Mario Echeverri Baena, 40 años al frente del Mercantil, su cafetín, en pleno corazón de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Mario Echeverri Baena tiene sesenta y
cinco años, dos operaciones de corazón abierto, diez cateterismos, dos hernias
cervicales, un matrimonio de cuarenta y cinco años, tres hijos, cinco nietos,
un bisnieto, y cuatro décadas detrás del mostrador del Café Mercantil, ícono de la bohemia bogotana, con sesenta años de
historia.
La
sangre que a contracorriente bombea el trajinado miocardio de Mario tiene que ver con el encabronado
apego por su cafetín. Este personaje, oriundo de La Unión (Antioquia) -que
hubiera merecido un capítulo en la novela Aire
de tango, de Manuel Mejía Vallejo–,
llegó al Mercantil en 1974, recomendado por un pariente suyo,
amigo de los socios Arango y Mora,
quienes en ese entonces regentaban el local.
En
su primera sede, en la calle 22 Nº 6-73,
el Mercantil era una suerte de fonda
paisa en el corazón capitalino, cuando los bogotanos aún vestían de terno,
corbata, sombrero y gabardina, y los griles, billares y cafés solo cerraban una
hora para levantar asientos, asear, reportar inventario y entregar turno. Allí Mario comenzó a trabajar como cajero.
Don Gonzalito, 90 almanaques, uno de los clientes más veteranos del Mercantil, todos los días es recibido de beso en la frente por Teresa Ortiz. Foto: La Pluma & La Herida |
De
esa época, Mario ha oficiado como
‘sicoanalista’ de cientos de copisoleros
de todos los pelambres, errabundos sin puerto, parroquianos de escampadero, y
más de 500 mujeres de fichas y copas, compañeras incondicionales de una
clientela dispar macerada en tinto mañanero, música del recuerdo, chorros
interminables de lúpulo y anís, y murmullos y secretos de la noctambulidad.
Mario lleva camisa
remangada y desabrochada hasta la mitad del esternón. A través de la prenda se
alcanzan a ver las cicatrices de sus operaciones, entre un ramal de vellos
cenizos. Tiene el acento paisa intacto y recio, con la verborrea corrosiva de
su raza arriera, la de sus ancestros, la de su padre Jesús Antonio Echeverri, vendedor de cigarrillos en cantinas y
bares de Medellín, como el Tíbiri Tábara, El Árabe y La Gayola,
este último conocido como El Puñaladas.
En punto de las once de la mañana marca tarjeta en el Mercantil para abrevar tinto el novelesco Robert Lemke Goldsmith. Foto: La Pluma & La Herida |
De
su billetera, Mario extrae una
tarjeta de control plastificada que él atesora como la credencial debutante de
su oficio. Por esa época, como lo registra el documento, un trago de whisky o
de brandy valía $6.00; uno de ginebra o vino $10.00; el de ron o aguardiente
$2.50; las cervezas Águila, Club,
Pilsen, Costeña, Dorada, Extra, Bavaria y Germania $3.00; los cigarrillos americanos como el Marlboro $9.00; los nacionales, Andino, Nevado, $4.00; President, Pielrroja y Nacional $1.50; las gaseosas 0.80
centavos, lo mismo que el Alka-Selzert;
el Mejoral y la caja de fósforos
0.30 centavos; una botella de ron $100 y una de aguardiente $70. Abajo, el
eslogan, en letras reteñidas, señala: “Su
cultura es base para nuestra atención”.
El Mercantil era uno más en el
amplio y próspero territorio de cafés capitalinos atendidos por coperas,
algunos con billares, de tiro largo, la mayoría desparecidos como el Americano, el Lima y el Pijao (donde Mario trabajó como
garitero), el Okey, el Niza y el Café Colombia, de los más antiguos en Bogotá; el Escocia, el Partenón, el Café Club Río
Sena, donde fue garitero el tristemente célebre Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El
Mexicano; el Príncipe, el Roma, el San Miguel, el Vesubio, el
Champion, el Grancolombiano, el San
Francisco, el Mirador, el Pentágono, el Toboso, el Ramírez, el Ángel Azul, el Granada, el Supremo, el Dólar, la Paz, el Sinfonía, el Palatino, el Windsor, el Europa, el Aventino, el Hamburgo, el Centauro, el
Victoria, el Machu Picchu, La Academia,
los emblemáticos Café Pasaje y San Moritz, y el Gran Clásico, que era el café de Mario Criales, campeón sin rival de carambola al cuadro y fantasía,
hace años transformado en parqueadero.
Myriam Pérez lleva veinte años compartiendo copas en las legendarias mesas del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
El Mercantil me sedujo desde el
principio por razones contundentes. Una, el inmejorable tinto, el más económico
que uno pueda encontrar en Bogotá,
servido en pocillo de pedernal con azucarera, y no en vaso desechable de cartón
con sabor a pegante. Otra, la atención directa de su propietario, que luego de
años de trabajo como cajero y administrador, terminó comprando el
establecimiento en 1994. Y, una
última, el buen gusto musical, la melodía de antaño, el tango sobre todo, que
después de mediodía marca la banda sonora de una jornada, entre farolitos
mustios, que se prolonga hasta la madrugada.
Yo
estaba picado por el tango desde la infancia, cuando observaba a mi padre -de
los primeros topógrafos que tuvo Carreteras
Nacionales- entonarlos mientras se afeitaba. Recuerdo sus preferidos: Uno, en la voz de Alberto Gómez, que narra el drama consuetudinario de amar sin ser
correspondido, y con Uno, Garufa, Naranjo
en flor, Cambalache, Tomo y obligo, Percal, Cuartito azul, La última curda,
Nada, Tres amigos, Dilema, Sur, y la estimable y rotunda discografía de Carlos Gardel, comenzando Por una cabeza.
De izquierda a derecha: Jaime Cortés, Elberto Uribe y Manuel Pérez, pensionados del periódico El Tiempo, en remotas épocas. Foto: la Pluma & La Herida |
Todas
estas melodías brotaban de un traganíquel
de teclas que yo activaba y repetía con monedas de 20 centavos hasta aburrir a
los demás contertulios. Finalizaba la década de los 70, y quien escribe estas
líneas era un joven triste y desgarbado, con el corazón roto por una estudiante
del Colegio María Auxiliadora. Una y
otra vez presionaba la clave C-15,
para retomar el acetato de 75 revoluciones con un tango insufrible que me
taladraba el pecho: Colegiala, en la
voz del cantor chileno Pepe Aguirre.
Linda muchachita / de
cara de rosa, / tú la más bonita, / tú la más hermosa. / Linda colegiala / de
los ojos negros, / mujer de mañana, / ven te ruego yo. / Loco me decían mis
amigos / porque te quiero de veras, / no saben los que murmuran de mí, / lo
grande que es mi pasión…
Muchos
años después y con toda la fama adquirida de Pepe Aguirre, el sureño -cuenta Mario Echeverri- terminó alcoholizado y perdido en las calles
bogotanas. Varias veces llegó al Mercantil
a cantar por una copa, y Echeverri,
desconcertado y enfurecido, le echaba cualquier peso en el bolsillo y lo
arrumaba en un taxi rumbo a una pensión de paso. Se le hacía imposible que
semejante figurón del tango, que llenó escenarios como el del Jorge Eliécer Gaitán, anduviera de
tumbo en tumbo, en una miseria rastrera, por culpa del vicio y la degradación.
Como para la portada de un disco de tangos, don Enrique Aldana, geotecnólogo bogotano, uno de los asiduos clientes del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
No
corrieron la misma suerte artistas que por ese entonces coincidían en el Mercantil: Óscar Agudelo, el recordado Alberto
Zapata de El Esquinazo, o Raúl Santi, que Mario narra, respaldó cuando era un completo desconocido, y ya
impuesto en el cartel del reconocimiento, le volteó la espalda con el argumento
de que si él no había vuelto por el café, era porque sencillamente se le dañaba
su imagen.
Óscar Agudelo, el sastre y mentor
de melodías lacrimógenas y descorazonadas, nacido en Herveo (Tolima), estaba en el furor de su Cama vacía y otros éxitos de repertorio como China hereje, Farolito, Desde que te marchaste, Hojas de calendario, Mujer ingrata, Esos tus ojos negros y El Redentor,
y no fallaba en el Mercantil a su
cita de tinto y tertulia, por lo menos tres veces a la semana.
Por
esa época, Agudelo regentaba su
establecimiento nocturno, el ‘Óscar
Show’, ubicado en la calle 16 entre
carreras 13 y Caracas, frecuentado
por artistas de la talla de Julio
Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Lucho Bowen, y personalidades de la farándula
criolla como Fernando González Pacheco,
Hernando El Culebro Casanova, Héctor El Chinche Ulloa, y Billy Pontoni,
que era el imberbe de la patota, apadrinado por Pacheco.
El sargento de caballería José Naim Santamaría, muy tieso y muy majo, acompañado de Jenny López, la copera más pollita del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
Hace
un año, para un perfil que estaba escribiendo sobre él, llevé a Óscar Agudelo al Mercantil, y en ese trámite de reminiscencias, después de varios
lustros, reconoció la vieja rockola
preñada de páginas dolidas del pasado, las suyas, el cariño de los contertulios
que se pararon de las mesas para saludarlo y pedirle el favor de hacerse fotos
con él, y el recorderis de Mario
Echeverri, treinta años atrás, cuando los curtidos bohemios no corrían
peligro al salir de un café a otro, y a otro más, en ese itinerario aventurero
de querer devorarse la noche entre copas, señoritas de vestidos vaporosos y
marcado rouge, y esperpentos de
arrabal.
Agudelo apretó los labios y
no pudo evitar que se le escapara una lágrima. Echeverri saldó esa cuenta de la nostalgia con La cama vacía y su sentida versión de Niebla del riachuelo, letra de Enríque
Cadícamo. Aquella tarde, el viejo cantor de Herveo se tomó tres tintos y una infusión aromática, y como pavo
mimado de corral terminó contando anécdotas rodeado de parroquianos y
admiradoras.
El libro de cuentas y las famosas fichas de trueque, contabilidad oficial de tintos y copas en la sexuagenaria historia del café Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
Con
un decorado que no va más allá de lo auténtico y testimonial de la rancia
antioqueñidad, el Mercantil conserva
su estilo de toda la vida. Todo allí es vetusto, de antaño, y el inventario, a
vuelo de pájaro, da cuenta de carrieles paisas y botas taurinas; teléfonos de
disco y monedero; lámparas de petróleo marca Coleman; rejos y zurriagos, faroles por doquier; el antiguo aviso
luminoso de la desaparecida cerveza Karla
que identificó por mucho tiempo la razón social del establecimiento; los
mosaicos en blanco y negro de Marilyn
Monroe, los afiches y retratos de Gardel
y otras figuras del tango, la portada de un disco de Libertad Lamarque, dos poster
del Charrito negro, un pendón de la
compositora y cantante tolimense Olga
Walkiria; una foto del Metro de
Medellín; el tesoro invaluable que para Mario representa la victrola de la RCA Víctor y la caja registradora NCR, con más de 50 años de antigüedad, al igual que la vieja greca
curada del mejor café de Colombia,
según Echeverri, La Bastilla, procesado en Medellín, que no cesa de surtir tinto
al por mayor.
El decorado del Mercantil resume objetos como el traganiquel, la victrola y los teléfonos de disco, entre otros souvenirs de antología. Foto: la Pluma & La Herida |
Hace
treinta años, después de haber probado oficios improbables como mensajero de
comisionistas de esmeraldas, vendedor de chance y rifas de café en café, y de
libros viejos y cachivaches en los mercados de las pulgas, además de cantor de
tangos y declamador del Romancero gitano,
y de poemas populares en bares y tascas taurinas, me embarqué en la aventura
del periodismo y Mario Echeverri Baena
fue mi fiel mentor en lo que acontecía o dejaba de suceder en el centro, toda
clase de episodios macabros y funestos con los que nutríamos las páginas del
diario El Espacio: el crimen del
día, el desalojo a un inquilinato de travestis, la redada repentina a una
tropilla de jovencitos prostitutos en Terraza
Pasteur, la captura de un mafioso en ciernes, acompañado de una mujerzuela
en una de las whiskerías del
desaparecido pasaje de la calle 24 con 7°; el homicidio de un esmeraldero dentro de su Nissan Patrol, etc.
De
ahí que no era una rareza hacer los consejos de redacción en el Mercantil, entre sorbos de tinto e
infusiones aromáticas, generalmente los miércoles después de las cinco de la
tarde. Y, los viernes, después del cierre de la edición de Bogotá, promedio ocho de la noche, con los compañeros de la fuente
judicial: Eric Palacino, John Cerón, Cabeto González, Alejandro
Monroy, Ricardo Cubillos, María Esperanza Arias (editora del consultorio
sexual), Juan Carlos Buitrago, Toscano, el caricaturista; el infaltable Héctor El Gato Gómez, sabueso viejo y mañoso del
crimen callejero; Andrómeda, astrólogo de planta, y el avezado reportero gráfico Juan Carlos Calderón, que antes de su prematura muerte a los 33
años, en un absurdo accidente casero, daba pruebas fidedignas de su amor por el
Mercantil con sus visitas
permanentes en el día y en la noche, porque vivía solo en un apartamento a
escasos pasos del local, en la carrera
10° con calle 21, en un edificio centenarista donde Sergio Cabrera, si así lo quisiera, podría filmar la segunda parte
de La estrategia del caracol.
Doña Chavita Ortiz, esposa de Mario Echeverri, fiel custodia del viejo mostrador del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
También
era costumbre ver en puntillas de las once de la mañana y de las cuatro de la
tarde al fotógrafo Manuel H. Rodríguez,
memoria instantánea de la Bogotá en
blanco y negro, con su melena alborotada de Albert Einstein, siempre circunspecto, degustando su humeante tinto
sin pronunciar una sílaba, a veces, cuando se le saludaba afable, esbozando la
misma sonrisa que por más de medio siglo fue su sello en el callejón de la Plaza de Toros de Santamaría, en los
actos públicos como las posesiones de alcaldes o presidentes, o en la
reportería de a pie, hasta sus últimos años, más de 80, cuando desatendía la
recomendación de su familia por enfermedad, y salía a paso cansino por las
escaleras de madera de su laboratorio de la
calle 22 con 7°, presto a
cubrir, maletín al hombro, el hecho del día.
En
las mesas del Mercantil han
compartido figuras de la política como el ‘eterno’ senador Víctor Renán Barco, el ideólogo del M-19 Sergio de la Espriella, el abogado y líder conservador Gilberto Alzate B. -quien arguye Echeverri Baena, no volvió al café
luego de haberle firmado un vale por sesenta pesos-, las artistas Olga Walkiria y Lady Juliana, y el ídolo del despecho Jhonny Rivera, entre otros.
La
primera etapa del Mercantil, luego
de 56 años de despachar en la calle 22 Nº 6-73, llegó a su final en abril de 2011, a raíz de la persecución de
Amanda Ariza Romero, asesora jurídica de la Alcaldía de Santa Fe, al administrador del negocio, Sandro Echeverri Ortiz, hijo de Mario. Asegura Sandro que el hostigamiento de la funcionaria no pudo ser más
incisivo y encarnizado.
Una bella sonrisa a flor de labios seduce de entrada al visitante que aspira a disfrutar de la bohemia y la tertulia, que a diario se cuece en el Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
Esa
amenaza reiterativa de desalojarlos del negocio repercutió en un nuevo bajonazo
de salud de su padre, quien estuvo varios días en cuidados intensivos por una
crisis cardíaca. La abogada en cuestión acusó al Mercantil de burdel, de alterar la paz y tranquilidad ciudadana,
cuando señala Sandro que jamás,
hasta esa fecha, el café había sido sellado por inspección de policía, ni se habían
producido en su interior alteraciones de ninguna índole.
Pero
la funcionaria estaba decidida a acabar de una vez por todas con el
establecimiento: les exigió licencia de construcción y uso de suelo, también
uniformes para las empleadas, una renovación total del decorado costumbrista,
les hizo cambiar tres veces los orinales, y hasta la mascota de Sandro, un gato angora, resultó
damnificada cuando la doña ordenó implacable expulsarlo del local. El animalito
le fue regalado a una de las empleadas, pero murió de pena moral a los dos
meses. Para rematar, les canceló la venta de cerveza y licor, y el negocio solo
quedó autorizado para expender gaseosas, tinto y aromáticas. De modo que la
quiebra se les vino encima.
Mario Echeverri, doña Chavita Ortiz y Sandro Echeverri, la familia en pleno del Café Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida |
Fue
el empresario manizalita Guillermo Castro,
amigo de toda la vida de Mario Echeverri,
quien les dio una mano ofreciéndoles en arriendo un amplio local en el segundo
piso de la calle 22 Nº 9-23, donde
hasta hace unos años funcionó La Barra,
renombrada tasca taurina, punto de encuentro de políticos, periodistas,
faranduleros, lagartos de cuello tieso y, por supuesto, el gremio taurófilo.
De
esa fecha, hace ya cuatro años, funciona allí el Mercantil, ahora con el nombre de cafetín, con sus clientes de toda
la vida que ya pasan de los 80 años, como la terna de pensionados del periódico
El Tiempo: Manuel Pérez Soto (82), Elberto
Uribe López (73), Jaime Cortés
(84) quienes, apoyados en sus respectivos bastones y asidos a la baranda,
ascienden los quince escalones de lámina de hierro para acudir a su cita
tintera de las once de la mañana.
"¿Sí están bien atendidos o les falta algo?", es la pregunta rigurosa de Mario a su clientela de años. Foto: La Pluma & La Herida |
Vecino
de los anteriores, con asiento adjudicado, el rostro lánguido y cetrino de don Luis Enrique Aldana (73), geotecnólogo
y analista de tierras, que marca tarjeta en el café desde 1969. Junto al mostrador, fijo a las diez de la mañana, ubica su
encorvada figura quien podría ser la encarnación de Maqroll El Gaviero, de Álvaro
Mutis: Robert Lemke Goldsmith
(65 años), poseedor de una biografía novelesca y laberíntica por ciudades,
mares y puertos del mundo, hijo de un matrimonio franco-belga, quien dice
haberse extraviado de su progenitora a temprana edad.
Robert, que asegura ser
cliente del Mercantil de hace 45
años, pernocta en un cuarto de un viejo edificio del barrio San Bernardo -vecino del antiguo
hospital de La Hortúa-, por el que
paga $60.000 mensuales. Almuerza con un corrientazo
de $1.700 en el restaurante más económico de
Bogotá, La araña negra, ubicado
en la calle 5° entre carreras 11 y 12. Dice haber sido agricultor,
constructor, pintor de brocha gorda, mecánico de turbinas de la Fuerza Aérea Americana, profesor de
inglés y de ciencias agropecuarias. Sostiene haber tenido muy joven una
relación forzada con la mamá de la artista barranquillera Shakira, dizque para “purificar su raza”. A Robert le encanta, además de la aventura, el brandy, la ginebra y
el cigarrillo Montero. Por la noche,
cuando llega de sus insospechadas andanzas, enciende un cacho y se solla la
melodía de sus compositores preferidos: Antonio
Vivaldi y Doménico Scarlati.
Murmullos y secretos de la noctambulidad bajo el lánguido candil de farolitos mustios, baladas, tangos, rancheras y boleros, banda sonora del Mercantil. Foto: la Pluma & La Herida |
O
don Gonzalo Cárdenas, don Gonzalito, el mayor del kindergarden del Mercantil, jubilado de la Administración
Postal, recién cumplidos 90 años, 45 de ellos de copiosa visita al entorno
de sus añoranzas, que todos los días, de lunes a sábado, a la una de la tarde,
es recibido con un beso en la frente por Teresa
Ortiz (por eso del soneto de Eduardo
Carranza: Teresa en cuya frente / el
cielo empieza / como el aroma en la sien de la flor…), la guapa y diligente
santandereana que lleva dieciséis años atendiendo las mesas del antológico
local.
Que
se sepa, sostiene Mario, nunca ha
habido un episodio qué lamentar en los cuarenta años que lleva al frente de su
negocio. Me consta, y estoy seguro que se corren más riesgos y peligros en
cualquiera de los bares puppy que
pululan en el Parque de la 93 o en
la Zona Rosa.
Que
lo diga el sargento primero de caballería José
Naim Santamaría Vega, de Jumbo,
Valle, jefe de seguridad en activo, galán de riguroso terno raya de tiza, gourmet y poeta, que
concurre al Mercantil desde 1976, y
que, en esta media tarde de un jueves soleado de agosto comparte libaciones
etílicas de ajenjo y champaña con Myriam
Pérez, la copera más antigua del café (20 años a su servicio), y con la
veinteañera Jenny López, la más
pollita del corral, y que ya copetón de aguardiente sigue el compás del tango Nada, en la portentosa voz de Raúl del Mar, con la orquesta de los Caballeros del Tango.
Sabe
el militar en cuestión que dos tragos más serán suficientes, que cancelará la
cuenta y se despedirá de abrazo de Mario
Echeverri y de su querida esposa doña Chavita
Ortiz, y que Myriam y Jenny, sus alcahuetas de bohemia
tanguera, lo dejarán con el taxista de confianza previamente avisado, le
abrirán la puerta y le estamparán un beso en cada mejilla, como es la costumbre
con los viejos clientes, que más que eso, concluye Mario, son como de la familia.
Al fondo, en el escaparate de su tanguedia, el as de copas del Café Mercantil continúa en su rutina de moler melodía. Pincha un nuevo disco, abreva un sorbo de café, y en el rancio salón queda navegando el bronco rumor de Maldito Cabaret, en la voz del Caballero Gaucho.
Al fondo, en el escaparate de su tanguedia, el as de copas del Café Mercantil continúa en su rutina de moler melodía. Pincha un nuevo disco, abreva un sorbo de café, y en el rancio salón queda navegando el bronco rumor de Maldito Cabaret, en la voz del Caballero Gaucho.
*Esta
crónica hace parte del libro El impúdico
brebaje, que recopila historias alrededor de los cafés más tradicionales de
Bogotá, entre 1866 y 2015, trabajo de edición de Mario Jursich Durán, director de la revista El Malpensante, con investigación de Alfredo Barón, Nubia Lasso y Julieth Rodríguez, fotografías de Margarita Mejía, con apoyo de archivos nacionales, distritales,
periodísticos y de familia, y reconocidas plumas como las de Eduardo Escobar, Jota Mario Arbeláez, Héctor
Abad Faciolince, Juan Esteban Constaín, Darío Jaramillo Agudelo, Ricardo Silva
Romero, Juan Gabriel Vásquez, Rosario del Castillo, Jaime Andrés Monsalve,
entre otros. El libro es el resultado del programa Bogotá en un café, que hace parte del Plan de Revitalización del Centro de Bogotá, dirigido por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural.
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