios ni patria, Dios Rodríguez, que como el de arriba, el de los cielos bíblicos, muchos sabían que existías pero nadie te podía ver, porque no a todo el mundo le gusta la poesía, porque no todo el mundo sabe para qué putas sirve la poesía, porque no todo el mundo y menos con las neuronas chapoteando en alcohol, sabe apreciar el valor de la buena poesía, porque no todo el mundo se manda la mano al dril para aportarle un billete a uno que dice ser "intérprete de los dioses tutelares de la palabra", como te presentabas DiosRodríguez a voz en cuello entre las mesas repletas de ajenjo y ceniceros humeantes; y sólo Dios sabe con la sed que otro vive, y la sed tuya era de vida y de muerte, y tanto fue ese cántaro al agua que se lo ganó la parca.
Ahora que veo tu foto de difunto en El Espacio, que pido un tinto y un cigarrillo mentolado para redimir el frío de esta mañana gris de lunes, evoco ese último verso de "Futuro", el poema de Barba que recitabas en solitario cuando te daba la melancólica por los tragos innobles de ‘Eduardo III’:
Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales, / que nunca humana lira jamás esclareció, / y nadie ha comprendido su trágico lamento. / Era una llama al viento, y el viento la apagó.
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