La rutina de una joven y bella migrante venezolana, que en Bogotá se rebusca con la venta de protectores, en medio de la crisis de la pandemia. Foto: La Pluma & La Herida |
Andrea Valentina Vera es maracucha, tiene dieciocho años y un arlequín en la boca.
Llegó a Bogotá hace ocho meses de su natal Maracaibo en
busca de un mejor vivir, y pese a las dificultades que tienen que librar los
migrantes venezolanos para sortear el día a día, se siente complacida y
gratificada con la hospitalidad y el buen trato que le han brindado los
capitalinos.
Mucho antes del simulacro y de la cuarentena, la bella y
espigada catira -como le dicen en
Venezuela a la mujer rubia- de acentuadas y sugestivas formas, cuenta haber
desempeñado varios oficios para ganar el sustento: vendedora de infusiones
aromáticas, en un carrito de rodachines, en la Plaza de Bolívar; mesera en un
restaurante de La Candelaria, impulsadora de una marca de ropa popular en el
Gran San, de San Victorino.
“Yo no sabía qué era una aromática -dice con gracia Valentina-,
pero aquí en Bogotá me vine a enterar de las agüitas de toronjil, cidrón,
hierbabuena, caléndula, albahaca, limonaria, y muchas de esas plantas que dicen
ser buenas para la salud. Las ofrecía con jugo de limón o con miel de abejas”.
Cuando estalló el maligno virus y el rebusque en el
centro de la ciudad se fue en picada por el confinamiento obligatorio, Valentina,
que tiene el olfato agudo para el negocio, se alió con un grupo de artesanos
ecuatorianos para comprarles tapabocas fabricados en tela de garza y material
quirúrgico.
Los ofrece de innumerables motivos: Spiderman, Bob Esponja, Mario Bros, La
Pantera Rosa, Hulk, Joker, La Mujer Maravilla,
El Hombre Murciélago (de mayor demanda), entre una cantidad de motivos
del amplio catálogo de cómics de ayer, de hoy y de siempre. El precio de uno:
$4000, y tres por $10.000.
Sobra decir que el mayor porcentaje de su clientela es
masculina. No hay hombre que pase por su ventorrillo ambulante (que pende de un
gancho clavado en el tronco de un viejo sauce), y no se rinda a sus encantos.
“Me molestan mucho, pero con respeto. Los señores más
aventados le pintan a uno pajaritos y proponen hasta matrimonio. Pero yo acudo
al freno de mano más efectivo: les digo que estoy casada, aunque no lo esté, y
cuando me preguntan que por qué me deja sola… les contesto que él es policía y
debe cumplir con sus obligaciones, pero que pasa seguido por aquí, y al final
de la jornada me recoge. Y ahí paran”.
Entre risas manifiesta que algunos mancebos, embobados de
tanto cortejarla y echarle piropos, se van muchas veces sin reclamar las
vueltas. Y no es porque ella se preste para la pilatuna, sino “porque ni
llamándolos voltean a mirar después de que arrancan. Quedan como hipnotizados”.
Narra La Reina del
Tapabocas -como ya la conocen en la concurrida calle comercial del sector de Castilla,
localidad de Kennedy- que en lo que queda de este azaroso año tiene proyectado
ahorrar un buen dinero para arrendar un local y montar un salón de belleza,
porque entre todas sus virtudes, Valentina es estilista, y con el usufructo de
sus ganancias, continuar sus estudios de Ingeniería Química, que dejó
pendientes en Maracaibo, cuando no aguantó más la crisis.
Por lo pronto y mientras aguante la pandemia, Valentina
Vera seguirá vendiendo sus tapabocas multicolores para abonar en su sueño, pagar
la renta y ayudar con el sostenimiento de dos tíos con los que comparte
vivienda en Villa Javier, cerca al barrio 20 de Julio, suroriente de Bogotá.
"Querer es poder", hermosa catira. Y lo vas a lograr.
Historias de vida, en tiempos del coronavirus.
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