Nicolás Suescún dejó una obra prolífica y polifónica en diferentes géneros de la narrativa. Foto: Entorno inteligente |
Ricardo
Rondón Ch.
Domingo es
quizás el poema más conocido de Nicolás
Suescún, que partió a la eternidad un viernes santo (14 de abril de 2017), a escasos días de cumplir 80 años.
Suescún,
además de cometer poesía, también fue traductor, ensayista, cuentista, pintor,
librero, diseñador gráfico, bibliotecario y editor. Y caminante de muchas
cuadras y manzanas del mundo, en América,
en la Europa de la posguerra, y en
la ciudad que lo vio nacer, Bogotá,
entre semana inquilino de librerías como la de don Hans-Günter Buchholz (en su apogeo su mentor y mecenas de la
revista Eco, de la que Nicolás fue director y colaborador), y
vigía dominical de las postales vespertinas del Parque Nacional con sus parejitas de reclutas y domésticas amparadas
a la sombra de los pinos, en el besuqueo paranoide de los adioses, como en los
versos de Mario Rivero.
Taciturno y solitario, el poeta habitaba un piso de poeta
en un edificio azul cielo de la carrera
Séptima con veintiséis, y los domingos a primera mañana, con su sombrero de
pescador, su luenga barba y sus fachas de friolento, como un personaje extraído
de una novela de Paul Auster (y no
precisamente Brooklyn Follies),
rompía con la parafernalia de los citadinos dispuestos a expulsar la neurosis
reprimida de la semana al trotecito, en bicicletas y rodachines, y perros y
gatos sujetos a la cabeza o a las costillas, por esa costumbre irremediable de aprender
a equilibrar las cargas para hacer más llevadera la vida.
Suescún
parecía un domingo a las cinco de la tarde en el centro de Bogotá. Nunca le pregunté en qué circunstancias de modo, tiempo y
lugar se le vinieron a la cabeza esos versos desoladores, pero seguramente fue
un domingo, cualquier domingo, uno de aquellos en que la vida se te empieza a fisurar
por el tálamo y la sangre bombea precipitada a la cabeza como alertando
precipitado el acabose inexorable.
Suescún trascendió en la literatura como uno de los más destacados traductores del español a lengua inglesa. Y viceversa. Foto: radionacional.co |
No podría ser otro el destino marcado de un poeta en su
crudeza, en su pureza, que cursó parte de su bachillerato en una academia
militar de West Virginia, Estados
Unidos, y al regreso, despistado y sin un peso, se empleó como redactor de
obituarios y pesares de familias en una revista de peluquería como Cromos, con un compañero de escritorio
también poeta, el brillante y trágico Gonzalo
Arango, bajo las órdenes de un cubano contrarrevolucionario con bronquios
de victrola llamado José Pardo Llada.
En ese entonces, la única aspiración a la que se afiliaba
un joven empecinado en transitar los derroteros de la poesía, estaba contenida
en las cajetillas de cigarrillos Pielrroja,
cuyo fino envoltorio (papel de arroz) también servía para armar los cachitos de maracachafa (baretos, les
decían) que recompensaban la gurbia, el desdén y la soledad en los mediodías
atestados de hippies mestizos del Parque de las Flores, en Chapinero.
No puedo afirmar que Nicolás
haya sido marihuanero consumado, pero de lo que sí se puede dar fe es que hizo
a cabalidad y con honores el curso de poeta y de traductor (uno de los más
precisos y elogiados en lengua inglesa), y con el tiempo alcanzó un prestigio
editorial, y una de las bibliotecas más envidiadas por sus enemigos, pero más
por sus amigos (de los que en verdad hay que cuidarse), con un stock aproximado de tres mil libros.
Pero como los poetas no se jubilan en Colombia, porque para el Estado (salvo José Manuel Marroquín, el de La Perrilla,
y Guillermo Valencia, el de Anarkos) han pasado como almas gloriosas, y como las almas gloriosas no pagan servicios ni
cuotas de hipotecas de apartamentos, ni el colegio de los niños, ni mucho menos
-inconcebible- un seguro de vida como el de Sergio
Stepansky, o una tarjeta Master Card,
Suescún, dolido de una tortuosa
enfermedad y al borde de los 80
calendarios, expiró con los atafagos de las premuras económicas, esperando
que timbrara el teléfono para el encargo de una traducción o la escritura de un
artículo, o al menos una nota necrológica que no fuera la suya…
Fue diseñador gráfico e ilustrador. El collage, o el 'Nicollage', como él lo llamaba, quedó impreso en varias de sus obras. Foto: literaliedad.co |
Por eso su neura de poeta, de escéptico y retrógado.
Esquivaba los cocteles de lanzamientos de libros y las inauguraciones de
exposiciones, porque decía que eran refugios itinerantes de mediocres, fanfarrones
y lagartos hambrientos y alcoholizados, asaltantes de meseros, además de
raponeros de sombrillas, cubiertos y ceniceros (cuando era permitido fumar en
salones glamurosos).
Al único homenaje que asistió, que se sepa, fue al suyo,
en febrero de 2012, cuando la Secretaría
de Cultura le otorgó el Premio Vida
y Obra, representado en cincuenta millones de pesos.
Esa noche -cuenta el escritor y ensayista Julio César Londoño en una columna de
El Espectador publicada el 24 de febrero de 2012- despedazó a tijeretazo limpio la biografía que
incluía su reconocimiento, encomendada a otro poeta, Jotamario Arbeláez (ese sí rico y jubilado).
Manifestó iracundo que estaba plagada de incongruencias y
de zalamerías, que él no padecía de Alzheimer,
que su vida no le parecía tediosa como afirmaba el nadaísta, y que se había pifiado hasta en el nombre de su esposa al
poner el de una amiguita que la
precedió, cuando el de su cónyuge oficial era Margarita, entre otras erratas que desgranó enfurecido. El
homenajeado cobró por ventanilla su premio y salió sin despedirse. Jotamario ya se había ido.
Ese
era el poeta que parecía un domingo: El mismo que dejó una
lista impecable de traducciones de Arthur
Rimbaud, Gustave Flaubert, Somerset Maughan, Ambrose Pierce, W.B. Yeats,
Christopher Isherwood, Stephen Crane y Wade
Davis en su flamante Río, con su
saga selva adentro del etnobotánico Richard
Evans Schultes (que muchos años después inspirara a Ciro Guerra a empotrar trípodes y cámaras en la manigua amazónica
para rodar su laureada película El abrazo
de la serpiente).
Postal del poeta citadino en su estado puro, en el Parque Nacional, uno de sus espacios preferidos. Foto: WordPress.com |
Suescún el
de los Cuaderno de N, con guiños de Kafka y Dostoyevsky, collage (o Nicollage autobiográfico), memoria
irreverente de su crónica aflicción y de los despropósitos de este país que se
cose y se descose a retazos, una antinovela entre el cómic, el burlesque
criollo, aforismos patibularios y suicidas, tijera, crayola y pegante, y un
humor corrosivo y despiadado de enfant
terrible, como el niño viejo que fue toda su vida.
Cuando
N toca fondo sobre nada / Cuando se encuentra en la espesura del bosque no
encuentra un claro, pero sale la luz. / Cuando apaga la luz, se ilumina…
El poeta de Bag Bag
que precedió a los Cuadernos, en el
que da puntadas del destino desencantado del protagonista que luego revelaría
en la antinovela, que ningún crítico, pedagogo o literato se atrevió a
clasificar porque ahí hay de todo, con desorden exquisito, bajo el ultimátum
por premisa de su autor entre líneas, de sus pistas regadas como pólvora, de sus
irónicas claves secretas:
No
depende de mí, porque nada de lo que he escrito ha sido razonado, pensado, planeado,
o hecho con alguna intención que no sea el acto mismo de escribir lo que siento
muy hondo, muy hondo…
Con Natalia Suescún, su hija, en una visita a ARTBO. Foto: Flickr |
Hernando
Valencia-Goelkel definió a Suescún como un permanente
buscador de fórmulas, un constante probador de tendencias, de modos, de
posibilidades; siempre inquieto, experimental, diverso…
Era imposible encajar una hiperactividad semejante, una obstinación
por tantos oficios a la vez, un hábito desmedido por la lectura y la escritura en el cuerpo menudo y trajinado de sus últimos
días, con esa mirada compasiva de nazareno de Zeffirelli.
El prolífico y polifónico autor de El retorno a casa, El último escalón, El extraño y otros cuentos, La
vida es..., Los cuadernos de N, Oniromanía, Opiana, Bag Bag, Jamás tantos
muertos y otros poemas, de un río de caudaloso de títulos entre el ensayo, el
cuento, la crítica, la novela y la poesía, se fue un viernes santo. De haber
sido el domingo de resurrección, otro gallo cantaría…
Domingo
Empezó
este domingo con campanas y luz / y el vacío de siempre entre la gente y yo / y
yo ¿inabarcable? que se hace de pronto / que se hace de pronto / o que hago en
torno a mí para esconderme./ Y ahora, a
mediodía, y con este calor, siento un frío de muerte.
Anoche
también sentí la muerte / al mismo tiempo que la vida, / mi sangre corriendo en
otras venas, / mis venas sin una sola gota. / Siento mi corazón que vuelve y se
va, / oigo voces que vienen y se van, / siento la muerte y despierto de golpe,
/ la luz me hace visible, sólido.
A
veces nos ponemos como cubos de hielo / y nos vamos derritiendo poco a poco, / hasta
que todo esto sea como si nada hubiera sido /
-¡Es
que en el trópico también hace frío!
“Yo
ya estoy andando como los cangrejos”
Vivió por los libros y para los libros. Dejó una envidiable biblioteca de aproximadamente tres mil ejemplares. Foto: Inaldo Pérez, para El Espectador |
Tuve la oportunidad de coincidir con Nicolás Suescún en varias etapas y circunstancias de su vida trashumante
y literaria: en los septimazos dominicales
a sol y sombra, en el antiguo Café
automático, en sus lanzamientos y disertaciones de libros de la Biblioteca Nacional de Colombia, en la Casa de Poesía Silva (que por años fue
como su segunda casa), en las librerías Lerner
(sede centro) y Fondo de Cultura
Económica, pero definitivamente en sus libros, que es donde más se vislumbra
y percibe la presencia y la esencia de un autor.
Como un modesto homenaje a su brillo intelectual, y al
ser humano especial que fue el poeta Suescún,
quiero compartirles esta entrevista, la última de varias que le hice, publicada
en el desaparecido diario El Espacio
el 28 de diciembre de 2010.
Con
el catalejo de la poesía, ¿cómo ve hoy el paso de la vida, de los años?
“A veces, cuando la gente me pregunta cómo me siento, digo
que estoy andando como los cangrejos: de para atrás, porque el envejecimiento
siempre va acompañado de una decadencia del cuerpo y uno siente esto como si
fuera un edificio que se esté derrumbando, o algo similar, como una planta que
se está muriendo”.
¿Qué
rescata de ese ‘edificio’?
“Después de tantos años, de tantos libros publicados, de
tantas traducciones, siento que esa larga labor ha sido un poco como en vano,
porque como te decía, eso va acompañado de un debilitamiento de los sentidos,
en mi caso una pérdida de la memoria que me hace vivir en el presente, pero con
imágenes de alguna manera borrosas del pasado”.
¿Y
cómo es su mirada al pasado?
“Es tratando de explicarme, en el caso del país, cómo
llegamos a esta situación tan triste en que nos encontramos. Y eso me deprime”.
Pero
usted siempre ha sido, como buen poeta, un deprimido, maestro, ¿o más bien un pesimista?
“Yo sí tenía una tendencia a la depresión, pero era
optimista respecto al país y a mí mismo, sin embargo me siento satisfecho con
mi vida aunque no tenga en qué caerme muerto, pero ya no soy optimista respecto
al país: me parece que no tenemos futuro”.
¿Cómo
se imagina de haber sido un ‘exitoso’ militar, usted que estudió en la juventud
en una academia castrense de los Estados Unidos?
“Pues realmente nunca me imaginé como un militar, a pesar
de haber estudiado en una academia militar en los Estados Unidos. Todo lo
contrario: era opuesto a lo que tuviera
que ver con uniformes, y esa es una de las cosas que más me duelan a mí en la
Colombia de los últimos años: que haya una militarización inútil del país,
porque casi la mitad del presupuesto nacional se va en las Fuerzas Armadas, y
es muy poca la inversión en educación, en salud y en bienestar social. Eso me
parece paradójico”.
¿Usted
sabía en su juventud que al elegir la poesía elegía el fracaso, al decir de
Sartre?
“Yo empecé a escribir poesía tarde, comparado con otros
poetas. Escribí primero cuentos. Lo que ha contado para mí la escritura es
hacerla, es escribir. Para mí la literatura, la poesía, los cuentos, es una
forma de expresarme a mí mismo”.
¿Con
esa pureza de la lucidez que es el fracaso?
“Yo no hablo del fracaso como la ruina económica, sino
del fracaso de no haber hecho lo que uno quiso hacer. El fracaso es difícil de
definir. Cuando se hace poesía, uno está buscando una expresión ideal de su
ser. Pero uno nunca llega a esa forma ideal. Uno es como Sísifo, cargando esa
roca de la creación que pesa tanto y que lo hace a uno retroceder en la
búsqueda de esa expresión ideal”.
¿La
vejez también es un forma de fracaso?
“La vejez no es un fracaso. Es un proceso natural de
decadencia. Es algo inevitable”.
¿Sigue
escribiendo?
“Poco. La pérdida de la memoria es fatal para la
escritura. Un poeta inglés dijo que la poesía es la reconstrucción del pasado
en la memoria. Y la memoria es vital para la poesía”.
¿Sigue
traduciendo?
“Eso sí, es de lo que vivo, o de lo que medio vivo. Ahora
traduzco más al inglés que al español, porque hay poco trabajo de traducción en
Colombia. Traduzco cada dos meses entregas de veinticinco poemas de tres poetas
colombianos. Esto lo hago a través de Fernando Rendón, director del Festival
Internacional de Poesía de Medellín”.
¿Cómo
ha crecido ‘N’, el de los cuadernos?
“N sigue
andando de mano en mano. Es un libro que ha circulado mucho, sobre todo entre
los jóvenes”.
¿Y
el cuento de sus apegos?
“Hay un libro de cuentos que se llama El retorno a casa, que fue el primer
libro de cuentos que escribí, y del que me siento más orgulloso”.
¿Cómo
son ahora sus relecturas de Rimbaud?
“Yo lo releo de vez en cuando y procuro leer todos los
libros que se han escrito sobre él. Es la clase de poetas cuyos libros uno
siempre tiene en la mesa de noche”.
¿Se
sabe de memoria El barco ebrio?
“No me sé ni El
barco ebrio ni ningún poema de ningún poeta de memoria, ni míos. Eso me
molesta, pero es así; porque nunca tuve la disciplina de memorizar poemas,
incluso versos, y como ahora tengo tan mala memoria, peor”.
De
joven compraba botellas de whisky a escondidas, ¿ahora que compra a escondidas?
“No lo puedo decir porque me descubren”.
¿Pero
se sigue tomando sus whiskies?
“No, me hace daño”.
¿Dónde
conserva el poema épico que le escribió a Margarita, su mujer, de quien usted
ha dicho, fue su tabla de salvación?
“Lo tengo en un libro de poemas que le he escrito a ella,
y que no he publicado”.
¿Y
sigue deshojando margaritas?
“Ya no, porque ni siquiera margaritas hay”.
¿Qué
nostalgia evoca de la librería Buchholz?
“Toda una época de Bogotá, cuando la ciudad era más
tranquila y cuando los libros llegaban en cantidades y no eran tan caros como
ahora”.
¿Cuántos
libros calcula que tiene en su biblioteca?
“¡Ah!, yo nunca los he contado, pero pueden ser unos tres
mil”.
¿Qué
anhelaría si tuviera la oportunidad de volver a nacer?
“Pues una vida distinta de la que he vivido, pero como
uno no sabe... Simplemente por curiosidad uno puede imaginarse haber nacido en
otra época, o en otro país, pero eso es ponerse a soñar”.
¿Y
hay tiempo de soñar?
“Pues a mí me queda poco tiempo para soñar porque siempre
me las arreglo para trabajar, y no queda tiempo para nada más”.
¿Piensa
en la muerte?
“En realidad antes pensaba más en la muerte que ahora,
pero hoy sé que me voy a morir probablemente de un momento a otro. No me
importa”.
¿Cómo
sería la muerte ideal?
“La muerte ideal es la muerte repentina, sin agonías, sin
sufrimientos, sin quejas”.
¿Cuál
sería su epitafio, usted que cuando trabajaba para Cromos, oficiaba como
necrólogo?
“Yo nunca he pensado en hacer mi epitafio. He pensado más
en los de otros. Yo no quiero epitafios. No me importa que me hagan o no me
hagan epitafios”.
¿Quedan
amigos?
“Sí, unos pocos, pero buenos, por fortuna”.
¿Quedan
películas por ver?
“Quedan muchos libros por leer, muchas películas por ver,
muchos países que conocer”.
¿Cuál
es ese aroma que lo devuelve a la infancia?
“Una cosa de la vejez es que uno da la vuelta. Y la
muerte es como cerrar un círculo, porque uno en la vejez vuelve cada vez más a
la niñez. Ya no es un aroma, como lo de Proust. Los recuerdos de la niñez se
vuelven cada vez más nítidos y hay la tendencia, en cierto modo, a volver a esa
primera etapa de la vida”.
¿De
qué lo ha curado la poesía?
“La poesía no cura. Tal vez me ha curado de la locura,
porque al expresar lo más profundo de uno mismo, uno está de cierta manera
sicoanalizándose a sí mismo”.
¿Cuál
es su idea de Dios?
“Yo no creo en Dios. Yo dejé de creer en Dios porque no
entiendo un Dios que haya creado el hombre para que sufra”.
¿Y
acaso el sufrimiento no es un acto de purificación?
“Puede serlo para el religioso. Para mí es un
inconveniente”.
¿Y
no es la poesía una forma de religión?
“No. La poesía es la búsqueda de la belleza y la verdad,
como dijo otro poeta inglés del siglo XIX”.
¿Y
el silencio?
“El silencio es muy difícil de encontrar. Por ejemplo, en
el sitio donde yo vivo en Bogotá no hay un solo momento del día o de la noche
en que no oiga el ruido del tráfico. Total, uno ya se acostumbra…”.
¿De
qué se arrepiente, maestro?
“Me arrepiento de no haber sido un mejor ser humano”.
0 comentarios