La vida ejemplar de un simpático joven argentino que llegó a ocupar la máxima jerarquía de la Iglesia Católica. Foto: Archivo particular |
Ricardo Rondón Ch.
¿Sabía usted que los padres del Papa Francisco se conocieron en misa?
Sí, Mario José
Francisco Bergoglio, el padre, contador de profesión, y Regina María Sivori, la madre, ama de
casa, coincidieron por primera vez una mañana primaveral de 1934, durante un
oratorio salesiano de San Antonio, en
Buenos Aires.
Después de un año largo de romance, Mario José Francisco y Regina
decidieron casarse, y el 17 de diciembre
del año de gracia 1936, la madre dio
a luz a quien hoy se consagra como el máximo representante de la Iglesia
Católica.
A Jorge Mario
Bergoglio Sivori, que es el nombre de pila del Papa Francisco, le sucedieron tres hermanos: Marta, Óscar, Alberto y María
Elena. Todos ellos, criados en una casa del barrio Flores, sector de clase media, en la capital argentina.
En esos predios, el pequeño Jorge Mario, rodeado de capillas y parroquias, fue construyendo su
fe católica, que alternaba con su pasión por el fútbol, inspirada en el Club Atlético San Lorenzo de Almagro, o
el San Lorenzo, como se le conoce al
equipo centenarista con sede en el popular barrio
Boedo de Buenos Aires.
Desde muy temprana edad Jorge Mario dejó ver su devoción
y fe por el catolicismo, abrigada en el seno del hogar, y transmitida por sus
padres con la rigurosidad de la infaltable misa de los domingos, el agradecimiento a Dios antes de cada
comida, y el culto por los valores y principios, el respeto, la humildad y el
amor por el prójimo.
Recién culminados los estudios primarios y por
insinuación de su padre, Jorge Mario
se empleó como ayudante de oficios varios en una fábrica de calcetines de su
barrio.
El niño Jorge Bergoglio, quien desde los primeros años, empezó a dejar huella por su carisma, su sencillez y su vocación como misionero de Cristo. Foto: Archivo particular |
Dos años más tarde, mientras cursaba estudios secundarios
con formación técnica e industrial, se ganó con méritos un cupo en un
laboratorio como analista de procesos químicos, a la vez que el cariño de su
jefe inmediata, Esther Balestrino,
de quien aprendió no sólo los saberes y menesteres de la ciencia química, sino
por quien se aproximó a las restringidas lecturas del Marxismo-Leninismo, una
pasión política que por ese entonces trascendía en la clandestinidad.
Muchos años después, y ya con los ornamentos oficiales de
Papa, Francisco respondería a los cuestionamientos comunistas que la
prensa le planteaba, asegurando que él nunca estuvo afiliado o comprometido con
la causa revolucionaria de su país.
No obstante, un compañero de colegio, Gustavo Fierro Sanz, hijo del rector
donde Bergoglio estudiaba, manifestó
en el libro Francisco, el Papa del pueblo
(Planeta 2013), que en la década del 50, Jorge
Mario fue señalado y sancionado por compartir en las aulas contenidos,
insignias y propaganda del Partido
Peronista.
Quienes compartieron con él en el barrio de Flores como la señora Graciela Álvarez, que hoy frisa los setenta y seis años, recuerda a
Francisco de niño como un jovencito
servicial, alegre, educado, algo tímido, a quien nunca se le oyó una mala
palabra, cuya rutina era de la casa al colegio, del colegio a la iglesia, salvo
algunas tardes de verano cuando los muchachos armaban juego de pelota en la
calle -que en el vecindario estaba prohibido-, y que sólo se veía interrumpido
por el estallido de una ventana.
Que se sepa entre rumores de barriada, sólo se le conoció
una novia de nombre Amalia, aunque
el jovencito Bergoglio, ya con
diecisiete años, se empeñara en mantener su romance en la más absoluta reserva.
Eso fue para el año de 1957, cuando
él ya tenía fijado su proyecto sacerdotal, en una época en que el mayor orgullo
de una familia de respeto y tradición se barajaba entre las posibilidades de
tener un médico, un abogado, un ingeniero o un cura en la casa.
La familia Bergoglio en su residencia del barrio Flores, en Buenos Aires. Foto: Archivo particular |
Turbado por esa disyuntiva de enfilar en el sacerdocio
pero a la vez con los pálpitos hormonales del enamoramiento, Jorge Mario no encontró otra
alternativa que acudir al confesionario para que el sacerdote de turno le diera
luces.
El consejo del clérigo no pudo ser más sabio y
contundente:
-Haz lo que te dice el corazón, pero sin traicionar la
razón. Pero hazlo bien, con honestidad y convicción, no obstante todos los
sacrificios y obstáculos que tengas que superar.
Al año siguiente, Bergoglio
se enteró de que su confesor había fallecido de cáncer, y que en el último y dramático período de su
vida estaba hospedado en la casa sacerdotal. En ese instante se recrudeció su
vocación, pero se abstuvo de comunicárselo a su familia, sólo cuatro años después,
cuando cumplió los veintiún años, y durante dicha celebración manifestó que
había decidido ingresar al seminario.
La apertura de su carrera sacerdotal se vio atribulada
por la detección de tres quistes en el pulmón, que le obligaron a una
operación. A partir de esa intervención quirúrgica, su sistema respiratorio se
ha visto afectado hasta la fecha.
En 1963 fue
designado como instructor de un colegio Jesuita de la provincia de Santa Fe, a 500 kilómetros de Buenos Aires. Un preparatorio donde él
dictó cátedra de literatura, arte y psicología.
Recién había cumplido la edad de Cristo, 33 años, cuando se ordenó como sacerdote y se vinculó a la Compañía de Jesús, inspirado en una
iglesia obediente, disciplinada, y pujante al desarrollo, la cooperación, el
amor a Dios y la ayuda al necesitado.
Jorge Bergoglio, acompañado de sus padres. Foto: Archivo particular |
Con los Jesuítas,
Bergoglio fue protagonista de una carrera admirable y de amplio
reconocimiento por cumplir a cabalidad con los cánones y preceptos de la
institución, resumidos en tres votos ineludibles: pobreza, castidad y
obediencia; votos que en el trasegar de su papado, Francisco ha mantenido como estandartes, como un tributo a su alter
ego, de quien tomó su gracia: San
Francisco de Asís, el apóstol de los débiles, afligidos y necesitados.
En ese arduo y pedregoso camino de la vocación sacerdotal,
y aunque a Jorge Mario nunca le pasó
por la cabeza la idea de hacerse Papa,
ni aun sentado en el solio de arzobispo de Buenos
Aires, máxima decanatura de la fe católica en su país, a los 76 años, siempre mantuvo un bajo
perfil, discreto y reservado, distante de rivalidades o aspiraciones
clericales, y menos de entuertos o diferencias políticas.
Por el contrario, acciones de humildad como la de
celebrar misas en alberges de ancianos de regiones remotas, en estaciones del
ferrocarril, en tugurios e invasiones de desplazados, cartoneros, prostitutas y
menesterosos, lavándoles los pies a enfermos de sida y a tuberculosos; siempre solidario con históricas tragedias de
su país como los familiares de las ciento noventa y cuatro víctimas, la mayoría
jóvenes, que fue el saldo luctuoso del incendio de la discoteca Cromañón (2004); o de las cincuenta y un personas que
perecieron en el choque de trenes de la estación
Once (2012); sin descontar -por encima del acalorado proyecto del Senado sobre la despenalización del aborto- su
peregrinación anual a la Virgen de Luján,
la demostración de fe más trascendental para la feligresía argentina, donde
arengó desde el púlpito la defensa de la vida de los que van a venir; amén de
sus elocuentes homilías citando fragmentos de Martín Fierro:
“Que despreciable aquel que atesora sólo para su hoy, el
que tiene un corazón chiquito de egoísmo y sólo piensa en manotear esa tajada
que no se llevará cuando se muera. Porque nadie se lleva nada. Nunca vi un
camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre”.
Bergoglio preparando una polenta, la típica sopa de los bonaerenses. Foto: Arhivo particular |
No en vano su humildad y carisma, su apego y compromiso
con los olvidados, su preocupación y rechazo por el daño que le hace a la
humanidad el poder oprobioso representado en las ambiciones mezquinas, la
codicia, el odio, la guerra, los despropósitos sociales y las abrumadoras
desigualdades, y el desamor y la desatención por el entorno, por un planeta
cada vez más atrofiado, imposible y contaminado, catapultaron al arzobispo Jorge Mario Bergoglio Sivori a ocupar el
puesto al que había renunciado Joseph
Aloisius Ratzinger (Benedicto XVI), el 11
de febrero de 2013, próximo a cumplir 86 años.
Un mes después, el 13
de marzo de 2013, la chimenea de bronce de la Capilla Sixtina, en Roma,
anunciaba con humo blanco ante el mundo católico, la presencia de un nuevo Papa, con aproximadamente 200.000 fieles apostados en la
emblemática Plaza de San Pedro: Francisco, el primer Papa americano.
“Señor,
si quieres puedes sanarme”
Francisco y su oración de todos los días, inspirada en el evangelio de San Lucas. Foto: canonicos.com |
Esta es la oración que el Papa Francisco reza todas las noches antes de irse a dormir, para convocar
a Dios su misericordia y la
purificación, tal como hizo con el leproso del Evangelio.
El Pontífice
explica que la humildad y la piedad que inspiró el enfermo en Jesús, lo llevó a sanarlo con solo
ponerle una mano en la cabeza. Pero le advirtió: “No se lo digas a nadie, pero
ve y preséntate al sacerdote y entrega tu purificación como la ofrenda que ordenó Moisés para que sirva de testimonio a los hombres de buena fe”.
La curación del leproso está registrada en el Evangelio de San Lucas, capítulo 5,
versículo 12 al 16. Y dice en su textualidad:
Mientras Jesús
estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús,
se postró ante él y le rogó: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Jesús
extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. Y al
instante la lepra desapareció.
Él le ordenó que no se lo dijera a nadie, pero
añadió: “Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda
que ordenó Moisés, para que les
sirva de testimonio”.
Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes
multitudes para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Pero él se
retiraba a lugares desiertos para orar.
Lucas, en esta cita, va mucho más allá de la imploración
y la curación del enfermo Porque no se
trata de un leproso del montón, que en la antigüedad era mirado con desprecio,
como un maldecido, al que no le era permitido vivir en sociedad, sino que era
aislado, señalado y rechazado.
La gran enseñanza es que Jesús, en su infinita misericordia, sana y limpia al leproso, y su
milagrosa intervención sirve de reflexión para despertar la piedad en los
hombres, e incentivar en ellos el amor y la solidaridad por el prójimo, sobre
todo cuando este más lo necesita, y no excluirlo por enfermedad, padecimiento o necesidad.
“Canta
y camina”
Bienvenida de Estado en el aeropuerto de Catam, a su llegada a Bogotá. Foto: semana.com |
Otra de las oraciones más frecuentes en la cotidianidad
del Papa Francisco es la que se remite al sabio legado de San Agustín en su magnífica y aleccionadora reflexión, Canta y camina que, en estos tiempos
tensos, mezquinos y dramáticos que vive la humanidad, debería tenerse en cuenta
para apaciguar los ánimos y convocar las buenas energías en medio de la
adversidad y las dificultades:
“Hermanos míos, cantemos ahora, no para deleite de
nuestro reposo, sino para alivio de nuestro trabajo. Tal como suelen cantar los
caminantes: canta, pero camina; consuélate en el trabajo cantando, pero no te
entregues a la pereza; canta y camina a la vez.
¿Qué significa camina? Adelanta, pero en el bien. Porque
hay algunos, como dice el apóstol, que adelantan de mal en peor. Tú, si
adelantas, caminas; pero adelanta en el bien, en la verdadera fe, en las buenas
costumbres; canta y camina.
“Porque el peregrinaje es un ‘símbolo de la vida’ que nos
pone a pensar que la vida es un camino. Si una persona no camina y se detiene,
no hace nada: Los invitó a pensar en el agua: cuando el agua no está en el río,
no va hacia adelante, sino que se detiene, se corrompe.
Por eso un alma que no camina en la vida haciendo el
bien, buscando a Dios y al Espíritu Santo, es un alma que termina en la
mediocridad y en la miseria espiritual.
Así es como en el camino de la vida pueden suceder las
caídas, los errores, pero, si eso sucede hay que levantarse inmediatamente y
continuar caminando. Canta y camina, sugería
San Agustín a sus fieles, caminar
con alegría y caminar también cuando el corazón está triste, pero siempre
caminar.
Quien camina puede equivocarse de calle, y si esto
sucede: regresa. Regresa porque está la misericordia
de Jesús. En el día y en la noche piensen en sus vidas y formúlense
preguntas necesarias: ¿Qué debo hacer con mi vida? ¿Qué cosa ha pensado el
Señor para mí? ¿Hay alegría en mi corazón para cantar mientras camino? Si no la
hay, búscala. El Señor te la dará y te reconfortará con su misericordia”.
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