Nelson Parra aferrado a su escoba, su instrumento de rebusque, en la triste soledad de su cuarentena. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo
Rondón Chamorro
Érase un hombre a una escoba irremediablemente aferrado,
podría llamarse el relato de Nelson Parra, bogotano, cincuenta años, que bajo la
canícula de un primoroso medio día, y con el restaurado Monumento a Las
Banderas como telón de fondo, se empecina en barrer, cabizbajo y resignado, el
puente peatonal.
Como si el azaroso destino se hubiese confabulado con él,
una trajinada escoba que rescató de los escombros de un edifico en construcción
es su única compañera en la soledad de sus días. Cuando la tuvo entre manos, se
le ocurrió que con ella podía ganarse el sustento en estos complejos tiempos
del rebusque, tras perder su empleo como vigilante interino en los moteles de
la Avenida Boyacá con Primer de Mayo.
Eso fue un par de días después del simulacro de la
pandemia. La ordenanza del aislamiento obligó a esos establecimientos del amor
de paso a cerrar puertas, y en consecuencia a suspender hasta nueva orden los
servicios del personal: camareras de alcoba, señoras del aseo, vigilantes.
No obstante la confianza depositada en los
administradores, Parra no se escapó de esa tómbola. Venía de trabajar turnos de
veinticuatro horas, día de por medio, de los que usufructuaba, por cada uno,
$75.000. Eso le alcanzaba para pagar la dormida: $25.000 por noche, y el resto
para medio comer y comprar uno que otro afeite de limpieza.
De esa época, a la fecha, Nelson Parra no ha tenido otra
suerte que las migajas que le brindan los escasos peatones con su oficio de barrer
el viaducto, de tramo a tramo, recoger la basura en una bolsa plástica, atento
con el rabillo del ojo a ver quién le socorre una moneda, cuando no un
alimento, una bolsa de pan, un par de huevos, cualquier fruta de las almas
caritativas.
Barrer y barrer, una y otra vez, a un compás lento,
pausado, en semicírculos, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como
si se empeñara en bailar con su pareja de cerdas el amargo tango de sus
desdichas, de las nueve de la mañana, cuando llega a la pasarela de concreto,
hasta las cuatro o cinco de la tarde, cuando emigra a pie de su sitio de
trabajo -si se le puede llamar así-, al sector de los moteles de la Avenida
Boyacá con Primera de Mayo a pernoctar en los parqueaderos del Coloso o del París, donde le permiten guarecerse para pasar la noche, sentado en
una silla Rimax.
“A veces no alcanzo a coronar ni $10.000 -dice con voz
pedregosa- Y de esa platica me toca sacar para comprar una libra de arroz, o una
bolsa de leche, algo para llevarle al celador que de buena gente me deja pasar
la noche en el parqueadero”.
-¿Y para comer?
“Eso depende cómo esté de genio nuestro señor: hay días
en que no alcanza sino para una gaseosa y
un par de empanadas. Otros, si estoy de buenas, una presita de pollo con papas
saladas, como lo que me acercó de merienda ayer una señora de buen corazón,
pero eso no es de todos los días”.
“Los fines de semana son mejores, se recoge más, porque
la gente sale a hacer mercado. Cuando vienen de Corabastos o de la Plaza de las
Flores, le dejan a uno cualquier cosa, en monedas o en comida. Pero entre
semana es difícil. Corren horas sin que cruce una persona. Y si cruza, ni lo
ven a uno, pasan derecho”.
Parra sostiene que es un ser íngrimo en la vida, sin mujer,
sin hijos, sin un familiar o un amigo que le tienda la mano. Agrega que tuvo
sus días boyantes como comerciante callejero, pero que el destino se le torció
cuando falleció hace quince años su señora madre, y al poco tiempo se involucró
con una mujer que acabó por apostillar su sino fatal: se apoderó de la casa que
había heredado de su progenitora, y “me dejó en la cochina calle”.
¿Pero por qué aventurarse en un oficio tan impredecible
como el de barrer un puente? ¿Por qué no recurrir a otra forma de rebusque?
Nelson mira su escoba, se observa a sí mismo, y con una
mirada aguada de lágrimas, responde:
“Porque esta escoba es lo único que me acompaña en la
vida. La escoba y este morral donde guardo dos mudas de ropa, algunas medias,
interiores, jabón y el cepillo de dientes. No tengo más. No cuento con un
plante para ponerme a trabajar, porque soy muy hábil con la venta ambulante. Y
si lo tuviera, con esta soledad, ¿a quién le voy a vender?”.
“Cuando trabajaba como vigilante en los moteles sacaba
para el diario, y lo hacía rendir con las propinas de los enamorados que salían
felices, Pero ahora, ¿qué? Con esta cuarentena queda uno que ni para atrás ni
para adelante”.
En efecto, el panorama desde el puente es desolador. El
silencio, en este tramo de la ciudad, solo es interrumpido por una ambulancia que en
su tránsito veloz, deja en el aire fresco el eco ensordecedor de su sirena.
El escobita más solitario del mundo retoma su labor con
los movimientos sincopados del tango del infortunio que él decidió escribir
entre el polvo y los desechos: lento y pausado, en semicírculos, de izquierda a
derecha, de derecha a izquierda, de tramo a tramo, aferrado a su compañera de
cerdas, quién sabe hasta cuándo…
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