La franca y preciosa sonrisa de Catherine Ibargüen tras el Oro olímpico en Río de Janeiro y el tricolor colombiano como telón de fondo. Foto: Iván Alvarado/Reuters |
Ricardo
Rondón Ch.
Por fin, Negra,
con mayúsculas, como tu portentoso cuerpo, como tus poderosas piernas y tus
abdominales de acero, como el alma y la garra que dejas en tus prodigiosos
vuelos. Por fin, Negra, lo lograste…
Caterine
Ibargüen, en Río 2016,
quedó mineralizada para siempre en el vuelo olímpico de su cuarto envión, el
del memorable 15:17 en el foso, que
le otorgó la máxima presea a toda una vida de esfuerzos y sacrificios, en la
prueba reina de los Agónes
milenarios, pioneros en la Antigua Grecia
de las competencias del pensamiento, la destreza y el músculo: el Atletismo.
Una prueba que la heredera de los Masái, oriunda de Apartadó,
en el Urabá antioqueño, 32 años, 1,81
metros de altura, 70 kilos en la báscula, enfermera de profesión, con un Máster en Administración de Servicio
Recreativo; dueña de un temple que intimida la frivolidad de los
micrófonos, pero también de una sensibilidad que la hace romper en llanto, más en
los triunfos que en las derrotas, tenía pendiente desde Londres 2012, cuando por una lesión -que ella prefirió callar- en
la pierna izquierda, solo le alcanzó para la Plata.
Con este Oro
que ahora brilla en su orgulloso pecho y que nos encandila a todos de pudor y
de vergüenza por resistirnos a seguir su ejemplo, Caterine ratifica que más que la materia y el sistema nervioso, que
las facultades intrínsecas del calcio y la carne, y que el mito de Zeus que catapulta a quienes decidieron
elegir estas disciplinas, prima el esfuerzo, la perseverancia y el pulso inagotable
para superar nuevos retos.
La mirada maestra del fotógrafo Adrian Dennis, de AFP, que captó a la campeona colombiana con un gran angular, justo en una de sus zancadas, camino al oro olímpico. |
Ella lo reafirma al final de sus triunfales competencias,
de las más relevantes en su rutilante carrera: la Plata, de Londres; los
dos Oros Panamericanos y los cinco Sudamericanos; las preseas doradas en
los Mundiales de Atletismo de Rusia y de Pekín; sus récords consecutivos en las Ligas de Diamante; y ahora el máximo título en Río de Janeiro, su consolidación: “Nada que no se haga con esfuerzo, trasciende”.
Ibargüen es el
antónimo de conformismo. Sus leyes, desde que era la estudiante más espigada del
colegio Heraclio Mena Padilla, de Apartadó, cuando la profesora de
gimnasia retaba a sus alumnas a competir por sus calles polvorientas, con brisas
dulces de almendros, cocos, bananos y guayacanes, estaban señaladas por arraigados
ideales: ser la mejor, la más veloz, la de las zancadas más largas, la de los
saltos imposibles.
Así se fue formando la Negra en ciernes en esta apartada región del país azotada por la
necesidad, el abandono y la violencia. Y qué hubiera hecho entonces Cate, como le dicen en la casa su mamá
y su abuela macondiana: ¿sentarse a llorar en las faldas de sus viejas por la
falta de oportunidades, por estar tan distante de esa gente bonita de espacios
confortables que desayuna cereal con leche grado A en los comerciales de
televisión?
No. A una edad temprana, Caterine ya la tenía clara. Por encima de las distancias
geográficas y sociales, de los aprietos económicos, de todas las trabas que
cualquier jovencita a su edad y de su estrato puede encontrar en el país de las
negaciones, de los aplazamientos, de los torcidos
y la corrupción, Ibargüen advirtió a
tiempo que el tesoro de sus quimeras estaba en su propio cuerpo. En su cuerpazo
de negra, y como el Fidias de Atenas,
se empeñó en trabajarlo.
En el foso de la dicha de Río: la consolidación de una vida de esfuerzos, sueños y sacrificios. La gloria dorada. Foto: Pawel Kopczynski/Reuters |
El resultado de sus gestas ha sido por impulso y brío
permanentes, pero a la vez por una labor de equipo. Siempre que se baja del
podio reconoce que sus victorias no se hubieran cuajado sin la sabiduría y el
entrenamiento de un profesional que a lo largo de sus derroteros le ha dado la
fe, la técnica y la confianza para superar sus récords: el profesor cubano Ubaldo Duany, quien tras rescatarla de
su frustración de no poder clasificar en los Olímpicos de Pekín, en 2008, cuando ella decidió abandonar toda
actividad deportiva, se dedicó a pulirla con vigor y paciencia hasta lograr la preciada
joya que hacía mucho tiempo le faltaba a la corona del atletismo colombiano.
Fueron años de lucha, de desvelos, de quiebros físicos y
morales, de competir con lesiones musculares y trastornos digestivos –como le
sucedió en los Olímpicos de Londres
y en los Mundiales de Rusia-, pero
siempre con la seguridad y el aplomo de contrarrestar las adversidades, mentalizada
en la máxima de su entrenadora en el pasado, la cubana Regla Sandrino: “No te creas
la mejor de Colombia, pero tampoco la del último puesto. ¡Trabaja!”.
Deber ser por eso que a la hoy Campeona olímpica le incomodan los clichés de la prensa deportiva cuando la asocian con la pobreza rampante
de las regiones vulnerables de Colombia, de “la falta de oportunidades”; y que
por ningún motivo le vayan a sacar el negro de su raza como un obstáculo para
salir adelante porque se le sale completo el Ibargüen y témanle a la Negra
cuando le tocan su linaje.
“A mí no me gusta que me estén compadeciendo –le dijo Cate al periodista Mauricio Silva en 2012, en su entrevista más íntima y reveladora
que la deportista concedió a la revista Bocas-.
No tengo por qué estar diciendo yo soy pobre, porque nunca en mi casa me acosté
con hambre. Jamás he implorado ayuda. Tengo mi orgullo. Todo lo que he hecho me
lo he ganado en la pista, porque he sabido aprovechar las oportunidades, porque
sufro de inconformidad. El día que me conforme, hasta ahí llegará mi carrera”.
Orgullosa y altiva en su mejor pasarela: la vuelta olímpica con la bandera colombiana y el sombrero vueltiao. Foto: Iván Alvarado/Reuters |
La noche del 14 de
agosto de 2016 quedará grabada por siempre en la memoria de Caterine Ibargüen, en la de sus padres,
familia y amigos, en la de su amada abuela Ayola
Rivas (que en el patio de almendros de su casa de Apartadó no paraba de exclamar frente al televisor: “Esto es obra de Dios, y es para Colombia”),
en la de su entrenador Ubaldo Duany
que la acogió conmovido entre sus brazos, con la voz entrecortada por el llanto:
“Vinimos a Río por el oro”.
Como tallado quedará en el recuerdo de quienes hemos
observado a la campeona con singular cariño y admiración, como esa hermana
nuestra que con sus hazañas nos redime de las fatigas y las frustraciones que
vivimos a diario; de esa pantomima
descarada del poder y la política que tanto daño le ha hecho al país.
Ibargüen lo
sabe, pero guarda silencio. Entiende que vendrá el protocolo de rigor, la
visita a la Casa de Nariño, la
sonrisa y el abrazo del señor presidente, seguramente un discurso en el que
resaltará que ese Oro ganado a pundonor
es una metáfora para interpretar “la paz que todos abrigamos, y que está
próxima, y que sirva de ejemplo a la juventud”, y no faltarán las propuestas de
publicistas y de directores de mercadeo para sostener sus marcas en la apretada
economía del posconflicto que se avecina; y los insistentes guiños de las
agencias de modelaje que codician su escultural y maciza figura, y la Negra olímpica responderá que no, que eso no es lo suyo, que ella
es una atleta, y que pide por favor no la encasillen como un símbolo sexual o
como una reina de belleza.
Asumirá Cate
que el nuevo reto después del Oro en
Río está proyectado en romper el
récord de la campeona camerunés Francoise
Mbango, de 15.39. Y que para ello
debe trabajar más duro, como ha sido su régimen en cada plaza que se fija.
Quizás una mirada a los Olímpicos de 2020 en Tokio,
cuando ya frise los 36 años y sea esposa y madre, y esté al frente de un
semillero de atletas en Estados Unidos
o en Puerto Rico, o si le saben
reconocer de verdad sus méritos, en un coliseo de Apartadó que lleve su nombre. Pero son apenas sueños, como el
bolero, Quizás, quizás, quizás…
Postal para la posteridad: el salto increíble del Ávatar de ébano en el foso del Estadio Olímpico de Río. Ibargüen escribía la historia con letras doradas. Foto: Phil Noble/Reuters |
El júbilo colectivo que Caterine Ibargüen nos concedido desde su poderoso magisterio en la
pista y en el foso, también ha sido banquete y deleite para los profesionales
de la lente apostados en los umbrales de la competencia, en medio de los vítores
y el frenesí de simpatizantes con
camisetas amarillas que no cesaban de gritar “¡Colombia, Colombia, Caterine, qué grande eres!”.
Hay que ver las gráficas de los enviados especiales al
colosal estadio olímpico de Río de
Janeiro donde se disputaron las justas. Verdaderas obras de arte con la Gacela de Apartadó como inspiración, y con
las rúbricas de Iván Alvarado, Phil
Noble y Pawel Kopczynski, de la
agencia Reuters, y de Adrián Dennis, de AFP.
Es que cuando de competir se trata, el ónix, el oro y el precioso
marfil de su sonrisa se funden en la Negra
Grande del Atletismo Mundial. Por sus arterias fluye un magma que endurece
aún más los músculos de sus piernas, tan largas y veloces como debieron ser las
de la raza primigenia que en el África
del Génesis cruzaba a la par del viento interminables planicies y cordilleras.
Esta gráfica enmarca, en su máxima expresión, el brillo triunfal de Caterine Ibargüen, la Negra Grande del Atletismo Mundial. Foto: Reuters |
Hay en los 1.81 Mts. de Ibargüen una fuerza sobrenatural que desafía las fórmulas
gravitacionales de Newton y Galileo,
y que demuestra las probabilidades de que el ser humano puede volar si se lo
propone.
¡Muerde el oro, arrolladora!
(Debería existir por lo menos un diploma para los entrenadores. Con sobrados méritos se lo ganaría el profesor Ubaldo Duany, no sólo por su profesionalismo y dedicación con la consagrada pupila, sino por su don de gentes y su sensibilidad a toda prueba. Su gesto de dedicarle la Medalla de Cate a sus hermanos cubanos dispersos y agobiados por una siniestra dictadura de más de 50 años, nos tocó las fibras del alma).
(Debería existir por lo menos un diploma para los entrenadores. Con sobrados méritos se lo ganaría el profesor Ubaldo Duany, no sólo por su profesionalismo y dedicación con la consagrada pupila, sino por su don de gentes y su sensibilidad a toda prueba. Su gesto de dedicarle la Medalla de Cate a sus hermanos cubanos dispersos y agobiados por una siniestra dictadura de más de 50 años, nos tocó las fibras del alma).
0 comentarios