Gilberto Romero le dedicó 56 de sus 70 años al oficio de la peluquería. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Como solía
hacerlo a menudo, el sábado 13 de junio
de 2015 - víspera de su fallecimiento-, el veterano y reconocido peluquero Gilberto Romero Bernal, al filo de las
cinco de la tarde y después de una ardua jornada, salió a tomar un respiro a la
banca de lámina ubicada en el corredor, al frente de su establecimiento, en la
segunda planta posterior del centro
comercial Metrópolis.
Allí se
encontró con José Cortés, otro
profesional del embellecimiento capilar, vecino de su negocio, a quien conocía
de treinta años atrás y empleó en distintas etapas.
-Estoy
cansado, le dijo Romero Bernal a su
colega, pasándose la mano derecha por la frente. Creo que ahora sí voy a tomar unas
merecidas vacaciones.
Cortés sonrió porque se tomó el apunte en
broma. Sabía que la de su amigo de bregas peluqueras era un propósito
reiterativo que ni su propia familia se lo creía: de los setenta años que había
cumplido el pasado 24 de diciembre, cincuenta y seis los había dedicado al
oficio, y no más de cinco días, cada dos o tres años, los disfrutaba con sus
seres queridos en casa o en un balneario cercano a Bogotá.
Queda claro
que, a una edad considerable como la suya, al tres veces campeón nacional de
peluquería y finalista en una justa mundial, lo vapuleó la adicción al trabajo. Con el humor ácido que lo
caracterizaba, el septuagenario
peluquero solía recalcar que el verdadero descanso venía después de la muerte.
Que el tiempo de vida era relativamente corto y que había que aprovecharlo al
máximo.
Esto
agregado al amor desmedido por la profesión, la responsabilidad y el
cumplimiento con su clientela, y con los suyos, en especial con su querido nieto
Juan Sebastián Salas, un adolescente
empecinado en seguir los pasos de su ídolo James
Rodríguez.
Con la
puntualidad del plateado reloj suizo que siempre llevaba en su muñeca
izquierda, don Gilberto, como lo
conocían sus numerosos clientes, salió el domingo
14 de mayo de su casa de Villas de Granada (noroccidente de la capital), bien de mañana, a acompañar a
su pupilo al habitual entrenamiento en la Escuela
de Fútbol Maracaná, en el municipio de Cota.
Ese día,
también tenía previsto, en horas de la tarde, como lo hizo durante dos décadas,
ir arreglar la tumba de su hija Fanny
Esperanza, fallecida a los trece años por lupus. Su sobrina, Julieth Romero, también estilista, argumenta
que le oyó decir: “Ahora sí me voy a
encontrar con mi patojita, porque le fallé el pasado domingo”.
La promesa
no pudo ser más efectiva: camino a la cancha donde cada domingo entrenaba su
nieto, Romero Bernal se desvaneció.
El jovencito, desconcertado, llamó inmediatamente a su abuela, doña Flor González, pareja de don Gilberto durante cuarenta y un años.
Los esfuerzos del personal médico del Hospital
de Engativá fueron infructuosos. El parte en el certificado de defunción se
remitía a un fulminante aneurisma intracraneal.
La silla vacía de don Gilberto, en el salón donde atendió a sus clientes en los últimos 30 años, en el centro Comercial Metrópolis. Foto: La Pluma & La Herida |
Así
comenzaba la leyenda del querido y admirado peluquero de época, miembro de una numerosa
familia campesina de Cachipay
(Cuncinamarca), que viendo frustradas sus ilusiones de ser una figura del toreo
para librar de la pobreza a sus padres y once hermanos, se afincó a la
peluquería como estrategia de supervivencia a la edad de catorce años, la misma que aprendió viendo con atención a don Serafín, el peluquero más longevo
del pueblo.
Con los
años, Gilberto Romero Bernal
trascendió como uno de los peluqueros más solícitos en la Bogotá de los años 60 y 70, en sus inicios profesionales a órdenes
del inmigrante italiano Enrico de María
Manceli, pionero de la peluquería moderna en Bogotá, propietario de la Barbería Enrico, al norte de la
capital, por donde desfilaron presidentes de la república, entre ellos Julio César Turbay Ayala y Virgilio Barco, personalidades
de la cultura como Álvaro Castaño
Castillo, Abelardo Forero Benavides y Otto
Morales Benítez, y directores de diarios de amplia circulación nacional
como don Hernando Santos Castillo,
de EL Tiempo, y Jaime Ardila Casamitjana, de El
Espacio, entre otros.
Animado por
ahorros de años, y ante la expectativa de montar una peluquería con su rúbrica,
Romero Bernal abrió su primer local
en Unicentro, con afortunados
resultados, entre ellos, los primeros lugares en los torneos de peluquería que
programaba el mismo gremio, respaldados por acreditadas firmas patrocinadoras.
De Unicentro pasó a Bulevar Niza. Y de ahí, hace treinta años, a Metrópolis, primero en el local 266, para quedarse en definitiva en
el 236, en donde estuvo laborando con vocación religiosa hasta el pasado sábado 13 de junio. Recuerda doña Flor,
su compañera inseparable en la peluquería, y en las buenas y en las malas, que
los últimos tres turnos los hizo con los hijos del comerciante Jesús Díaz, apenas uno de la larga lista de clientes de años de Gilberto Romero Peluquería, incluido
don Eduardo Cañón Cubillos, director
de las divisiones menores del Santa Fe.
Don Gilberto laboraba ininterrumpidamente de
lunes a sábado, de las nueve de la mañana a las siete y treinta de la noche. A
veces, por demanda, alargaba el horario más de lo presupuestado. No obstante el
exceso de trabajo, nunca se le veía contrariado o indispuesto. Su chispa a flor
de labios siempre tenía un apunte oportuno para sus empleados o contertulios: “Hay que tomar la vida como llegue, pero
sacarle el máximo provecho, porque hoy estamos, mañana, no”, era la frase
que más se le oía.
Solidario
con su gremio, Romero Bernal se
dolía de las duras y las maduras que pasan los peluqueros de época, ya por
falta de oportunidades y garantías a su trabajo, la carencia de seguridad
social, y el escaso rubro que les queda al diario, en caso de ser contratados.
“Un
peluquero o una manicurista a la contrata, por bien que les vaya al final de
una jornada, no alcanzan a redondear veinte mil pesos. ¿Y eso para qué alcanza?
Además el gremio hoy por hoy está más desunido que nunca. Es el único
trabajador en Colombia que no cuenta
con un sindicato que lo respalde, o en últimas, lo rescate”, decía.
Él mismo y
en su peluquería como sede, intentó organizar un primer comité para una futura
asociación de peluqueros. Lo hizo hace tres años. Ninguno de los cuatro colegas
de vieja data que convocó asistió a esa reunión, pactada después del horario
laboral.
Aun así,
insistía en sus bondades, como cuando merodeaba por su local un octogenario
peluquero caído en desgracia que había trabajado con él, a quien socorría de
vez en cuando con un almuerzo o algún dinero para pagar el alquiler de una humilde
habitación.
Fijado a la
tradición de los viejos peluqueros bogotanos, por don Gilberto Romero, el cliente de turno -que antes de ocupar la silla
recibía un ejemplar de El Tiempo-,
se enteraba del acontecer del país, el personaje del día, las trapisondas del contratista corrupto, los altibajos del proceso de paz, el crimen o el accidente
de última hora, las hazañas de la Selección
Colombia, o los triunfos y descalabros de su América del alma, de quien se consideraba un hincha hasta la
médula.
Compungidas y de luto sus empleadas, entre ellas, Lola Guillén -al centro- que conocía a don Gilberto de hacía 45 años. Foto: La Pluma & la Herida |
En tiempos
de tersa juventud, organizó y patrocinó torneos de microfútbol, y con ese mismo
pulso respaldó y puso en circulación la revista
Moda 2000, una curiosa mezcla de fútbol y peluquería. Por eso, cuando
descubrió las habilidades con el balón de su nieto Juan Sebastián, las mañanas de domingo, desde las 5:30, cuando
apartaba cobijas, eran invertidas en el aliciente del muchacho. De fútbol se
iban hablando en la flota camino a la escuela de entrenamiento. Y de fútbol
terminaban conversando a la hora de la cena.
En el
segundo piso de la funeraria El Recuerdo,
al frente del Hospital Científico San
José Infantil, el silencio y los rostros cabizbajos de los familiares
sintetizan el enorme vacío que ha dejado don
Gilberto. Doña Flor, la viuda, tiene los párpados abotagados de tanto
llorar. Lo mismo que Olivia, una de
las hermanas mayores del difunto, a quien trata de consolar Adriana Cruz, su hija.
En otro
espacio de la fúnebre estancia, las hermanas Julieth y Carolina Romero, sobrinas de don Gilberto y estilistas de profesión, unen rezos y clamores por
su eterno descanso. “Era un ser humano incomparable -apunta Julieth-. Siempre
dado a ayudar a la gente, pendiente de su familia, amoroso, servicial. Dios lo
tenga en un lugar privilegiado de su reino”.
No sucede lo
mismo con Juan Sebastián, que luego
de ser testigo de la muerte de su abuelo, no musita palabra. Con un chaquetón
gris y peinado como para ir al colegio, el jovencito que sueña con la número 10 en el Real Madrid, es el
esbozo de la sinfonía silente con que se despiden los seres que más amamos en
la vida.
En el local
de Gilberto Romero Peluquería, en el
final de una tarde gris de un lunes festivo del Corazón de Jesús, Clara de
la Osa, Mercedes Gómez y Lola
Guillén (la más antigua de las empleadas), cercan la silla vacía de quien
siempre fue un ejemplo a seguir por el trato cálido y sincero que les daba, y
por las enseñanzas que de él recibieron.
“Lo
recordaré como el mejor jefe que he tenido, la persona más leal, un maestro en
su oficio”, manifiesta con voz entrecortada Lola Guillén, quien conocía a don
Gilberto de hacía cuarenta y cinco años.
Lola repasa con ojos tristes el tocador
que él ocupó en las últimas tres décadas. Las gavetas cerradas donde guardaba
la barbera Tres coronas, las tijeras
de reliquia de manufactura alemana, en acero inoxidable, que datan de cuando él
se inició en la peluquería, y en la parte de abajo, el pequeño espejo con el que don Gilberto ratificaba con
sus clientes su calidad y prestigio como uno de los mejores y más solícitos
peluqueros bogotanos.
De eso dan
cuenta las credenciales y diplomas que cuelgan en las paredes de la peluquería:
tres campeonatos nacionales organizados por la desaparecida Asociación Colombiana de Peluqueros y
Peinadores ACOPE. Un campeonato Panamericano en Costa Rica. Un puesto 13 en el Campeonato
Mundial de Peluquería celebrado en Verona (Italia). Tres importantes
reconocimientos de Alta Peluquería
en Düsseldorf (Alemania), Lyon (Francia) y Las Vegas (Estados Unidos).
Él, don Gilberto Romero, que jamás pasó por una
academia oficial, que aprendió viendo peluquear, que agradecía permanentemente
el mecenazgo que en su momento le brindó don Enrico de María Manceli, quien después de una carrera próspera y célebre en
la sociedad capitalina, se enteró de su deceso no hace más de un año en un
geriátrico de caridad en el municipio de Anapoima.
A través del
vidrio de su féretro, entre coronas y arreglos florales, y un Cristo redentor alumbrado por cuatro cirios
fúnebres, observo el rostro de don Gilberto,
la quietud de la paz serena, las manos de tantas bregas entrelazadas en el
pecho.
El
cosmetólogo de la morgue fue prudente en sus labores. Con don Gilberto no hubo mayor trabajo en estas lides del maquillaje
postmorten. Salvo un retoque en el pómulo derecho, resultado de su
desvanecimiento. Eso sí, fue muy cuidadoso en delinear su bigote, sutil
decorado de esa boca ávida de chascarrillos y comentarios entusiastas, de citas
amorosas, y de la risa contagiosa con la que remataba sus propios apuntes.
Así
recordaremos a don Gilberto, con esa
estampa fiel del amigo y confidente dicharachero, cantante esporádico de tangos, boleros y rancheras; servicial como el que más, a quien solo le quedó un sueño por cumplir para su gremio: crear una institución que proteja a los peluqueros de época, los que aún se afianzan a la costumbre centenarista de brocha, fijador, arreglo de barbas y mostachos, enjuague vaporoso con pañitos de agua tibia y una saludable fricción en mentones y papadas con la eterna colonia Old Spice de Shulton.
0 comentarios