Carlos Pinzón, pionero de la radio y la televisión en Colombia. Falleció a los 92 años después de una vida al servicio de la comunidad y de la población discapacitada. Foto: Archivo particular |
Me entero por el radio periódico matutino del
fallecimiento del maestro Carlos Pinzón Moncaleano, y de inmediato me asalta el
recuerdo del antiguo edificio de la calle veinticuatro con carrera sexta,
sector de San Diego, en Bogotá, donde funcionaban los estudios de Inravisión.
Ardía la década de los 70 y uno de muchacho, iluso y
envalentonado, rescataba del chifonier las mejores prendas para irse a merodear
por la pasarela de los famosos que, desde bien temprano, hasta que anochecía,
entraban y salían de la edificación con su cartapacio de libretos, cuando unitarios,
series y dramatizados se recitaban de memoria, y en directo, porque aún no existía
esa fantasía de apoyo llamada telepronter.
Todo lo que se veía a través de la pantalla en blanco y
negro, cuando el aparato televisivo era un mueble de cuatro patas, epicentro de
la sala, al que las amas de casa adornaban en la parte superior con carpetas
tejidas en croché y jarrones pletóricos de flores de plástico, se producía en
el interior de la mole caliza de Inravisión, en cuya terraza se erigían monumentales
antenas.
Era la época en que los capitalinos lucían elegantes
ternos, abrigos de paño, sombreros Barbisio, zapatos tres coronas y paraguas, y
las damas de vestido largo y carteras de charol que terciaban con elegancia en
sus brazos.
En los cafés que pululaban en el centro, los hombres agotaban
cafeteras hablando de política, del piropo florido o del gracejo oportuno, del
crimen del día, de carreras de caballos, del reñido clásico de Santa Fe y
Millonarios; y las mujeres en acreditados salones de té como el Yanuba y La
Florida, chismorreaban entre murmullos del galán que les provocaba suspiros en telenovelas
como Un largo camino, Una vida para
amarte, La mala hora, Vendaval, Recordarás mi nombre y El Caballero de Rauzán,
de una larga lista que se producían con la exclusividad y el realce del talento
colombiano.
Pinzón amaba la música clásica, que lo inspiró para hacer de ella un museo y un festival en el municipio cundinamarqués de Zipacón. Foto: La Patria |
En los créditos estelares de estas ficciones que mantenían
en vilo a las familias frente al televisor, brillaban nombres como Fabio Camero,
Ronald Ayazo, Julio César Luna, Gilberto Puentes, Álvaro Ruiz, Ugo Armando, Waldo
Urrego, Luis Fernando Orozco, Frank Ramírez, Camilo Medina, Pedro Montoya, y
actrices de glamour y donosura como Rebeca López, Judy Henríquez, Margalida
Castro, María Eugenia Dávila, María Cecilia Botero, María Eugenia Penagos y la
infaltable Amparo Grisales, de una hornada de celebridades de la actuación
adscrita a RTI Televisión, fundada por los tocayos Fernando Gómez Agudelo y Fernando
Restrepo Suárez.
La refinada comedia Yo
y Tú, protagonizada por la actriz, creadora y libretista española (posteriormente
nacionalizada en Colombia) Alicia del Carpio, rodeada de talentos criollos como
Pepe Sánchez, Consuelo Luzardo, Esther Sarmiento de Correa, Álvaro Ruiz, Franky
Linero, Carlos Muñoz, Hernando Casanova, Ángel Alberto Moreno (‘Don Eloy’) y su
esposa Sofía de Moreno, Héctor Ulloa, Delfina Guido y Hernando ‘Chato’ Latorre,
entre otros, trascendía como el postre de entretenimiento de la familia
colombiana, hasta 1976, cuando llegó a su punto final después de veinte años gratificantes
como unos de los mejores espacios de la entonces denominada televisora nacional.
Fernando González Pacheco y Gloria Valencia de Castaño
eran los presentadores y maestros de ceremonia más relevantes y queridos por el
público, y el promotor y director de rutilantes figuras de la escena criolla, Bernardo
Romero Lozano (padre de Bernardo Romero Pereiro), escribía con letras de molde
la mejor e irrepetible historia del dramatizado.
Al final de la tarde, de lunes a viernes, en los estudios
de Inravisión, se extendía la fila de los curiosos y necesitados de la paramuna
Bogotá, prestos al llamado de ingreso del coordinador de las tres emes, don Manuel
Medina Meza, a cargo de la mayoría de los segmentos de programación, incluido
El Club de la Televisión, programa en vivo y en directo, producido y orientado
por un hombre de tez morena, delgado, de mediana estatura, rostro puntiagudo,
impecablemente vestido, bautizado en la iglesia de Choachí (Cundinamarca) como
Carlos Pinzón Moncaleano.
Pinzón obtuvo varios galardones a su vida y obra, entre ellos la India Catalina y la Cruz de Boyacá, impuesta por el presidente Julio César Turbay Ayala. Foto: Señal Colombia |
Don
Carlitos, como lo llamaban cariñosamente los de las cola, era una
suerte de ángel mediador de las clases menos favorecidas de la urbe, a través
de su espacio televisivo, que él creo con la consigna de auxiliar al que necesita cuando más lo necesita, en procura de
ayudas como muletas, sillas de ruedas, bonos para ropa y mercados, bolsa de
empleos, reencuentros con desaparecidos, y hasta la consecución de casas de interés social para familias de
extrema pobreza, que era la recompensa mayor de su apostolado. Todos estos
recursos, derivados de alianzas con instituciones benéficas y patrocinadores.
El Club de la Televisión comenzaba a las seis de la tarde
y culminaba a la siete de la noche, cuando iniciaba el noticiero. En esos
sesenta minutos, Pinzón colmaba con carisma y habilidad ante cámaras los requerimientos
de los desfavorecidos. Alterno, aportaba su nota de entretenimiento, destacando
los talentos musicales del momento, entre muchos que desfilaron por su
programa: Óscar Golden, Billy Pontoni, Lyda Zamora, Claudia de Colombia, el
dueto de Ana y Jaime, las Hermanitas Singer, el cantautor Óscar Javier
Ferreira.
Creado en 1972, El Club de
la Televisión vio sus luces hasta 1980, justo cuando apenas se ajustaban los
matices del color en el fluido electromagnético. Pero muchos años atrás, en
1956, Pinzón, en su época dorada de micrófonos radiales al frente de emisoras
como Ondas del Puerto, de Girardot, y 1020, en Bogotá, ya había revelado su espíritu
filántropo con la primera Radiotón a dos voces con el recordado narrador y
comentarista deportivo Mike Forero Nogués, columnista insigne de El Espectador,
destinado a recaudar fondos para los atletas colombianos que aspiraban a
participar en los Juegos Olímpicos.
Esa Radiotón fue la semilla
que en 1980 brotó en su obra cumbre en favor de los discapacitados: Teletón,
modelo chileno que él inauguró en Colombia con veintisiete horas continuas de
un especial televisivo animado por estrellas de la música, el humor y la
actuación, que tenía como meta recaudar $50 millones de pesos.
La sorpresa fue mayor cuando
al final de la extenuante pero promisoria jornada, la cifra alcanzó: $102.357.243,
más del doble de lo presupuestado, dinero con el que se empezó a construir, en el
municipio de Chía, la clínica que lleva el nombre de la campaña, y en la que su
mecenas estuvo al frente hasta 1995.
Visionario de las comunicaciones y puntual cultor de un semillero de talentos musicales en los años del Club de la Televisión. Foto: Señal Colombia |
Son innumerables los
proyectos y las realizaciones que Carlos Pinzón, en su calidad de profesional
de la radio y la televisión, y también de empresario (aunque con algunos descalabros
económicos), dejó huella a lo largo de su pródiga y fecunda existencia: la música
juvenil tuvo en él a uno de sus infatigables difusores en los micrófonos de
Radio 15, especializada en las nuevas tendencias del rock y el pop de época.
Muchos años después,
embebido por la música clásica, se instaló en Zipacón (Cundinamarca) para
honrar a los grandes compositores de la música brillante Beethoven, uno de sus
favoritos, que dio nombre a su cabaña, que en la actualidad alberga cantidad de
instrumentos, documentos, anticuarios y reliquias discográficas que Pinzón fue atesorando
para su museo: la mayoría obsequios de amigos, emisoras e instituciones que
sabían de sus apegos musicales. Esto lo inspiró para crear en ese mismo
escenario el Festival de Música Clásica de Zipacón.
Hijo del médico y poeta
Carlos Pinzón Sánchez y de doña Aura María Moncaleano, Carlos Pinzón, el del
Club de la Televisión, abrigó desde niño un hogar pleno de amor y sanas
costumbres con sus nueve hermanos, la mayoría fallecidos: Julio Eduardo, el
mayor, de profesión veterinario, que dejó de existir en 1998; Roberto,
ilustrador y caricaturista (fallecido en 2003); Germán, memorable reportero, guionista
y autor de las novelas Terremoto y Esta vida y la otra (cuyo deceso se
produjo en 2010 ); y Leopoldo, cinematografista, recordado por películas como Pisingaña, con guion laureado de su
hermano Germán, el único doliente de la hermandad, residente en Honda, Tolima, que
con inmenso pesar no pudo asistir al funeral de su hermano Carlos por las
estrictas medidas de la cuarentena.
Como tampoco acompañaron a
su padre en este luctuoso capítulo tres de sus hijos mayores: Alexander, Claudia
y Norma, que se encuentran en Estados Unidos. Solo presentes en su sencillo
sepelio Helena Suárez, esposa y compañera de sus últimos años y Carlitos, su
hijo más reciente.
Quedará en la memoria imperecedera
el hombre que dejó huella por sus buenas acciones humanitarias, por su pasión a
la radiodifusión y el esmero que imprimió a sus gestiones y empresas culturales.
El filántropo por excelencia que aprovechó los medios para servir a la
comunidad sin intereses particulares.
El Carlos Pinzón de la
sonrisa leve y generosa que en el retiro voluntario de sus últimos días y a la
orilla de sus noventa y dos años, no encontraba otra paz más sublime que la da
su cabaña donde no cesaba de disfrutar con las obras de los grandes maestros de
la música clásica, en especial el único concierto para violín de L.V.
Beethoven.
Pinzón Moncaleano solía
decir en entrevistas que más que los triunfos y los galardones alcanzados,
entre ellos el Premio Víctor Nieto a su vida y obra representado en la
estatuilla de la India Catalina, y la Cruz de Boyacá que le impuso durante su
gobierno Julio César Turbay Ayala, el mejor reconocimiento que había recibido a
lo largo de su existencia era el cariñoso saludo de gratitud de la gente que lo
sorprendía cada vez que arribaba a los estudios de Inravisión, con el
entusiasmo de siempre, a emitir su programa.
Detalles sencillos como ese,
como sencilla y austera fue su vida, y más allá de la parcela terrenal, tan simple
y perdurable como una gota de rocío congelada en la pestaña indeleble del
tiempo.
Descanse en paz, maestro
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