Mi amado David, motor de mi existencia, en la primavera de sus 18 años |
Ricardo Rondón Ch.
Dios bendiga siempre a nuestros
hijos, pues a nosotros ya nos bendijo con ellos (José Saramago)
‘¿Qué es un hijo?’, nos preguntamos quienes somos
padres, y seguramente quienes no han tenido aún ese privilegio, por razones estrictamente
personales, o porque sencillamente la naturaleza o el destino así lo ha
estimado. Vaya uno a saber con esta tómbola rapaz e impredecible que es la
existencia.
Hace unos
días me hacía esta pregunta, en una estación de Transmilenio, a la hora pico de
las seis de la tarde, en una de esas estresantes aglomeraciones. Había un
hombre de unos 45 años atascado entre la muchedumbre, con su hijo en el
despuntar de la adolescencia, en una silla de ruedas, al parecer con parálisis
cerebral, tratando de descifrar el mundo en las nebulosas de su universo.
El padre
tenía marcado el rictus del sufrimiento y la resignación. Observaba al retoño,
le componía su posición en la almohada, algo le murmuraba al oído, le sonreía. El
vástago se esforzaba por corresponder a la amorosa mirada paterna, pero a la vez extenuada de tantas bregas y
batallas, y esa imposibilidad para dar solución a aquello que ha sido descartado
por la ciencia médica, y que la humanidad, por los siglos, ha dejado en manos de Dios.
De rolling con su bombín por el centro capitalino |
‘¿Qué es un hijo?’, me preguntaba viendo este cuadro conmovedor, esta dura prueba del Altísimo, que referenciaría
la fe católica, al tiempo que le agradecía a la vida y al Dios que nos inculcan de niños por haberme permitido ser padre y
gozar a plenitud del hijo amado que me brindó.
Un ser
extraordinario, mi David, que hoy
justamente -2 de abril de 2015-,
alcanza la mayoría de edad. Metáfora del árbol que plantamos un día con la simiente
del amor en ese prodigioso entramado electroquímico que es la fecundación en el
vientre materno, los nueve meses de santa espera, el milagro del nacimiento, el
balbuceo de los fonemas primarios, y esos pasos iniciáticos que señalan la ruta
y afirman las raíces del hombre hacia el futuro.
‘¿Qué es un hijo?’. Quizás sea una de las preguntas más complejas
que nos formulamos desde la responsabilidad, la vocación y la tenacidad que nos
endilga ser padres, con todos los desaciertos y las equivocaciones en las que
caemos; siempre con la temeridad y la incertidumbre de si lo que aplicamos en
ellos, en la crianza, en la educación y formación, está bien hecho.
El
desaparecido Premio Nobel de Literatura
José Saramago (Portugal, 16 de noviembre
de 1922-España, 18 de junio de 2010), responde en gran parte a ese interrogante
que nos replica en la conciencia, aun cuando los hijos, ya grandes y
realizados, nos corroboran esa misión con su propia descendencia, como con inspiración
maestra lo dejó impreso en su memorable pasillo, ‘El camino de la vida’, el maestro Héctor Ochoa:
A quién se quiere más sino a los
hijos,/ son la prolongación de la existencia.
Dice Saramago:
“Hijo es un ser que Dios nos prestó para
hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos.
De cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y de
nosotros aprender a tener coraje.
En Colonia Tovar, jurisdicción alemana cerca a Caracas (Venezuela) |
Ser padre o madre es el mayor acto de
coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de
la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo de perder algo tan
amado.
¿Perder? ¡¿Cómo?! ¿No es nuestro? Fue apenas un préstamo. El más
preciado y maravilloso préstamo, ya que son nuestros mientras no pueden valerse
por sí mismos. Luego le pertenecen a la vida, al destino y a sus propias
familias. Dios bendiga siempre a
nuestros hijos, pues a nosotros ya nos bendijo con ellos”.
Razón tiene
el autor de ‘La caverna’ cuando dice
que los hijos son un préstamo, y eso lo entendemos en la praxis de la sabiduría
cotidiana. A mí, en lo que concierne al amor paterno, como pisciano irredento, me
explayo en romanzas sensibleras hasta la cursilería de algunos boleros, hondo y frágil
de corazón, enternecido hasta la médula, y en ocasiones, lo reconozco, cansón y
reiterativo con el hijo que la vida me puso en suerte.
En mi David, que en esta fecha celebra sus 18 años, me he reconocido
desde que llegó al mundo, y en el proceso de su crecimiento me ha enseñado y he
aprendido mucho. Me ha corregido, me ha amoldado. Me ha dado luces y señales. Y
me ha hecho recobrar en tardes grises de nostalgia esa bella página de Diomedes Díaz que le dedicó a su primogénito
Rafael Santos, ‘Mi muchacho’:
Ese muchacho que yo quiero tanto/ ese
que yo regaño a cada rato/ me hizo acordar ayer,/ que así era yo también como
muchacho,/ que solo me aquietaban dos pengazos,/ del viejo Rafael./ Y se parece
tanto a papá,/ hombre del alma buena…
Disfrutando de un asado familiar en una barbacoa caraqueña |
Y subrayo ‘mi David’ con un irrebatible sentido
de pertenencia, a pesar de ser un ‘préstamo’ del que aceptaría de mil amores
del más despiadado agiotista y con todos los intereses que a su antojo me
imponga, porque el amor y la devoción que siento por él no está calculada con
la numerología de Al Juarismi, que
para la mayoría de los párvulos resulta un dolor de cabeza, sino con el
alfabeto del entrañable afecto y devoción que, como la sangre que se apropia
como herencia, transcurre indeleble en el postrer de los tiempos.
Tantas veces
me he mirado en sus dulces ojos y me he sanado de las afugias y asperezas que
deja al final una jornada atribulada de sinsabores y contratiempos. De su
nobleza, de sus justos silencios, he copiado las virtudes de la paciencia y la
calma. Y, cuando se aferra a su guitarra y canta, no puedo evitar que se me
salten las lágrimas. Su voz de barítono, acompañada de las cuerdas es un estimulante
homenaje a la vida y a la juventud en rama.
De la nostalgia: Fernando González Pacheco (Q.E.P.D.), Alfonso González 'El Rey del Tequila', y su ahijado, el pequeño David Ricardo Rondón Arévalo. Foto: Archivo particular |
Atizando calderas para el camino de la vida |
En los
hervores de la adolescencia tiene claro su proyecto de vida. Estudia todos los
días con la absoluta convicción de que la música como apostolado no se da licencias
de asuetos, dominicales o fiestas de guardar. Es él y sus instrumentos: la
batería, sus guitarras, el tiple santandereano, el piano, su cartapacio de partituras.
Y el portento de voz que educa con maestros particulares.
Uno aspira a
que los hijos sean lo que uno no pudo ser. David,
sin habérselo sugerido, ha dado en el blanco de esa quimera antológica de su
padre: la de artista, pese a los mitos que rodean las artes en este país subdesarrollado:
la bohemia, las ilusiones esfumadas ante la falta de oportunidades, la
trashumancia noctámbula. La verdad, prefiero un músico austero en libre
albedrío de sus sueños a un magistrado corrupto enceguecido en el poder y la farsa.
Hoy, cuando
mi hijo celebra sus dieciocho primaveras y la vida le sonríe a su paso, pienso
en los hijos del mundo y me solidarizo con los padres que han perdido los suyos
en circunstancias nefastas:
Eric Clapton, recién cumplidos los 70 años, con
su sentida letra ‘Lágrimas en el cielo’
a su pequeño retoño que murió en un accidente en Nueva York. El maestro Fernando
Botero y su ‘Pedrito’ del alma,
fallecido en un siniestro automovilístico en carreteras de España. El hijo del Senador
Antonio Navarro Wolf que murió en
extrañas circunstancias. El jovencísimo heredero del General José Arturo Camelo, víctima del absurdo atentado en Túnez, donde también fue asesinada su
esposa. El suicidio del promisorio artista Daniel
Segura, hijo de la poeta y catedrática Piedad
Bonnett.
Y todos los
hijos que a diario engancha la parca en su guadaña en esta nación violenta,
agresiva, despiadada, donde se le priva de la vida a un universitario por un
celular, por el color de una camiseta, o porque simplemente le cayó mal a un
grupúsculo de desadaptados; o cuando quedan inválidos en el campo raso por la explosión
de las bombas. A todos esos padres que pierden a sus hijos en la lucha armada,
o en el bando opuesto, el de la insurgencia, mi abrazo fraterno.
Una de las fotos que a él más le gusta |
Porque sólo
un padre y una madre saben del dolor y del vacío que se siente cuando la muerte,
en un ‘jalonazo’ inesperado, les arrebata lo que más aman. No hay nada sobre la
tierra que reemplace el amor de un hijo. Y no hay nada más incomprensible y
desconcertante cuando ellos, en la enfermedad o en la indolencia social,
fallecen primero que uno.
Aunque suene
crudo y cruel, para citar a Séneca,
el filósofo de ‘Las Consolaciones’, “es mejor que un hijo muerto haya existido,
a que no hubiera existido nunca”, porque como resaltó alguna vez el gran
cronista y novelista antioqueño Juan
José Hoyos, “quien no tiene hijos se
queda con un pedazo del corazón sin usar”.
Pletórico de
emoción y orgullo, asisto con su madre Patricia,
y su hermanita María Juliana, a la
graduación de varón en ciernes de mi amado David
Ricardo. Cuando florezcan en chispas los pábilos de las velitas, desfilarán
en ráfagas los instantes tiernos y regocijantes que me ha deparado mi muchacho:
Los antojos
de sardinas en aceite que me sorprendieron cuando ya se revelaba el embrión en
el vientre materno. El día en que lo recibí trémulo en el pabellón de neonatos
de la clínica Fray Bartolomé. Su
primer baño de tina. El chorro de orín que me lanzó a la cara cuando fui a
cambiarlo de pañal. Las plácidas tardes de sueño, el sueño del ángel, en los
brazos de su madre. Los primeros vocablos de ‘ma’ y ‘pa’ que te hacen
creer en todos los dioses con sus respectivos milagros. Y esos andares
primerizos sin ayuda, esbozo de la maratón con obstáculos que habrá de superar
en el discurrir de los días.
¿En qué momento se creció mi muchacho? |
‘¿Qué es un hijo?’. Un ser que Dios nos prestó -en palabras de Saramago- para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más
que a nosotros mismos.
Salve Dios a los hijos de la tierra, porque son ellos quienes reafirman la
verdadera esencia del amor. La crucial decisión y propósito de nuestras vidas.
El tiquete excepcional para comparecer al incomparable espectáculo de verlos
crecer, madurar y formarse.
Uno quisiera
multiplicarse para acompañarlos a donde vayan. Uno los vive encomendando a los
alados celestes de la guarda. Las sicólogas modernas refunfuñan que son
pataletas de sobreprotección. Como quiera que sea, no nos alcanza la vida para
amar a los hijos ni los esfuerzos y las luchas para respaldarlos en sus objetivos
o rescatarlos de las trampas que a todos nos suele jugar el destino.
Y es poco lo
que a la larga hacemos en pos de ese amor inconmensurable que nos inspira un
hijo. El mío se ha hecho mayor. Y no me cabe la emoción y el orgullo en el
miocardio.
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