El artista belga Marcel Talkowsky, quien a principios del siglo pasado revolucionó la técnica de la talla del diamante. Foto: labrokumegane.com |
¿Quién no se ha dejado seducir, tras la vidriera de una
pomposa joyería, del fulgor luciferino de un diamante, del fuego erótico de un
rubí, del azul imposible de un zafiro, o del codicioso verdor de una esmeralda en
su magnífica gama de facetas: un cono, una pirámide, una gota, un óvalo, una lágrima?
Exhibidas en vitrinas conectadas a sofisticados
dispositivos de seguridad, las rutilantes piezas de joyería aguardan el
instante de su liberación, que sólo es factible - depende de la pureza,
legitimidad y peso específico de la piedra- con un fajo de billetes de alta
denominación, o una tarjeta plus de ribetes dorados, de libre aceptación en los
datáfonos del orbe.
Así, un príncipe saudí embelesado por los atractivos de
una joven modelo marroquí, no tendrá el menor inconveniente en dejar una
fortuna en petrodólares en la afamada joyería de sir William Barthman, o en el concurrido Distrito de los Diamantes de Manhattan,
para complacer los caprichos de su conquista.
Quizás el marajá, escoltado por mercenarios que apuntan
desde distintos flancos sus AK 47 de mira telescópica, se tope a la entrada con
la primorosa Cate Blanchett, que
tras el exitoso rol en la película Carol ha sido elegida como la nueva imagen de Tiffany´s.
Al guiño de su dichoso contratista se agregará un jugoso depósito en dólares en
su envidiable cuenta bancaria, y una gargantilla de brillantes de Amberes, con cientos de canutillos
tallados en un taller de Sri Lanka.
Sólo entonces las preciadas piezas de joyería, las de la
cobriza nínfula de Marruecos que
pisa los talones de Naomí Campbell, ahora
al servicio del pretencioso sultán, y las de la veterana actriz australiana, dejarán
las suntuosas prisiones de marca donde por días, meses o años estuvieron
cautivas, para elevar el ego de sus amas: el ego que todo lo quiere y todo lo
puede en el reino insaciable de la vanidad, el de la gloria efímera o el de la
certera perdición.
El cronista bíblico a quien correspondió narrar con
metáforas la expulsión de Adán y Eva
del paraíso con un látigo de fuego, fue ligero al afirmar que el delito
auspiciado por una serpiente parlanchina tuvo que ver con una manzana. El
inicio del prontuario criminal de nuestro decadente linaje en el despertar de
la humanidad, tuvo que haber sido por un botín más grande.
Los Vedas, que
fueron más sabios y visionarios que los escolásticos, se afianzan que no fue el
fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal lo que originó la
discordia entre el Supremo y sus
subordinados, sino el imprevisto descubrimiento de una caverna que
relampagueaba todo el tiempo con una poderosa luz que hería la retina de los
más fieros y temibles animales, empezando por el de Neandertal.
Esa cripta no era otro asunto que una mina de diamantes
en su fosforescencia cegadora, ubicada en predios de lo que hoy constituye la república de
Botswana, al sur de África, simiente de la raza humana,
emporio del invencible e inalterable mineral, síntesis milenaria del carbono,
catalogado como el más fino del mundo, donde el año inmediatamente anterior fue
hallado uno de los más grandes de las estadísticas en su historia, de pureza y
transparencia extraordinarias, 6,5 por 5,6 centímetros, 4 centímetros de
espesor y 1.111 kilates.
Es indudable que tamaño hallazgo encendió la ira de Dios por invasión a
territorios vedados. Allí nacieron la codicia, y su castigo, el arduo trabajo;
y la vanidad, el precio más alto que se paga en la terrena vida, con su finitud
irremediable. Y en ese periplo, la talla
como oficio, la talla de las primeras piedras como herramientas de trabajo;
el milagro del fuego para la fundición de metales, y con ello la alquimia a posteriori en la antigua Mesopotamia, perfeccionada y cimentada en períodos
medievales, el mágico laboratorio del oro y las piedras preciosas, perenne
legado del gran magma y de todos los silicatos posibles, a partir del Big-Bang.
Jimena Marín, del Taller de Talla de Piedras para Joyería, del SENA, bajo la custodia del Arcángel Miguel, en un anticuario de La Catedral (Bogotá). Foto: La Pluma & La Herida |
No en vano, el primer oficio del hombre en su evolución
no fue el de cazador, sino el de tallador. Con la talla del jade, el pizarrón y
la obsidiana se hizo a su primera arma: la
de la defensa, el sacrificio y la cacería, y se esforzó para que su
compañera se protegiera de las heladas con la misma piel del bisonte que él,
ella y su prole disfrutaron en una opípara cena de crepitante fogata a campo
abierto.
Y quiso que la hembra luciera más sexi que cuando salía
primorosa de las aguas del Congo o
del Éufrates, y con sus manos
maltrechas y heridas le fabricó un pectoral con un metal que brillaba como el
sol, y de esa materia prima le hizo un collar y unos pendientes con unas chispas lechosas como las del alba
perpetua. Y, siglos después, sobre el yunque el hombre sorprendió a su compañera con dos
argollas para sellar su junta. La mujer,
a las nueve lunas, dio cría. Y con ésta también nació la joyería.
Hoy, con entusiasmo tardío por este arte, el de la talla
de piedras lujosas, cuyo pénsum de formación acreditado y certificado, sólo
ofrece el Servicio Nacional de
Aprendizaje (SENA), estoy hasta ahora abriendo los ojos a este fecundo y
fascinante territorio, el de las gemas, su origen, dureza, composición química,
densidad, tenacidad, color, sistema, un rico y seductor alfabeto, a la fecha
para mí desconocido.
Me han deslumbrado nombres de innumerables piedras,
además de las mayores: diamante,
esmeralda, rubí y zafiro. Fonemas y diminutivos que parecen extraídos de
instrumentos atávicos, la mayoría de raíces griegas que remontan la vasta
cultura helénica, sus extraordinarias leyendas, su mitología.
Cómo no hacer eco de estas palabras cuando abonan en la cátedra de gemología de un maestro de
la talla, discípulo del gran Marcel Tolkowsky -que a principios del siglo pasado revolucionó la técnica del faceteado de diamantes- o de una joven alumna que ha invertido su vida en la admiración, el
fervor y el estudio de las piedras. Gemas
que, con su mágico destello, parecieran responder a la mística de quien las cita
con arpegios de laúd o mandolina: una andalucita, por ejemplo, salpicada de marrón o de violeta; una malaquita,
con su cristalino verde lisonjero de las campiñas boyacenses; una turmalina y su caprichosa paleta de
colores traslúcidos; o la coqueta crisocola
de azules a su antojo; y todas las primas hermanas de la familia de las ítas que por millones de años se han
cocido a máximo fuego en el centro de la tierra para obsequiarnos su belleza,
su tinte, su tono y pigmentos característicos.
La pirita, verbigracia, nido celoso de la esmeralda en los yacimientos de Muzu, Chivor, Coscuez e intermedias; la jadeíta, hija del jade
en sus llamativas tonalidades; la sugilita,
en malva o rosa, digna de coronas, ducados y principados; la nefrita, hija mimada de Neptuno, dios de los océanos y las
tempestades; la sodalita, que
también rinde tributo al agua como principio de todo lo creado; la rodonita, que no en vano es conocida
como la rosa de las profundidades; y
con ellas el ámbar, el ópalo, el lapislázuli, el ónix,
la aguamarina, el ágata, la calcedonia, el circón,
el crisoberilo, la obsidiana, el granate, el topacio, la serpentina, el corindón, los fósiles,
las perlas, los corales, los vestigios de atlantes
y lemurias. El diccionario es
infinito.
Hace unos días, en el recorrido que el Taller de Talla de Piedras para Joyería
realizó para los aprendices del SENA
por el Museo Internacional de la
Esmeralda y el tradicional centro de negocios de la calle 12 con carrera 6°, en Bogotá,
fui testigo de una revelación sorprendente.
Jimena
Marín, compañera de grupo, joven inteligente, estudiosa y de
incisivo apego a las piedras -de las que atesora una estimable colección-, se
enamoró perdidamente de una en especial que reposaba en el muestrario de sótano
de un viejo coleccionista.
Como en un ritual celta de purificación, la aprendiz estiró su mano y exhibió amorosa su trofeo. En mi vida había oído su nombre: shivalinga, me dijo que se llamaba este
pequeño rodillo achocolatado con perfectas coronillas en marmolina, una de las
tantas piedras sagradas del río Ganges,
a la que se le atribuye -según ella-, poderes de sanación y fertilidad. “Se supone que es el falo del dios Shiva en
la religión hindú”, remató Jimena apretando emocionada el guijarro, porque
el que apostó sus recursos para poseerlo.
Érika Espejo, talentosa joyera y talladora del SENA, embelesada con su lectura de un cuarzo. Foto: La Pluma & La Herida |
Cada piedra conserva su propia memoria. Y cada memoria,
infinidad de lecturas, un rompecabezas indescifrable, con un alfabeto propio, único
y misterioso, que para los más afiebrados puede obsesionar de por vida, o más
allá de los linderos de la existencia, en esos vuelos astrales que garantizan
de ida y vuelta adivinos y esotéricos.
Un empecinamiento que puede rayar en la demencia, en la
exasperación de los relojes a contracorriente, en los vuelos de campanas que
anuncian la guerra; en las brujas que presagian la maldición, la epidemia o el
desastre; en el desmadre de brújulas a la caza de tesoros en abismos suicidas y
mares terroríficos, como los que desafiaron los colonos del primer mundo en sus
fatídicas empresas de conquistas.
Estas memorias, estos apegos por las niñas ocultas y casi siempre difíciles y esquivas de la madre
tierra, deberían tener un sitial privilegiado no sólo en los libros y
tratados especializados que corresponde a su estudio e investigación. Salvo
contados orfebres de la novela y la poesía le han dedicado entre líneas un
capítulo especial: Milton, en su cantata
épica del Paraíso perdido; Oscar Wilde y sus escarceos diamantinos
en El retrato de Dorian Gray; el
hedonista Marcel Proust, en su
memoriosa saga de A la búsqueda del
tiempo perdido, Truman Capote,
anfitrión sibarita de Desayuno en Tiffany’s
(llevada al cine), y más reciente, Manuel
Vicent, en su peliagudo relato de soberbios magnates y refinados criminales
de su novela La novia de Matisse.
Justamente por estos días de labores de desbaste y
fallidos intentos de cabujones, lágrimas, conos y pirámides en el módulo de
talla, ha llegado por fortuna a mis manos la antología poética de un bardo
admirable: Fernando Denis, se llama,
oriundo de Ciénaga, Magdalena, una
suerte delirante de Rimbaud del Caribe.
Portada y solapa de presentación de la Antología Poética de Fernando Denis. Foto: Editorial Ibañez |
Extasiado con la riqueza de sus metáforas, que al decir del poeta William Ospina son como
flechas de centauro; con sus citas y remembranzas de la poesía inglesa que es
su panacea, me encontré con un retrato lírico del tallador, del tallador de piedras preciosas que, como los pintores, los
escultores y los genios de partituras, deberían rotular su rúbrica en todas y
cada una de las piedras que tallan, como certificación genuina, escrita por su
autor en tinta china, y apostillada como la ley manda.
Así la prodigiosa gota de diamante que engalana el cuello
de cisne de Cate Blanchett podría
llevar el nombre del maestro indochino que la pulió y le dio brillo en su
taller de Sri Lanka; o los fabulosos
pendientes de esmeraldas de Chivor
en forma de tréboles que lució la acaudalada Tatiana Santo Domingo el día de su boda con el príncipe Andrea Casiraghi, podrían hacer honor
a uno de los contados y excelentes talladores que existen en Colombia, uno de ellos, Manuel Antonio Hurtado Pérez, instructor del SENA, con veinticinco años de experiencia.
Una firma por derecho propio y obligación notarial,
porque los talladores son artistas legítimos que confieren a las gemas, desde
su imaginación y talento, el esplendor y la belleza como regocijante suma del
arte, el de la talla.
En el epitafio para Alejandro
Obregón, de Fernando Denis, hay
un verso que sugiere la síntesis de un camafeo, esas adorables joyas que las
abuelas, por arraigado sentido de pertenencia, delegaban a sus hijos y nietos, de generación en generación:
Mi
tumba soy yo/, el aire esculpirá lo que digo en mi silencio.
Otra aproximación al oficio de la talla en el poema ¿Puede el arte ser invisible?
Los
dos tallaremos en el instante/, en los colores del instante/, la forma que
evocará/ nuestro destino/ bajo el álgebra de Dios.
O, ese Alcaraván
donde se congela el tiempo:
El
reloj es un lugar en el instante/ donde ella se demora…
Y un fantasmagórico ejercicio de inmersión del alma del
poeta en su Paisaje interior:
(…)
A veces me arrojo al pozo de los cristales/ donde encuentro el dolor de una
imagen.
En puntillas de las doce de la noche, Denis evoca el quehacer de un relojero,
el Relojero extraviado, que es una sabia
filigrana del devenir de nuestros días, de la vida fragmentada y en franca lid
con el tortuoso, eterno e inexorable viaje del tiempo, y del ciclo que a cada
mortal acontece:
Siempre
va y viene/ esperando la hora/. Sube y baja los doce escalones de la escalara
circular/ y luego bebe agua en la sala/, en un jarrón antiguo/ que gotea doce
veces/, cada veinticuatro horas/. Después de la última campanada de la iglesia
de San Juan/ recibe en su jardín la lluvia/ para llenar el jarrón/, y vuelve a
la sala/, a su taller/, y entre arenales termina la clepsidra.
Y he aquí su lírica del tallador, absorto en su alquimia,
perenne en su oficio, que el poeta honra al más solitario y afortunado de los
artistas:
Cuando
el momento más elevado del color del paisaje/ queme tus pupilas con su brillo/,
Sentirás cómo la intensidad del tiempo madura/ bajo la tierra, en túneles
frondosos, en cavernas/. La luz irreverente de esos ojos subterráneos/ arrancados
a la veta te mirará y arderás/ en la llama verde hasta el milagro/.
Esta
piedra está llena de ojos/. Desde su mar interior, ese vientre iluminado/ donde
se agitan bosques de asombro/, correrán el día y la noche/, cantará el verano/ con
verdeante lucidez la forma que nunca cegará/ la sombra, que nunca dejará de ser
luz/.
¿Qué
cosa puede manchar el cristal que te envuelve, qué relámpago?/ Amanece. La mano
del amor reinventa los colores/. El cielo traduce los murmullos que emite/ la
delicada boca del verano/. Arriba, impetuoso, el sol cambia la luz de las nubes/
mientras tallo para ti su fuego entre mis manos.
Visite website del profesor Manuel Antonio Hurtado, instructor SENA:
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