La última puesta en escena del maestro Pepe Sánchez, en el Teatro Fanny Mikey, donde fue velado. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo
Rondón Ch.
Llueve a cántaros.
El veterano actor Silvio
Ángel, en primera fila del Teatro
Fanny Mikey, vestido de paño gris, corte inglés, camisa blanca y corbata anudada al estilo Windsor, observa perplejo una escena
sombría que hubiera deseado el mismo Bertolt
Bretcht: el féretro del maestro y amigo de años cercado de astromelias,
jazmines, crisantemos y pompones. Cuatro cirios centinelas. Y, tras bambalinas,
el tango En esta tarde gris de Contursi y Morés, en la voz del Polaco Goyeneche.
Al costado derecho, el senador Antonio Navarro Wolff, tan habituado él a estos luctuosos
encuentros, murmura algo con Ana Marta
de Pizarro, la dueña de casa, y con Jennifer
Steffens, una de las primeras esposas del finado, de las tres con quienes
engendró siete hijos.
Al otro extremo, también en primera fila, el director de
cine Felipe Aljure posa su mirada
sobre la urna mortuoria, sobre el retrato en blanco y negro que le hizo Carlos Duque. Los pábilos
chisporrotean. Desperdigados en el auditorio, en las filas del centro, el
escritor y periodista Juan Carlos Garay.
Y en las sillas de arriba, en los claroscuros, rostros desconocidos, cabelleras
plateadas, admiradores del difunto en diferentes épocas, prestos a darle el
último adiós.
(…)
Mis ojos al cerrar te ven igual que ayer, / temblando al implorar de nuevo mi
querer / Y hoy es tu voz que vuelve a mí / en esta tarde gris…
No cabe duda que la letra escrita por el poeta argentino José María Contursi, en 1941, estaba
escrita para estos trámites con el más allá, y era uno de los tangos preferidos,
junto con Gricel, Garúa, La última curda,
Malena y Por una cabeza, de Luis Guillermo Sánchez Méndez, el
recordado Pepe Sánchez, ahora en la
paz verdadera, la legítima paz sin plebiscitos, luego de tantas bregas
terrenales, con la nostalgia de haber partido sin ver hecha realidad la Ley de Derechos de autor, que en su
nombre, cursaba a paso de tortuga en el Congreso
de la República.
La mirada melancólica del actor Silvio Ángel, amigo y compañero de lides por varios años de Pepe Sánchez. Foto: La Pluma & La Herida |
La noche anterior, la del jueves 22 de diciembre, un día
después de conocerse la noticia del deceso del director, creador, actor,
guionista y libretista en la Clínica
Colombia, de Bogotá, a los 82 años, uno de sus pupilos permanentes, el
actor Luis Eduardo Arango, que fue
dirigido por Pepe en la serie Romeo y Buseta, había cantado,
desgarrado hasta las lágrimas, y en ese mismo escenario, En esta tarde gris…
Cantar tangos no es otro asunto que reconocerse en el
dolor que embarga la partida inexorable de un ser querido, y nada más que la
melodía porteña para desentrañar esos hondos sentimientos, por sus letras
crudas y dicientes, por el brillo impreso de su poesía, por la melancolía
irredimible de quienes la interpretan.
Y a Pepe Sánchez
le fascinaban los tangos y la salsa. Vivió gran parte de su provechosa vida
entre ese movimiento pendular del arrabal en penumbras y la fogosidad del goce
pagano. De hecho ejecutaba de maravilla el bongó en partituras de charanga y son,
con el acompañamiento al piano de su última esposa y madre de sus dos hijos
menores, la talentosa música barranquillera Esther Rojas, graduada en Berklee
(Boston), con una diferencia generacional de 40 años.
Pepe,
como en uno de sus laureados y aplaudidos Cuentos
del domingo, Vivir la vida (1986),
se entregó al arte y al amor con la obstinación y la pasión religiosa de un
samurái -quizás influenciado en la juventud por su venerado maestro Seki Sano-, sin medir tiempos ni
distancias, viviendo al límite, con la convicción autenticada de un
revolucionario sin treguas, de meter las manos en el fuego, por encima de todos
los riesgos.
Ana Marta de Pizarro, directora del Teatro Nacional, y el senador Antonio Navarro, presentes en la ceremonia de los adioses del incomparable Pepe Sánchez. Foto: La Pluma & La Herida |
Con el respeto que en estos fúnebres eventos inspiran los
silencios de los dolientes, me acerco a Silvio
Ángel para hacerle la pregunta de rigor:
-¿Cómo
lo recuerda?, usted que trabajó bajo su batuta tanto tiempo, y por casi diez
años con Don Chinche.
“Imagínate, con la admiración y el cariño que siempre
inspiró Pepe en sus actores,
técnicos, libretistas. Es que más que trabajar con un director, estabas
interactuando todo el tiempo con un amigo, no cualquier amigo, un amigo especial,
entrañable, que te trataba con sinceridad y respeto”.
-¿De
qué época lo conocía?
“Desde que nos comprometimos con la empresa del Café
Concierto, que a comienzos de los años 80 se puso de moda por iniciativa de Fanny Mikey. Pepe y el Gordo Benjumea inauguraron ‘El Circo’, que funcionaba en Las Torres del Parque, contiguo a la
plaza de toros. Después nos reencontramos en varios dramatizados y telenovelas,
hasta cuando llegó Don Chinche, que
fueron siete años ininterrumpidos”.
Don
Chinche, que marcó la época más revolucionaria y afortunada de
la televisión en Colombia, no sólo por develar nuestra idiosincrasia, sino por
romper esquemas técnicos: sacar a la calle las cámaras, cortar con los planos y
los contraplanos; trabajar planos secuencias a una sola cámara, darle prioridad
a la belleza de los encuadres, gracias a esa luz privilegiada de Bogotá, plena y cinematográfica, la misma luz
del neorrealismo italiano que
hicieron célebres los clásicos de Federico
Fellini, Michelangelo Antonioni y Vitorio
De Sica, apenas tres referentes de esa monumental escuela, que Pepe, frustrado estudiante de Derecho,
no se perdía en las funciones y foros del Cine
Club de Colombia de Hernando Salcedo
Silva, padre del cineclubismo nacional.
El féretro cercado de flores del genial artista que revolucionó el lenguaje y la imagen de la televisión. Foto: La Pluma & La Herida |
De Don Chinche
dan cuenta en vida menos de la nómina que trasegó como la comedia nacional más
premiada y recordada. Hoy son polvo de estrellas el genial Humberto Martínez Salcedo, quien interpretó al zapatero Tavera; Hernando
El Culebro Casanova, en el rol de Eutimio
Pastrana Polanía; Chela del Río,
como Doña Bertica; Delfina Guido, Doña Doricita, la eterna enamorada
del Doctor Pardito (Víctor Hugo
Morant); Diego Álvarez, con una racha
de infortunios en sus últimos años, que terminó con su trágica muerte.
Entero a Silvio
Ángel que Rey Vásquez, el ladrón
de Don Chinche, puede pasar de los
70 años, y que como desandando los pasos de su personaje, se le ve a menudo
deambular de arriba abajo por la céntrica Avenida 19, por los predios de la
calle 20, en el sector de Las Nieves
(curiosamente donde nació Pepe),
donde se grababa Don Chinche, esa
vieja casona -como otras de la vecindad- alquilada por RTI para esos menesteres, y hace un par de años derrumbadas para
levantar modernos edificios destinados a residencias universitarias.
Silvio
Ángel aprueba que esos tiempos -comienzos y finales de la
década de los 80- fueron inolvidables. Se hacía la verdadera televisión, sostenida
en las dos columnas más sólidas y perennes desde su fundación: Fernando Gómez Agudelo y Bernardo Romero Lozano. El primero, un
gerente con un sinnúmero de propuestas, aciertos y realizaciones. El segundo,
el gran creativo, pionero de la radio y el teleteatro en Colombia; instructor y
asesor del caudillo liberal Jorge Eliécer
Gaitán para el manejo de la voz y la puesta en escena de sus crepitantes
discursos, puño arriba, y sus arengas de orador romano.
Pepe en
ese entonces trabajaba 20 horas diarias: escribía en máquina eléctrica los
libretos de Don Chinche, convocaba a
su grupo a grabaciones los martes y los jueves, en jornadas que se prolongaban
por más de doce horas, ya involucrado en escena, en el cubículo del zapatero
remendón, en el cuartito azul del Doctor
Pardito, en el taller de mecánico de Don
Chinche, en la tienda de Don Joaquito,
marcando la escena para una nueva fechoría del ratero sin nombre; o desde los
comandos de la unidad móvil de RTI.
Héctor Ulloa, Don Chinche, visto por la lente del fotógrafo Pablo Salgado. La comedia que se llevó todos los premios y marcó un hito en la televisión nacional. |
Al final de la tarde, para menguar el hambre y el
cansancio, se iba con su tropilla de actores, técnicos y camarógrafos a comer
emparedados de tres pisos, y a escurrir jarrones de cerveza del barril en München Taberna (Avenida 19 con cuarta),
y era habitual ver cruzar por esa arteria el equipo de Don Chinche con el de Sábados
Felices, y su capitán a bordo, Alfonso
Lizarazo, rumbo al Coffee Shop,
un remedo bogotano de las chocolaterías parisinas del siglo XIX.
-Se
ve que le seguías los pasos…-, apunta Silvio Ángel.
Cómo no, si quien escribe estas líneas aspiraba a ser
actor, locutor de radionovelas, en principio asistente de cableado, y a futuro
un señor altivo y mandón como don Pepe
Sánchez, de pantalones anchos de pana, camisa leñadora, sweater de cachemir, zapatos de gamuza y
boina de paño, como las que lucían los abuelos golfistas del Club Los Lagartos.
Mucho antes, en los primeros calendarios, y en la soledad
de una sala repleta de revistas y libros, ya había visto a un Pepe Sánchez en el mueble más amado y
concurrido de la casa, el del televisor en blanco y negro con carpeta bordada
en croché por las manos incansables de mamá, en su rol del cachaquísimo Chepito, sentado al lado de las rodillas perfectas de
una jovencísima Consuelo Luzardo interpretando
a la Cuqui, en Yo y Tú, de Alicia del
Carpio, retrato costumbrista de la chirriadísima
sociedad bogotana de entonces.
Eran los albores de los 70, y la vida en blanco y negro
nos sonreía en la Bogotá gris y pacata
de abrigos pesados y solemnes sombreros de paño, con los primeros cimbronazos
de la sangre a partir del genial y oportuno descubrimiento de doña Mary Quant, el de la minifalda; los rezongos contestatarios de
las utopías baladís Engels, Marcuse
y Marx, el cabello hecho un
despilfarro, las deseadas carátulas de los acetatos de los Beatles, Rolling Stones, Led Zeppelin, Eric Burdon y Carlos Santana, y la eterna fiesta
carioca que, como un nuevo y pecoso satélite, reemplazó la rotundidad de la
luna veraniega que marcaba el final del primer semestre: Fútbol México 70.
Margarita Rosa de Francisco asegura que haber sido dirigida por Pepe Sánchez, en 'Café', fue un antes y un después en su exitosa vida de actriz. Foto: RCN Tv. |
Silvio
Ángel, que cuenta unas lunas más que este escribidor, lo puede
asegurar:
Como los clásicos de la llamada música brillante; como
las baladas latinoamericanas que siguen sonando en el espectro hertziano para gracia
y consuelo de un puñado de románticos cenicientos; como las enormes novelas (Crimen y castigo, Ana Karenina, Los miserables,
Madame Bovary, En busca del tiempo perdido,
La montaña mágica, etc) que en su momento nos quitaron el hambre y el sueño,
y nos prometieron otro mundo más honesto y sincero; así el surgimiento de la televisión en Colombia trascendió más por su calidad
que por su cantidad, más por su magisterio que por su mercadeo, más por su
originalidad que por la codicia del rating y el acaparamiento a cualquier
precio.
Como decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano: Hoy vivimos
en un mundo en que el funeral importa más que el muerto, la boda más que el
amor, y el físico más que el intelecto. Vivimos la cultura del envase, que
desprecia el contenido. Y esta máxima resume al pie de la letra lo que
ahora muestra la pantalla led, la costosísima
pantalla curva, la súper-pantalla high
definition plagada a mañana, tarde y noche de bodrios, realitys vergonzosos y detritus sintético, empezando por las
voluminosas mamarias rellenas de látex de quienes la orientan.
Pepe
Sánchez será recordado como uno de los padres de la televisión
que se forjó en el estudio a conciencia, en la credibilidad y el talento, en la
televisión de las grandes producciones que, por fortuna, hoy algunos canales (Señal Colombia, Canal Capital) se
esmeran por notificar a las nuevas generaciones que un actor o una actriz no se
hacen de la noche a la mañana en una temporada de Protagonistas de novela; que la columna vertebral de una producción
(serie, telenovela, dramatizado) está en el mejor argumento; y que la palabra Director, como la de Maestro, inspira un enorme respeto: conocimiento,
trabajo, vocación, experiencia.
Uno de los espacios de mayor respeto y dedicación en su vida de realizador: las salas de edición. Foto: Archivo particular |
Pepe
Sánchez nos deja en el peor momento que atraviesa la televisión
en Colombia, que enhorabuena por las tecnologías y los nuevos formatos
cibernéticos, no tiene asegurada una vida perdurable. Le sucederá lo mismo que
a los periódicos de papel: solo una memoria amarillenta en los anaqueles de las
hemerotecas.
Luego de ver las grandes realizaciones de Pepe, empezando por sus Cuentos del domingo, Don Chinche, Café con
aroma de mujer, Romeo y buseta, La madre, La lectora, Hasta que la plata nos
separe, Pura sangre, entre otras, bien detrás de cámaras, o como actor o
argumentista; y de ver su sonrisa complaciente al recibir las compensaciones a
su inagotable trabajo, las Indias
Catalinas, los Premios Tv y Novelas;
los dos premios Simón Bolívar, el
prestigioso premio Ondas (de la
cadena Ser), o el Víctor Nieto del Festival Internacional de Cine de Cartagena,
a su vida y obra, queda entre quienes lo seguiremos queriendo y admirando la
satisfacción del creador desprovisto de etiquetas, ambiciones e insanas
competencias; el que se preocupó más por saber y enseñar, que por tener.
Porque Pepe,
como él mismo lo revelaba, no fue el más perito en las finanzas, y en las
programadoras para las que contribuyó con su sapiencia, fue más utilizado que
aprovechado. Lamentable que un artista de sus calidades humanas y profesionales
se haya ido de este mundo sin haber recibido una pensión, y sin contar con un inmueble
propio para disfrutar de una digna y tranquila vejez.
Como Gabo, de Pepe Sánchez se podrá decir en el transcurrir de los tiempos, que vivió para contarla. Foto: Archivo particular |
Como la mayoría de los colombianos, siempre vivió acosado
por las deudas y por las preocupaciones de un oficio inestable, no obstante su
renombre como uno de los grandes creadores y directores. Su Ley, como registramos al principio,
tampoco la pudo ver.
Pero murió Pepe
con ese esbozo de sonrisa que dibujaba hasta en los instantes más fatigosos y
apremiantes, la de la buena vibra que lo alentaba a seguir en lo suyo, pese a
la indiferencia y la altanería de los jóvenes productores, y los derrotes de la
cruel enfermedad que lo aquejó en los últimos años, que le arrebató la
existencia, más no la inmortalidad.
Silvio
Ángel remata que haber conocido en la amistad y en el trabajo
a Pepe Sánchez, fue un gran regalo de
la vida; y que de esos caros obsequios, como los hijos y las buenas obras, están
labrados los mejores recuerdos y las alegrías irrepetibles; y que todo eso
basta para llevarlo por siempre en ese recóndito lugar que es el corazón de un ser
humano de verdad, como Pepe, como Silvio, como todos aquellos virtuosos que
están negados para el olvido.
Salimos cabizbajos del velorio, y no cesa de llover…
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