William Ospina, como ya es habitual, uno de los célebres protagonistas de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
(El sábado 6 de mayo de 2017, en el
auditorio José Asunción Silva de la Feria Internacional del Libro de Bogotá,
en su edición 30, se celebró uno de los eventos de mayor expectativa de la
programación cultural de dicho certamen editorial: el lanzamiento de Las bolas de Cavendish (Alfaguara), el
nuevo libro del prolífico y polémico escritor Fernando Vallejo, fundador de la nueva ciencia de la imposturología, quien exhorta en este
manual sin pretensiones a aumentar el caos que postula la segunda ley de la termodinámica, la del desorden creciente que rige
el mundo. Todavía no es el apocalipsis. Pero ya casi… Advierte Vallejo. La presentación de Las bolas de Cavendish corrió por
cuenta del poeta, narrador, ensayista y columnista William Ospina, amigo de Vallejo
de muchos años atrás, y atento crítico y seguidor de su obra. Las bolas de Cavendish y
la risa de Fernando Vallejo se llama este texto que Ospina cedió a La Pluma & La Herida, y que hoy nos enorgullece reproducir en
su totalidad).
William
Ospina
Alguna vez leí que durante más de mil años en Occidente
la mosca doméstica tuvo cuatro patas por la simple razón de que así lo había
dicho Aristóteles. Habló el maestro y ya nadie volvió a mirar el mundo.
Cuando mil años después alguien halló una mosca de seis
patas le pareció una anomalía, o tal vez una criatura irresponsable. ¡Cómo se
atrevía a contrariar a Aristóteles!
Aquí viene Fernando Vallejo a decirnos que Newton y
Galileo no siempre acertaron al describir el movimiento de los cuerpos o de la
luz. Fernando: no regañes a Newton, que él se equivocaba pero lo hacía de buena
fe, no como ciertos críticos de revista que no son capaces de leer tu libro
sólo porque los obliga a pensar.
Cómo harán esos pobres con Newton, que es mucho más
difícil de leer, y como tú demuestras, menos preciso. Se escandalizan de que un
colombiano se crea con derecho a discutir a Galileo o a Newton. Como si no
fuera el deber de todo lector leer críticamente cada texto.
Podríamos decir que Las bolas de Cavendish es una novela
cuyo protagonista, Fernando Vallejo Rendón, “don Efe Ve Ere, orgullo de su país
y el universo mundo”, como él mismo se llama, parece emprender la crítica de
los grandes maestros de la ciencia, pero en realidad viene a ajustar cuentas
con las imposturas de la academia.
El blanco de sus fechas son ciertos profesores
prepotentes que repiten con rigidez lo que no han entendido, porque no estudian
para entender sino para repetir, y para vivir del prestigio de la autoridad.
Pero Vallejo es el enemigo declarado de la autoridad,
llámese Dios, el papa, el presidente, el maestro, el gendarme o el pistolero.
Vallejo grita: “Muchachos, lean con atención los
contratos, pero no se dejen meter gato por liebre. En la letra chiquita está la
trampa. Y así como Galileo desafió la autoridad de Aristóteles, desafíen
ustedes la de Galileo, aprendan su lección”.
¿A quién se estará encomendando Vallejo en la antesala de la presentación de 'Las bolas de Cavendish'? Averígüelo Ospina. Foto: La Pluma & La Herida |
Otro viene a repetir que Vallejo se repite. Yo digo otra
cosa. Vallejo insiste, como tiene que ser. Esta especie nuestra es terca en sus
errores y el viejo tábano tiene que picarla sin fin para que despierte y se
mueva.
Nadie se atreve a decir de cada libro de Shakespeare:
“¡Otro libro sobre el poder, sobre el amor y sobre la muerte!”. Y no:
Shakespeare ni siquiera hacía libros, ponía las palabras a moverse en un
escenario, y siempre era distinto el movimiento.
¿Otro libro de Cervantes sobre don Quijote? ¿Otro libro
de Kafka sobre la fatalidad? ¿Otro libro de Flaubert buscando la palabra
invisible? ¿Un paso más de Dante hacia Dios? Pues sí: otro libro de Vallejo
sobre el lenguaje.
Su tema secreto son las afinidades entre la ciencia y la
literatura. Mostrando que ambas viven la misma agonía, la de convertir el mundo
en palabras, la de atrapar la realidad en el lenguaje.
Claro que es imposible: la realidad es simultánea, el lenguaje
es sucesivo; la realidad es vacío y fuga, el lenguaje es llenura y permanencia.
No hay frase tan duradera como “a las palabras se las lleva el viento”.
El pobre Galileo y el pobre Newton son dos literatos
patéticos que intentan atrapar la realidad en palabras, pero han renunciado de
antemano a la imaginación, a la fantasía, a la emoción, a la metáfora. No me
extraña que no lo logren.
La realidad es demasiadas cosas para que pueda caber en
el incómodo recipiente de la razón. La fórmula intenta atraparla pero todo se
queda por fuera. La ecuación intenta sus malabares, pero alrededor se
desesperan los ángeles.
Fernando Vallejo comprende que es imposible entender: la
luz escapa, lo sólido se vuelve vacío, la eternidad no se deja medir por
nuestros setenta años, Dios es un agujero negro, unas fuerzas indescifrables
mantienen la cohesión de este todo vacío. Pero aun así grita: “¡Yo lo que
quiero es entender!”. Y el astuto profesor de física, al que él llama Vélez por
darle un rostro cercano, pero que tiene tantos nombres famosos, le dice que la
física no tiene por finalidad entender sino predecir y medir.
El astuto profesor finge ser un investigador y en
realidad es un manipulador. Pero tiene razón el profesor: aunque yo no entienda
una piedra, puedo quebrar un vidrio con ella. Por eso la ciencia, sin
entenderlo, puede destruir el mundo.
Sólo el poeta Ospina tiene derecho a hablarle al oído al novelista Vallejo. Secretos entre lo divino y humano. Foto: La Pluma & La Herida |
Lo otro que hay que decir es que Vallejo escribe para
poner a prueba el poder del lenguaje. En un país donde se cometen todas las
atrocidades, en un mundo donde la humanidad cierra los ojos ante los crímenes,
las masacres, los robos de tierras, los bombardeos de ciudades, la miseria
programada de millones de seres humanos, el sacrificio despiadado de millones
de criaturas con sistema nervioso complejo, la riqueza colosal en manos del uno
por ciento de la población y el desamparo de millones, en un mundo donde los
más prósperos negocios son la guerra y la pornografía, la fabricación de
pesticidas y la destrucción de ecosistemas, ya verán ustedes que termina
pareciendo más grave que un hombre desafiante y libre sea provocador con las
palabras.
Pero eso no es nuevo. Goethe preguntaba por qué será que
lo que nos repugna en la vida nos fascina en el arte. Y ya San Agustín había
dado la respuesta muchos siglos atrás: porque lo mejor que tiene la palabra
perro es que no muerde.
Hay personas que dicen: no leo esta novela porque está
llena de crímenes, pero la verdad es que sólo está llena de palabras. Si no nos
gusta, cerramos la novela y buscamos otra. Hay personas que dicen: no soporto
esa película porque está llena de violencia. Olvidamos que la película es un
simulacro, que si nos produce la sensación de ser real es porque está muy bien
hecha.
En cambio a veces pasa algo más extraño, que soportamos
la realidad pero no soportamos su
mención, o incluso que soportamos los noticieros llenos de verdades horribles y
no soportamos los libros llenos de mera ficción.
Y a Vallejo lo podrían crucificar por usar las palabras para
desafiar la sensibilidad. Fernando, nos juzgan más por lo que decimos que por
lo que hacemos. La humanidad no cree que las palabras sean palabras, cree que
son hechos. Por eso, y no por sus amores con sir Douglas, encadenaron a Óscar
Wilde. Por eso aprisionaron al marqués de Sade. Por eso procesaron a
Baudelaire, porque habló del amor entonces prohibido entre dos muchachas, y
porque decía: “¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!”. Fernando, te lo
digo, usar el lenguaje con libertad es peligroso en un mundo donde muchas veces
son los corruptos los que dictan la ley.
Y tal vez el único consuelo ante esas incongruencias está
en que demuestran el poder del lenguaje. Y el poder del lenguaje es el secreto
de la supervivencia de la poesía.
El que quiere entender es otra cosa, es un poeta
extraviado. Chesterton decía que el poeta es un pobre insensato que quiere
poner su cabeza en el firmamento, pero el racionalista es un loco que quiere
meter el firmamento en su cabeza.
Por eso yo me atrevo a decir algo que a Vallejo no le
gustará: que Vallejo es un poeta, que se siente más feliz hablando de las
categorías angélicas de Tomás de Aquino que de las bolas de Cavendish, pero
igual se divierte enumerando las curvas compuestas:
“Al rodar por tu plano inclinado tu rueda va trazando un
cicloide, un deltoide, un astroide, un hipocicloide, un epicicloide, un
epitrocoide, una roulette, una limacon, una curva racional, una trascendental,
una del grado 6, una del grado 7, escoge”. Bueno, eso es poesía.
Y es un poeta que dice odiar la poesía, lo cual es una
manera apasionada de amarla. Escúchenlo: “La gravedad no la comprendemos ni la
luz tampoco. De la materia por lo menos sabemos que en esencia es vacío”.
Óiganle estas frases: “O qué. ¿Metían la catedral de Notre Dame en una campana
de vidrio para hacer el vacío y poder tirar desde sus torres una piedra?”.
“El ímpetu, el momento, el trabajo y la energía son
conceptos físicos. Lo que pasa es que por la falta de imaginación lingüística y
cultura que caracteriza a los físicos, para designarlos estos han recurrido al
idioma de la vida, al diario, al rotatorio, y se han dado a violentarlo. Nadie
les dice nada. Les tienen pavor. Yo no. A mí que no me vengan a asustar con su
garrapateo de ecuaciones”.
Y el lenguaje salva a Vallejo de ser un mero
garrapateador de ecuaciones. “El niño Einstein se montó en un rayo de luz con
un espejo a ver si la luz en que iba cabalgando le daba en la cara y a la vez
le rebotaba su imagen”.
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