Marielita, al lado de su compañero inseparable: el gran Carlitos Gardel, imagen tutelar de El Viejo Almacén, en la boca del barrio La Candelaria, en Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Cuando se produjo la muerte del Zorzal criollo aquel fatídico 24 de junio de 1935, en el aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín, Mariela Cruz
Marín, su arraigada devota y cultora en Colombia, ya venía en camino en el
vientre de su madre.
El próximo 22 de noviembre de 2015, Marielita,
como la conoce la bohemia tanguera de Bogotá, completará ochenta años de vida, cuarenta
y nueve de ellos dedicados a mantener viva la tradición de El Viejo
Almacén, epicentro de contertulios de varias generaciones donde la melodía
de arrabal se cuece a fuego lento en un viejo tornamesa, como debe ser en esta
memorabilia del pasado y la añoranza que demandan los 1.500 acetatos de 78
revoluciones, invaluable tesoro de su propietaria, herencia de su finado
esposo Francisco Eladio Restrepo
Restrepo, coleccionista de música de antaño, fallecido hace 38 años.
Un promedio de 1.500 acetatos de 78 revoluciones, debidamente protegidos en sobres de papel de arroz. Foto: la Pluma & la Herida |
La matrona del pago sentimental
asegura que puede tener otros mil más en su casa, pero que son suficientes los
que reposan en la estantería de su negocio, que ella limpia y protege como si
se tratara de objetos religiosos. En esas labores de conservación le ayuda su
unigénito Francisco Javier Restrepo,
el popular Pachito tras el mostrador,
y John Jairo Giraldo, sobrino de Mariela,
a quien ella quiere como si fuera de sus entrañas. A los dos, Marielita los sacó adelante, noche a noche, moliendo tangos.
Y eso es lo que de alguna manera ha
hecho esta noble dama de su recinto. Una suerte de ceremonia semanal con el
tango, presidida por el retrato emblemático de Carlos Gardel, empotrado en una columna posterior de la barra, de
tantos que cuelgan de las paredes de El
Viejo Almacén, en diferentes ángulos, en blanco y negro, y sepia, pero
siempre con la sonrisa perfecta que simbolizó la gracia y el donaire del ídolo
de la tanguedia mundial.
Toto, físico y meteorólogo alemán, infaltable en la barra, los viernes, en fiel comunión con la tanguedia gardeliana. Foto: la Pluma & La Herida |
Pero allí Gardel no está sólo como ícono de ruegos y plegarias. Sobre su
rostro reverbera la luz de las veladoras que Mariela Cruz Marín les enciende al Sagrado Corazón de Jesús, a la Virgen
de Guadalupe, al Divino Niño de
Atocha y a la Virgen de los Siete
Puñales, como llama ella a La Piedad
que, junto a la de Gardel, son sus
imágenes de devoción, y que como rito puntual, alumbra antes de abrir al
público las puertas de su establecimiento.
Otro retratos como el de Francisco ‘Pacho’ Canaro, Aníbal ‘Pichuco’
Troilo, ‘El Polaco’ Goyeneche, Agustín Magaldi, Alberto Gómez, Hugo del Carril
y Olimpo Cárdenas, hacen parte del
decorado del santuario tanguero, donde Mariela
no falta a la cita de los viernes y sábados (antes lo hacía todos los días),
con admirable vigor a sus setenta y
nueve años, y con esa cuota de humor y complicidad con su clientela, que
ella con tacto y prudencia ha aplicado en el esmerado servicio y en los
trámites del corazón: bien para atizar el fuego de la pasión entre un hombre y
una mujer que coinciden entre copas en la barra, o para incentivar en la
reconciliación de una pareja herida por los alfileres del encabronamiento.
El Viejo Almacén, recinto dispuesto a la nostalgia, la tertulia, la soledad bien acompañada, y el enamoramiento. Foto: La Pluma & La Herida |
Igual, cuando se trata de solitarios
o peregrinos anónimos de otras tierras. Ella está presta a oírles sus cuitas, a
aconsejarlos y a complacerlos con el tango o la milonga que cala perfecta en
sus requerimientos, de las más solicitadas, todo el repertorio gardeliano, en especial, Volver, El día que me quieras, Por una cabeza, Mi Buenos Aires querido,
desde la querencia de su respetado tutor: el inmortal Charles Romuald Gardes, con registro de nacimiento del 11 de diciembre de 1890, en Toulouse, Francia, fallecido en un
absurdo accidente aéreo a los 45 años,
en Medellín, Colombia, el 24 de junio de 1935.
Si el veterano campeón de ciclismo Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, al
decir en la memorable crónica del precursor del Nadaísmo Gonzalo Arango, ostentaba “el Sagrado Corazón de Jesús más feo del mundo”, reteñido,
excesivamente maquillado, con el músculo cardíaco en llamas y un marco de
carnicería, Mariela Cruz Marín se jacta
de su reliquia de arrabal con El Morocho
del Abasto, en quien, con el transcurrir de El Viejo Almacén -que no será de las mismas proporciones
arquitectónicas y culturales de El Viejo
Almacén del sector de San Telmo,
en Buenos Aires; o el de la Calle Ramón Gómez de la Serna, en Madrid, España-, ha depositado sus
votos de protección, salud, ‘platica’ y otras bienaventuranzas.
El de su propiedad, a punto de
cumplir cincuenta años, que abre los portones del barrio La Candelaria, acuña cientos de anécdotas pasadas por el tamiz de
la nostalgia. El Viejo Almacén de Marielita tiene sus orígenes en el
primer barcito que abrió su esposo Francisco
Eladio Restrepo, cinco décadas atrás, en la calle 3ª entre carreras 9ª y 10ª, y que tuvo por nombre El Cambrión (hierro macho de los
tacones femeninos), que despachaba por igual tangos, milongas, rancheras,
valses, boleros, música de carrilera.
Por esa época, detrás del mostrador,
en un cajón de madera, donde anteriormente venía la cerveza, envuelto en un par
de cobijas dormía su crío, Pachito,
en noches novelescas de compadritos, malevos y lunfardo, como en la mentada Cumparsita de Julio Sosa:
(…)Porque cuando pibe me acunaba/ en tango la canción materna/ pa’llamar
el sueño y escuché/ el rezongo de los bandoneones/ bajo el emparrado de mi
patio viejo/ porque vi el desfile de las inclemencias/ con mis pobres ojos
llorosos y abiertos/ y en la triste pieza de mis buenos viejos/ cantó la
pobreza su canción de invierno...
Allí se empezó a forjar la colección
de más de dos mil tangos que hoy orgullosa atesora Mariela, de los más antiguos, los de Margarita Cueto, Juan Arvizu, Juan Pulido, y por supuesto, Carlos Gardel, el ídolo de esta buena
señora que, a la muerte de su esposo, tomó las riendas del negocio y lo
trasladó a la calle 12ª con carrera 5ª,
arriba del desaparecido Teatro Popular
de Bogotá (hoy Teatro-galería Odeón),
un local pequeño, estrecho, con no más de cinco mesas, que se fue acreditando
con el nombre de ‘Marielita’.
Las imágenes de devoción de Marielita: el Sagrado Corazón, el Divino Niño de Atocha, la Virgen de los Siete Puñales y san Gardel. Foto: La Pluma & La Herida |
Años de trajines y desvelos, y
Marielita siempre incólume, sin bajar la guardia, con ese tesón y coraje de las
mujeres de antaño, trabajadoras de largas jornadas, consagradas a sus hijos en
levante.
Eso sí, con un carácter y un
temperamento marciales, y no porque sea oriunda de Pijao (Quindío), “tierra donde no hay cupo para cobardes”, sino
porque debía imponer su genio y matriarcado cuando la necesidad lo exigía, si
se tiene en cuenta que en esos tiempos no era tarea fácil para una mujer lidiar
a media noche con turbas de borrachos tercos y cansones, propensos a armar
chichonera o, al menor descuido, pies en polvorosa sin pagar la factura.
Leonardo y María Camila, uno de la larga lista de romances que han nacido en esta barra bohemia. Foto: La Pluma & La Herida |
En este sentido, Mariela, en todos estos años, tiene un respeto ganado a pulso. Sus
clientes, los del antiguo bar, que siguen siendo en su mayoría los mismos de El Viejo Almacén (en su tercera sede, calle 15#4-30) de hace más de veinte
años, la quieren, la admiran, le celebran su cumpleaños, la llaman a su casa
cuando por enfermedad se ausenta, y algunos, los más desamparados y
desprotegidos, la ven como a esa mamá putativa en quien confían, al calor de
unos tragos, sus dramas y derrotas.
Mariela, como buena paisa, también se toma sus niquelados sin pasantes, ‘fondo
blanco’, el primero por su difunto cónyuge Francisco
Eladio; el segundo, por Gardel,
el único galán en su vida fuera de su marido, que la ha hecho perder la cabeza
por su voz, su talante, sus hermosos tangos, “y esa sonrisa de perlas” que de
entrada ilumina su estancia.
Aviso emblemático del nicho frecuentado por bohemios y amantes del tango, a lo largo de cuarenta y nueve años. Foto: La Pluma & La Herida |
Por ese Viejo Almacén de sus amores, han pasado personajes de la vida
nacional: escritores, poetas, pintores,
periodistas, gentes sensibles y de acervo cultural que encuentran en la melodía
de arrabal el mejor oráculo para sus hondas reflexiones.
En esa barra y en esas mesas que si mi Dios contara, han germinado
muchos romances, sellados con el tiempo en matrimonio, la mayoría con Mariela como invitada de honor, cuando
no madrina; pero en la misma proporción, diluvios de lágrimas y acabóses,
cuando el amor finiquita y ya no tiene remedio, y es cuando el tango y el licor
interceden como placebo para remojar las heridas.
Varias veces escuchamos en penumbras
al poeta Mario Rivero (q.e.p.d.) con
su voz de cantor de tangos -lo fue en su juventud- entonar Sur, de Homero Manzi, y
otras páginas del repertorio porteño, para rematar con su Tango para Irma la Dulce, esa exhortación panegírica a las mujeres
de vida undívaga, sacerdotisas del amor silente y escondido en ‘cuartitos
azules’ impregnados de ginebra.
O, a Rogelio Salcedo, el cliente más antiguo de Mariela, con treinta y ocho años de maduración, llorar a lágrima
viva y en solitario escuchando Balada
para un loco y La última curda
en la voz de Roberto Emilio ‘El Polaco’
Goyeneche; a Mario Espinoza,
otro de los ilustres de la vieja camada, soltar las piolas de su enciclopedia
de autores y tangos; y al dramaturgo y director del colectivo La Candelaria, Santiago García, rodeado de gráciles nínfulas ávidas del panal de
su sabiduría.
Hoy, curiosamente, El Viejo Almacén cuenta con una
clientela que no pasa de los treinta años, y hay que ver a estos jóvenes entusiastas,
la mayoría artistas y universitarios,
bailar tango como sombras chinescas entre taburetes de madera y cuero
del Pasaje Rivas, bajo la mirada de Gardel en una réplica de cartón que se
erige en un recoveco de la puerta de entrada.
En la visita más próxima al 80 aniversario de la trágica muerte del Zorzal
criollo, nos encontramos en la barra con Thorston Belsiege, para sus amigos de bohemia, Toto, un físico alemán afincado en Bogotá que se gana la vida como meteorólogo contratista, y que por
coincidencia conoció El Viejo Almacén
por una amiga que le estaba ayudando a ubicar un apartamento en arriendo en un
edificio, como dicen los viejos gauchos, justo al frente de la pulpería.
Toto es otro de los numerosos oficiantes de la ceremonia gardeliana y no
falla los viernes desde hace quince años. No tiene inconveniente en libar y oír
tangos solo, pero tampoco se queja si alguna universitaria desprogramada se
ubica a su lado para compartir una copa, generalmente de aguardiente, o un par
de cervezas.
Hora de despedir la clientela |
Entre sorbo y sorbo el bohemio teutón
desgrana sus peticiones de rigor que tienen que ver con los clásicos de Gardel, pero cuando se le
suben los tragos, repite cuantas veces se le antoje Cambalache, la letra que, según él, nunca pasará de moda por
ajustarse a la cruda verdad de la condición humana.
En la esquina de la barra, la joven
pareja integrada por Leonardo Hernández
y María Camila Escobar, él,
escritor; ella, antropóloga; libaba los últimos sorbos de una media botella de Jack Daniels. Leonardo y María Camila se conocieron hace seis meses en El Viejo Almacén, y duraron en plan de
amigos hasta hace tres meses, cuando regresaron y formalizaron su noviazgo.
Ahora, con las neuronas empapadas en bourbon
se afianzan en la promesa de irse a convivir. María Camila recalca que cada visita al bar significa para ellos un
rito de paso.
Con la clientela renovada, El Viejo Almacén no pierde la impronta
de sus primeros tiempos. Los acetatos de 78 revoluciones debidamente cuidados
en sobres de papel de arroz; el viejo tornamesa que como por obra del espíritu
cada vez más vivo de Gardel, no cesa
de sonar; los urgentes pedidos entre mesas de Marielita para que Pacho
y su primo John Jairo revuelen a
despachar, y las copas pletóricas de ajenjo, en nutridas y fervorosas
‘homilias’ tangueras que se prolongan hasta que se apagan los faroles y el
sereno de la madrugada bogotana despabila a los contertulios, paraliza el brazo
del tornamesa y esculca bolsillos para pagar la cuenta.
Es hora de partir y franqueado el
umbral, Gardel sigue sonriendo en el
ala principal de la gruta tanguera, alumbrado por las veladoras de las imágenes
que solo se apagan antes de que Mariela
salga. Y hasta que la Virgen de los Siete Puñales se lo
permita.
Antología musical de Carlos Gardel: http://bit.ly/1SImAYf
Carlos Gardel, 80 aniversario de su muerte, Clarín.com http://clar.in/1GxPLEW
Las huellas de un zorzal, Clarín.com http://clar.in/1IxBwkO
La leyenda del inmortal, Clarin.com http://clar.in/1BzH5lo
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