La capacidad de resistencia de los colombianos, es única en la especie humana. |
Ricardo
Rondón Ch.
Por estas fechas decembrinas, con los escándalos y las
noticias desalentadoras que no cesan de arrojar noticieros radiales y telediarios, la única
salvedad en la que me apoyo, para no dejarme morir en medio de esta
esquizofrenia colectiva, es el recuerdo odorífico de las navidades de la infancia,
la más fiel y perdurable de todas las memorias.
Navidad me huele a vino Cinzano recién destapado, a galletas Carnaval de chocolate y vainilla, a buñuelos, envueltos, masato de
arroz, mantecada y natilla, al provocativo olor de la masa de los tamales de
cerdo y gallina que sazonaban a llama lenta mi abuela y mi madre, un ritual en el
que metíamos mano todos los de la casa, incluido el abuelo, experto en el
amarrado del envoltorio con hilachas de cabuya.
Jamás he podido desprenderme de esos olores, así, para
estas épocas, no tenga tan suculentas viandas a la vista. Como tampoco del olor penetrante de la pólvora, que la vecindad
reventaba a su aire sin las prevenciones y las censuras actuales, por la
sencilla razón - todavía no encuentro una explicación- de que nadie salía lastimado, ni los
hospitales daban cuenta de los racimos de quemados y mutilados que se ven hoy
por hoy, a partir de su prohibición.
No había deleite más grande de la muchachada del barrio
que la de comprar una sábana de totes en la miscelánea más cercana, meterla en
un tarro con tapa al que se le abría por debajo un pequeño orificio por donde
se introducía una mecha mojada de gasolina, para encenderla con un cerillo en
el extremo.
El tarro empezaba a totear y a saltar como si estuviera
dirigido a control remoto, entre ráfagas multicolores de volcanes, pitos,
buscaniguas, torpedos y chispitas Mariposa,
en un estrépito fascinante que compartían sin revanchas chicos y grandes.
La pirotecnia doméstica hacía parte de la celebración,
sin que a nadie le pasara nada. Lo más grave que podía resultar era una ampolla
en el dedo índice cuando las cerillas de encender pitos se quedaban pegadas a
la yema. Ni siquiera los tíos beodos que disparaban voladores por docenas con
el carburador más común entre labios: una colilla de Pielroja. Como tampoco, por fumar, se moría tanta gente de cáncer.
A media noche, los borrachos echaban plomo al aire, y que
yo recuerde, nunca oí por la radio o me enteré por los tabloides que una bala
perdida hiciera blanco en la cabeza de una niña mientras dormía plácida en su
cuna. Ahora es que los proyectiles a sus anchas penetran en las alcobas donde
dormitan inocentes criaturas y se ensañan en sus tiernas motolas.
Porque en absoluto he oído que un sicario, un bandido, un
pedófilo estrato 7, o un funcionario público corrupto, haya fallecido por culpa
de un plomazo desperdigado por una ventana abierta de su domicilio, que rebota
en la pared y se le incrusta en la coronilla.
Siempre las desgracias se acomodan en los párvulos,
cuando no los de cuna, los que salen entredormidos a las puertas de sus casas a
atalayar en qué momento llega Papá Noel
con el bulto de regalos.
En mis tiempos, casas y calles se pintaban y adornaban.
Y, para Nochebuena, se cerraban las
calles con los carromatos más grandes. De modo que la fiesta se integraba con
todo el vecindario. Los equipos de sonido se instalaban en las aceras y el
bailoteo corría por cuenta de las orquestas y conjuntos que, luego de tantos
años, siguen repicando por fortuna en ciudades capitales, provincias y veredas distantes.
Mucharejo que se respetara en el dancing aprendía a bailar de la mano de la tía soltera con las
extraordinarias big bang del momento:
La Billos, Los Melódicos, Los Blanco,
Los Hermanos Martelo, La Sonora Dinamita, Pastor López, Los Hispanos del ‘Loko’
Gustavo Quintero; Los Graduados de Rodolfo Aicardi, Fruko y sus Tesos, The
Latin Brothers, Joe Arroyo, Noel Petro, Juan Piña, Los Corraleros de Majagual,
entre otras de una innumerable lista que años después los programadores de
emisoras etiquetaron como chucuchuco.
Pues yo le debo mucho al chucuchuco, porque gracias a él descubrí los primeros hervores de
la conquista y la sexualidad; las mejillas ardorosas de los amores iniciáticos,
las de la adolescente más linda y codiciada de la cuadra que supo cogerme el
paso con los acordes de Los Hispanos,
y la voz olímpica del gran Rodolfo,
en su tema bandera: Manuelito Barrios.
Recuerdo, que por una memorable velada de 24 de diciembre,
me enteré por primera vez de las delicias de un beso esquineado, y al siguiente día, del tortuoso guayabo por la
desmedida ingesta de un aperitivo conocido como Cerezano.
Pero al final ganaba el amor, que era inocente, y como
tal, escondido y vigilado. Y gracias a esos trémulos romances que se gestaban
en Navidad, uno se las ingeniaba para tratar de imitar al gran Cervantes o a Gustavo Adolfo Bécquer, de puño y letra con estilográfica, para
sortear esquelas pletóricas de sonetos, acrósticos y dedicatorias perfumadas,
en nombre de la quinceañera que no tuvo reparos en bailar diecisiete veces en
el pavimento, bajo una luna rotunda, con el equipo de sonido en sus máximos
decibeles, rezongos de borrachos y latir de perros, Mi mambo rock.
Hoy me asalta la nostalgia de pretéritas navidades,
cuando observo que las fiestas de barrio ya no son las mismas, justamente
porque han ido despareciendo los barrios. Que quienes tienen en su poder la
adrenalina, no saben bailar ni conquistar. Que ya las familias no se asoman a
los andenes por el temor de que no se pueden dejar, como antes, las puertas de
par en par.
Que la Navidad ha perdido identidad, empezando porque los
villancicos han sido vilmente desacralizados por los operadores de telefonía
móvil, las casas de apuestas y los supermercados. Que hay que desconfiar de
ciertos papás Noel, porque no muy en
el fondo de sus artificiales barrigas y de sus capuchones colorados, se puede
camuflar una mano criminal.
Con todo lo humano y lo mundano, lo pérfido y
superficial, la Navidad me sigue
oliendo a musgo, pino y lama; a ovejas, bueyes, jumentos y pastores de caucho, a las bolsas de nieve de
icopor que se regaban sobre el pesebre, y a los penetrantes efluvios de orégano
y laurel que llegaban de la cocina, al calor de leños y calderos, donde en su
legítima propiedad se encendía el espíritu navideño, sin la extravagancia y el
marketing que hoy imponen los nuevos reinos del ágape que a lo largo de 2016
años, celebra el nacimiento del buen Jesús: la pompa estrafalaria de los
centros comerciales.
No sé si con lo acontecido en este trepidante almanaque bisiesto
que agoniza: la desconcertante tragedia del equipo Chapecoense, el repudiable crimen protagonizado por el bárbaro de Rafael Uribe Noriega en la indefensa
criatura de Yulianita Samboní, de lo
más reciente, agregado al 19% del IVA,
regalazo del superministro Mauricio
Cárdenas al trajinado bolsillo de los trabajadores de a pie, y los cocotazos del vicepresidente Vargas Lleras a su escolta, queden
restos anímicos para, al filo de la media noche, canturrear con pupilas
empijamadas las estrofas del dulce Jesús
mío / mi Niño adorado, / ven a nuestras almas, / ven no tardes tanto;
destapar un tamal tolimense, alzar una copa de sabajón Apolo, y agarrarnos a coscorrones por cabezaduras, y por la
increíble y catastrófica capacidad de aguante que nos hace únicos en la especie
humana.
Perdónenme si les agüé la fiesta.
¡Feliz
Navidad!
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