Considerado en Colombia como el Padre del documento turístico y cultural, Héctor Mora falleció en Bogotá a la edad de 77 años. Foto: Colprensa |
Ricardo
Rondón Ch.
Difícil de entrevistar, no porque posara de antipático,
engreído o escurridizo, todo lo contrario, era un manjar blanco, como los que
exporta al mundo en envase de totumo el Valle
del Cauca. Cuestión de suerte ubicarlo cuando no existía el celular, y las
ayudas tecnológicas que hoy brinda el Google
Maps ni siquiera se vislumbraban en la imaginación de George Lucas o Stanley
Kubrick.
Era por el radar de la suerte que uno daba con el
viajero, o por alguno de sus camarógrafos que de sopetón se enteraba de que Héctor Mora Pedraza recién había llegado
al aeropuerto El Dorado, directo a Colombiana de Televisión, la
programadora desde donde el abogado y periodista oriundo de Acevedo (Huila) le narró al país qué
había al otro lado del Atlántico,
primero con Cámara viajera (Caracol), y luego con Pasaporte al mundo y El Mundo al vuelo (Colombiana de Televisión).
Acucioso reportero (en estas lides empírico), Mora Pedraza tomaba riesgos
cinematográficos más allá de las aventuras y de las desventuras para aterrizar en
los celosos predios del polémico y aguerrido líder palestino Yasser Arafat, sumergirse en la
enloquecedora vocinglería de buhoneros de los bazares de Estambul, durar horas enteras embebido con un elefante niño al sur del África (como en el poema de Jorge Robledo Ortiz); disfrazarse de Simbad el Marino para grabar un remoto desde
Bagdad, hacer el curso -con sus
respectivos porrazos- para subirse a un camello bajo un crepúsculo encendido de
Marruecos, saludar a Dios desde las faldas del sagrado monte Kailash, en el Tibet, todo para rematar al regreso en su refugio de Fusagasugá (Cundinamarca) con su señora
esposa Cecilia Ramírez, sus dos
hijos Héctor y Andrés Felipe, y su par de flamantes perros Laika, de las estepas siberianas.
Su afición por recorrer el mundo y descubrir culturas se remonta a sus lecturas de Julio Verne y Emilio Salgari, en los tiempos de la infancia. Foto: Archivo particular |
Más de dos décadas
y más de 8.000 horas de vuelo, para
un total de 110 países, 1.280 reportajes y documentales (en los
que compartió con lujo de detalles su cultura, credos, idiomas, gastronomía e
idiosincrasia), tres libros de obligada consulta para viajeros Haciendo maletas, A dónde ir y Guía de China, resultado de una sed inagotable
de viajes y aventuras que brotaron, como él citaba, de las lecturas infantiles
de Julio Verne y Emilio Salgari, y de ese interés por
conocer las diversas y exóticas culturas del planeta.
Su residencia en Bogotá
era lo más próximo a un museo. Entre sus curiosidades de colección ilustraba a
vuelo de pájaro el origen de centenares de llaves de hoteles, latas y jarros de
cerveza, cojines y cobijas de aviones, tiquetes, estampillas, soldaditos en
miniatura, réplicas de museos, cachuchas y sombreros de distintas nacionalidades,
en especial de China, país que
escudriñó con tal agudeza hasta percatarse por su propio paladar del sabor y la
textura de una culebra con guisantes.
En ese ambicioso periplo entrevistó desde presidentes,
jeques archimillonarios, celebridades del deporte, la cultura y la farándula, y
personajes excéntricos como un paisa que alquilaba camellos en el Sahara.
De esa experiencia por los vuelos del mundo de los años
70, 80 y mitad de los 90, quedó un cúmulo de recuerdos y anécdotas que él solía
compartir en vespertinas de café con sus amigos y colegas, una agencia de viajes en el sector de galerías, en Bogotá, varios
premios de periodismo, el más preciado para él, el de Toda una vida, de la Anato,
y el cariño y la admiración de su familia, y de quienes tuvimos la oportunidad
de disfrutar de sus amenas tertulias y de su calor humano.
Al incansable viajero lo aquejaba en los últimos meses una pancreatitis que tuvo su dramático colofón el pasado miércoles 26 de julio. Foto: Kienyke |
Héctor
Mora Pedraza emprendió su viaje definitivo a la eternidad
en la madrugada del miércoles 26 de
julio de 2017, en el Hospital Universitario
San Ignacio, de la capital de la República, a la edad de 77 años, a raíz de una pancreatitis que
comenzó a aquejarlo hace varios meses.
Como un homenaje a su memoria, reproduzco una entrevista
de largo aliento que le hice en julio de
1996, con el repentismo, la inteligencia y la picardía que caracterizaba a Mora Pedraza, publicada en el desaparecido diario El Espacio, donde él hizo sus pinos
periodísticos como cronista de la actividad política a comienzos de los años 70,
bajo el seudónimo de Espartaco.
Es
cierto que por madrugar a escribir su columna en El Espacio, y por el clima
paramuno de Bogotá, se dejaba el pijama debajo del vestido de paño.
“Tal y como describes. La madrugada en Bogotá es cosa
seria Por eso muchos reporteros, sobre
todo los judiciales, llegaban al periódico con ruana o gabardina, y con el
tufillo inconfundible de tinto, aguardiente y Pielroja”.
¿Además
de las fuentes oficiales del Congreso, que otros dateros tenía para sus
columnas políticas?
“A nadie más ni nadie menos que Carlos Lemos Simonds,
quien cada semana escribía para El
Espacio su picante y sabrosa columna Del
Pasaje a La Romana, el primero, el concurrido café de la Plazoleta del Rosario, y La Romana, el mejor restaurante de
comida italiana en ese entonces, que aún se conservan”.
El abogado y periodista huilense hizo sus pinos como reportero en el desaparecido diario El Espacio. Foto: Colprensa |
¿Por
qué no siguió la carrera de sacerdote, usted que en el bachillerato del colegio
de los Salesianos, prometía lucir los ornamentos?
“Porque me di
cuenta a tiempo que no tenía la vocación. Además del temor que he sentido por
los confesionarios, las malas amistades,
entre ellas Carlos Duplat, la afición por Millonarios, y el buen gusto por la
carne envuelta en hojas de laurel”.
¿Es
cierto que su sed de viajes y aventuras tiene que ver con sus obsesivas
lecturas de la obra de Emilio Salgari?
“En buena parte, sí, porque de jóvenes queríamos ser los
piratas del Yan Tse Kiang, pero
después influyó Marx que presidía con su memoria los congresos estudiantiles en
el exterior”.
Ardorosos
años 60’s. ¿Cómo eran los hippies opitas?
“Lo más parecido a los costeños-cachacos. Imagínese al Negro Perea con bufanda y gabardina”.
¿Y
usted también fue tripulante de esos sueños alucinógenos?
“No. Pero sí compartí con Gonzalo Arango en una isla de
Girardot la curiosa afición por aspirar hojas de brevo”.
¿Y
alcanzó a enfilar en el Nadaísmo?
“Afortunadamente, sí. Por eso nunca tuve libreta militar
ni calva como el poeta Jotamario”.
¿Cuál
era el sueño erótico en las pantallas de cine de provincia?
“El más compartido de todos: Brigitte Bardot, pero juro
por las hojas refrescantes de Los
Guaduales que nunca le perdoné un descuido a doña Luz Marina Zuluaga,
nuestra Bardot de Manizales”.
¿Qué
nostalgias resume de los vapores cinematográficos del puerto de La Dorada?
“Que ya siendo piernipeludo
me seguía poniendo pantalones cortos para pagar solo medio pasaje en barco
cuando viajábamos a Barranquilla. Así aprendí que las morenas más hermosas del
Río Grande de la Magdalena eran las nativas de La Dorada”.
¿Por
qué fue a parar a Girardot?
“Porque era un baluarte del MRL (Movimiento
Revolucionario Liberal), en mi agitada época de diputado”.
El hombre que traspasó fronteras para darle varias veces la vuelta al mundo. Foto: Soho |
También
ofició como juez en Girardot. ¿A cuántos mandó a la ‘cana’?
“Al contrario. Fue el entonces gobernador de Cundinamarca
Pacho Gaviria quien me hizo ‘detener’
por rebajarles los impuestos a los vendedores ambulantes, y por empapelar las
calles con afiches de Camilo Torres”.
¿Cómo
eran en ese tiempo las rumbas en Girardot?
“Se alternaba en el Embarcadero turístico con el Mickey Mouse, y en la Isla de Rondinela con el Tocarema. Lo importante era tener ‘vale’
en todas partes”.
Usted
fue uno de los gestores y fundadores del Reinado Nacional del Turismo. Sin
titubeos: ¿A cuántas reinas alcanzó a coronar?
“Aceptamos que todas las mujeres son reinas, y que no hay
mujeres feas, solo bellezas raras. Por eso coronar es una manera de convencer a
las plebeyas que también son nobles”.
¿Y
usted fue mujeriego?
“Ese es uno de los verbos que no se debe conjugar en
pasado, porque en el fondo de todo hombre, por más tímido que sea, tiene que brillar
un coqueto”.
No
obstante usted presume de su fidelidad a su señora esposa, doña Cecilia
Ramírez…
“Como ordenan las leyes sacramentales”.
¿Cómo
ha hecho doña Cecilia para aguantarle tanta viajadera?
“Con la paciencia de una mujer incomparable, y sin
ponerle tanta tinta a los vuelos de la imaginación”.
¿Cómo
fue su primer viaje al extranjero?
“Los dos primeros fueron patrocinados por el comunismo:
uno a un congreso de juventudes en Cuba, y el otro a un festival estudiantil en
Bulgaria”.
En sus arduas travesías por el gigante asiático, obligada escala en Beijing, China. Foto: Archivo particular |
¿Se
sonroja cuando recuerda sus épocas de mamerto?
“Mi romance político apenas dio para hacer camaradas en
la Juco (Juventud comunista). Mis amores tormentosos fueron con el MRL, que
tenía las compañeras más liberadas de la ilusión armada, empezando por su
opulenta dotación”.
¿Conserva
crónicas amarillentas de esas revoluciones?
“Fuera del alma, tengo papeles amarillentos de La Calle, el periódico de Alfonso López
Michelsen, editoriales de Luis Villar Borda, y El testamento, de Gonzalo Arango”.
Pero
tiempo después se volvió un liberal oficialista…
“No. Yo volví rebelde a David Aljure. Llegué al
liberalismo unificado como una cuota desordenada del rock and roll, de la poesía piedracelista,
y de la Asociación de crucigrameros de Frailejón”.
¿A
dónde fueron a parar sus códigos de Derecho de la Universidad Libre?
“Te cuento que los únicos que logré salvar fueron el
código del amor, el del honor y el de policía”.
¿Y
qué reminiscencias hace de esa camada de juristas de época?
“Conservo gratos recuerdos del exégeta en Derecho civil
Héctor El Chinche Ulloa, del eminente
doctor en Shakespeare Gilberto Puentes, y del sabio leguleyo, mi paisano opita
Orlando El Mocho Guzmán”.
¿Para
qué le sirvió entonces el Derecho?
“Para vivir sabroso cinco años por cuenta de mi papá”.
¿Y
el diploma?
“Como no logré graduarme, no guardo arrepentimientos”.
En su periplo por el Sahara, Mora Pedraza se encontró con un paisa que alquilaba camellos. Foto: Archivo particular |
¿Qué
se siente tener más de 8.000 horas de vuelo?
“Tal y como se debió sentir el famoso expresidente con un
elefante a las espaldas”.
¿Viajar
engorda?
“Lamentablemente todo lo bueno engorda o hace daño. Para
muchos eso depende de con quien duerme uno”.
¿En
tal caso usted se siente un gordo con altura?
“Partamos de que los aviones vuelan por encima de los
diez mil metros, y como la gordura es sinónimo de buen humor, lo acepto”.
¿Qué
se experimenta pasar un año nuevo en el Tíbet?
“Los sonrisas son diferentes porque ellos tienen los ojos
horizontales. Por lo tanto, el corazón a la derecha y los senos en la espalda.
De ahí que los abrazos para despedir el año sean tan estimulantes”.
¿Si
es cierto que la sangre de culebra despierta los instintos carnales?
“La verdad no sé, porque con culebra o sin ella, los
instintos nunca se me han dormido”.
¿Cuál
es el hotel más sórdido que conoce?
“La pensión Rosita,
en la calle décima con carrera décima, en Bogotá. Allí, si no te despierta el
conserje para alertar que se ha cumplido el tiempo reglamentario, lo hace el
fantasma de turno”.
¿Por
fuerza mayor aprendió a lavar los calzoncillos en los lavamanos de los hoteles?
“Por afán y comodidad los entrego al servicio de
lavandería”.
Entre sus múltiples reconocimientos, Héctor fue distinguido con el premio 'Toda una vida', de Anato, máxima presea del turismo en Colombia. Foto: Archivo particular |
¿Cómo
son los amaneces en Afganistán?
“Como los ocasos en el Amazonas, como el medio día en el
Polo sur, como los tangos sin luz en los tangos de Discépolo. Es decir, que el
hambre no atenta contra la belleza”.
¿Le
ha tocado compartir cuarto con algún turco sospechoso?
“Sólo con Yamid Amat, en un Reinado del Bambuco, en
Neiva”.
¿Cuál
es el trago más bravo que ha probado en sus andanzas?
“Los turcos tienen el arak.
Los españoles el orujo. Los de Vianí
el chirrinche, que supera los 50
grados de alcohol. Pero en el Vaticano hay un vino de consagrar que hace
llorar, por lo fuerte, y por los insufribles golpes de pecho”.
¿Se
jacta de tener un hígado cosmopolita?
“No, porque hígado regulado, amor asegurado”.
¿Ha
vivido la experiencia de ver bailar una odalisca en una taberna griega sobre
una mesa con sobras de vino y caviar?
“Es algo parecido a ver un huitoto pogueando metal
sobre una mesa de ping pong”.
¿Tiene
recuerdos de fumaderos de opio en Saigón?
“Gracias, no
smoking”.
Pero
habrá sentido el abrigo del torso de una geisha…
“¡Olvídate!, eso es carísimo. Yo prefiero las polinesias
a las japonesas”.
¿Qué
tal los masajes tailandeses?
“Sólo en los pies… Más arriba, dicen, es peligroso, sobre
todo para gordos como yo con problemas de presión arterial”.
Cuando se hizo acreedor del galardón 'Caminantes por la ruta comunera', de manos de la gestora cultura santandereana Sandra Patricia Tapias. Foto: vigiassocorranos.com |
¿A
qué saben los sesos de mico?
“Igualito a la refritanga
de ocho días del Palacio del Colesterol”.
De
todos sus viajes, ¿cuál ha sido la noche más negra?
“Una africana…”.
¿Ha
pedido rebaja en el Bazar de oro, de Estambul?
“Por supuesto, es como negociar en el Pasaje Rivas, de Bogotá; en el Sanandresito, de Cartagena; en el Paseo del Comercio, de Bucaramanga; o
en el Camellón del comercio, de
Girardot”.
¿Cómo
se celebra la Navidad en Belén?
“Atérrate, esa ha sido una de mis grandes frustraciones,
porque allá, justo donde las Sagradas escrituras cuentan que nació Jesús, no se
celebra, por la sencilla razón de que nadie es profeta en su tierra”.
¿Qué
acostumbra traerle a su esposa?
“Además de media docena de maletas repletas de ropa sucia,
perfumes. Le encantan los asiáticos”.
¿Qué
es lo primero que empaca en la maleta?
“Después del tiquete, un bloque de bocadillos veleños”.
¿Y
lo último?
“El seguro de vida, porque tengo que definir a quién se
lo dejo”.
¿Qué
impresión le dejó la Madre Teresa de Calcuta?
“Dentro de los cánones religiosos es una santa, y a pesar
de lo chiquita, es una mujer gigante”.
¿No
le regaló una medallita o un escapulario?
“No se lo pedí, pero sí me aconsejó comprar una lámpara
de piel de camello pintada con yema de huevo”.
¿Y
en dónde está esa lámpara?
“Arriba en un closet, porque cuando la desempaqué los
primeros que se cabrearon fueron mis perros siberianos, y solo dejaron de
ladrar cuando la escondí”.
Nostalgia del hombre que nos hizo conocer el mundo a través de sus extraordinarios informes y documentales. Paz en su tumba, maestro. Foto: Archivo particular |
¿Se
puede decir que usted oficia el periodismo de turismo con placeres incluidos?
“Y muy envidiables. Por ejemplo: comer helados en el Polo
norte, churrasco en La Estancia, en
Buenos Aires; baguette de ajo y queso
en París; los chocolates más exquisitos del mundo en Estocolmo; y caviar en
Irán”.
¿Qué
le tiene prohibido el médico?
“No me lo creerás, pero le tengo más confianza al
veterinario, por eso de que al fin y al cabo el hombre es un animal de
costumbre”.
¿Cómo
se le pierde el ‘culillo’ a viajar al avión?
“Muy sencillo: el curso inicia por educar los
esfínteres”.
¿A
qué le puede temer un hombre tan arriesgado y aventurero como usted?
“A los bajonazos de audiencia, que son más terribles que
los bajonazos de azúcar”.
¿Qué
es lo más raro que guarda en su billetera?
“Qué más que la cédula de ciudadanía…”.
¿Qué
libros recomienda para leer en los vuelos?
“Además de la biografía de Marco Polo y del Almanaque Bristol, mi libro Haciendo maletas”.
¿Cómo
son sus pesadillas viajeras?
“Como diría don Antonio Ibáñez, el Caballero de la noche: lúdicas, cósmicas, etéreas e inconfesables
para lectores como los tuyos”.
¿De
tantas cosas, qué no se debe hacer en un avión?
“No echar pólvora, no correrle la butaca al piloto, no
emborracharse, no quitarse el cinturón de seguridad, y no jorobar porque te
abran las puertas o las ventanas en pleno vuelo para tomar una foto. Porque casos
se han visto”.
¿Colecciona
jabones chiquitos?
“No. Me producen alergia. Solo me puedo bañar con espuma
industrial”.
¿Se
ha visto obligado a lanzarse en paracaídas?
“Nunca, gracias a Dios. Ni siquiera en Coconito (en una época, el motel más concurrido
de Bogotá)”.
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