viernes, 19 de octubre de 2018

Poesía sin fin, la alucinante película autobiográfica de Alejandro Jodorowsky

'Poesía sin fin', película autobiográfica del creador chileno Alejandro Jodorowsky, aclamada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes (2016). Foto: Trilce  
Ricardo Rondón Chamorro

Aprendí a ser… Aprendí a amar… Aprendí a vivir… Abriendo mi corazón escucho el llanto del mundo. (Alejandro Jodorowsky).

En Poesía sin fin, la película depurada y decantada del enorme creador chileno, está resumido lo bello, lo trágico y terrible de su vida, y de todas sus vidas a cuenta y riesgo del mimo, poeta, sicomago, marionetista, actor, cineasta, músico, dibujante, tarotista, cabalista hebreo, hechicero mapuche y nómada irredento, a punto de completar la edad nonagenaria.

La juventud fracturada y mancillada del poeta Jodorowsky en el Chile de los años 40, en un acto liberador del yugo machista de un padre que a fuerza de reproches y de inauditas acciones brutales se interpone en sus anhelos, tiene como punto de partida la revelación que en una una madrugada le hace un beodo en una calle hampesca del barrio Matucana, de Tocopilla, Antofagasta, que lo vio nacer: Una virgen desnuda alumbrará tu camino con una mariposa que arde.

De izquierda a derecha: Jeremías Herskovits, la soprano Pamela Flores y Brontis Jodorowsky, primeros narradores de la historia. Foto: Trilce
Ese insecto de alas crepitantes en las tinieblas de su reprimida existencia, significó para el poeta la metáfora del arte como acto redentor: el vehículo de puertas abiertas que le esperaba para cumplir sus fantasías, y dar rienda suelta a esa locura transgresora de la creación y la anarquía, que tiene cierta semejanza con la de Raúl Gómez Jattin, el eterno amanecido del Valle del Sinú en los poemas de su libro mayor El esplendor de la mariposa.

Jodorowsky emprende en un caballo desbocado el viaje alucinante de la poesía, de la bohemia sin límites, de la parodia circense, de sus primeros flirteos con la carne opulenta e insaciable de la mujer amada, y del vino que no faltaba en los rancios cafetines de la burguesía chilena donde anidaron otros letrados en ciernes como el antipoeta Nicanor Parra, el escritor y crítico Enrique Lihn y la controvertida poeta Stella Díaz Varín, conocida como La Colorina, pero también en las francachelas de sórdidos burdeles donde asomaba la ponzoña afilada de la locura y el hampa.

Pamela Flores en el rol de la poeta Stella Díaz Varín, conocida como 'La Colorina'. Foto: Trilce
Es el teatro rodante del simbolismo Jodorowskyano, con nítidas pinceladas de la tragedia barroca alemana del siglo XVII, del irreverente y en su época censurado teatro lorquiano; por supuesto, del surrealismo italiano, y de las carnestolendas orgiásticas de la cultura europea, Venecia, particularmente, con sus exquisitas máscaras y disfraces alegóricos, pero también del encabronado festín latinoamericano con  su derroche bullanguero de esperpentos, eunucos, malandrines, travestidos y damiselas (como en los óleos del barranquillero Ángel Loochkartt).

Autor de un western de culto como El topo, escritor de cómics extraordinarios y revolucionarios del teatro a contracorriente de todo convencionalismo junto a Fernando Arrabal (con quien fundó el grupo vanguardista Pánico), Jodorowsky presenta en su Poesía sin fin (aclamada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes en 2016) el resumen de su saga autobiográfica que comienza con La danza de la realidad (2013), interpretación fantasiosa de su infancia, en contraste con el turbulento ambiente político y social del Chile de los año 30, y empata con la síntesis de una prolífica vida invertida en el culto al arte, la poesía, el amor, la aventura y la belleza, y a su profundo conocimiento de la condición humana: La poesía es sólo amor, transgrede las prohibiciones y se atreve a mirar de frente a lo invisible.

Los sueños, las fantasías y las carnestolendas multicolores presentes en la iconografía del gran Alejandro Jodorowsky. Foto: Trilce 
Al mismo tiempo, un cuadre de caja con su padre, Jaime Jodorowsky Groismann, un emigrante judío ucraniano de corte estalinista, imperioso y agresivo, quien a principios de los años 20, con su mujer Sara Felicidad Prullansky se asentó en la ciudad de Tocopilla, región de Antofagasta, donde abrió Casa Ukraniana, una miscelánea de baratillos, la misma donde el joven Alejandro aprendió los trucos y saberes del entorno mercantilista, y en las noches, a hurtadillas, con un candil de mechero, se deleitaba hasta el despuntar del alba con sus lecturas de Federico García Lorca y Oscar Wilde.

El reparto de Poesía sin fin, como gran parte de la financiación de la película, fue un asunto de familia, y del nutrido club de seguidores por años de Jodorowsky, de su hijo Adán, quien interpreta al Alejandro de la juventud, de Brontis Jodorowsky, el vástago mayor, quien representa al padre; la bella y talentosa soprano chilena Pamela Flores Vargas (con quien ya había trabajado en otras de sus producciones como La danza de la realidad), que se la juega admirable, operática y voluptuosa en los roles de Sarita Felicidad, y La Colorina; además de Jeremías Herskovits, como Alejandro adolescente; Leandro Taub, en el rol del escritor y crítico Enrique Lihn, y el actor y dramaturgo chileno Felipe Ríos, como Nicanor Parra, entre otros.

Que no faltara el vino ni las mujeres ni los excesos ni los placeres: la bohemía sin límites del joven poeta Jodorowsky. Foto: Trilce 
Vale apuntar que en Poesía sin fin, Jodorowsky pone en el cadalso a su compatriota, el poeta Pablo Neruda, a quien siempre señaló como el viscoso poeta nacional, el parnasista adornado, acomodado al poder y a las arcas de los millonarios, quien presumía de su espíritu mesiánico sin ahondar en la cruda realidad humana, en el dolor y el desarraigo de las guerras. De ahí su estrecha amistad con Nicanor Parra, a quien consideró hasta su muerte como el bardo legítimo, despojado de egos y vanidades, fijado a lo que más se ama: la poesía.  

Los escenarios que navegan en Poesía sin fin tienen un marcado aliento del París desenfrenado de finales del siglo XVIII y principios del Siglo XIX. Se corren telones del permisivo cabaret francés que vio parir entre penumbras y humaredas de cigarros y fumarolas de hachís a poetas malditos como Verlaine, Mallarmé, Rimbaud, Corbiere, Villers, Desbordes-Valmore, Nerval, Artaud, Lucien Ducasse, el mismo Conde Lautréamont, y el máximo representante de este movimiento, Charles Baudelaire con su obra cumbe Las flores del mal.

Adán Jodorowsky y Pamela Flores Vargas, en uno de los cuadros de la película. Foto: Trilce
No en vano, Jodorowski ha estado marcado por el esplendor de las luces parisinas en diferentes épocas, cuando atosigado por las ínfulas fascistas de su padre, el mercader, que le destrozaba los libros de García Lorca porque no quería que su vástago se volviera maricón, sino comerciante, como él, abandonó el terruño a los 23 años para internarse en la manigua parisina donde para ganarse el sustento aprendió las artes esotéricas del tarot y de la sicomagia; las del mimo, con el gran Marcel Marceau; y las del guion y el teatro extremo (o extraterritorial) con Jean Moebius, con quien escribió su obra de culto El Incal, piedra angular de películas como La montaña sagrada, El topo, Santa sangre y La danza de la realidad.

De hecho, Jodorowsky, sigue siendo una figura rutilante en Europa, y asiste  todos los miércoles, a la vera de sus noventa años, al renombrado Cabaret Mystique, de París, cuna de sus inconcebibles fantasías e incomprendidas realizaciones artísticas, donde llevó por primera vez, hace muchas décadas, el Teatro del Pánico, macabra puesta en escena donde sangraba y descuartizaba animales para provocar la hilaridad y el shock del público. Allí sigue fascinando a los contertulios con sus conversaciones y demostraciones de cábala hebrea, tarot, chamanismo mapuche y sicomagia.


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