Cleóbulo Sabogal, en la Academia Colombiana de la Lengua, junto al bronce de Miguel de Cervantes Saavedra, obra del escultor español Juan de Ávalos. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Quien no lo
haya visto de cuerpo presente se lo imaginara entrado en años, poblado de
canas, el rostro cetrino surcado de arrugas, unos ojillos inquisitivos de
roedor de biblioteca protegidos por unos anteojos gruesos como culos de botella,
apoltronado en su oficina en medio de arrumes de mamotretos, incunables y
periódicos amarillentos picados por el tenebroso ácaro de la sarna; un retrato
similar al del recordado ‘Godofredo
Cínico Caspa’ de Jaime Garzón,
pero no…
Cleóbulo Sabogal Cárdenas, el suspicaz y diligente custodio
del idioma, es un hombre relativamente joven, sin una hebra plateada que delate
vejez, con más aires de notario municipal, secretario de juzgado o cajero del Banco Agrario.
-¿Qué se echa que no le salen canas?-, le pregunto.
-Me echo a
dormir temprano, porque soy muy malo para trasnochar-, responde con un veloz
lance sarcástico, que en el argot taurino podría traducirse en un trincherazo
de empaque, o en un ‘pase de la firma’, que llaman.
En la puerta
de su oficina, a la que se llega luego de atravesar un largo, entapetado y
melancólico vestíbulo -que me recuerda el corredor del tétrico hotel donde, a
órdenes de Stanley Kubrick, Jack
Nicholson perseguía enloquecido a su familia con un hacha en El Resplandor (1980)-, hay una
inscripción que dice: Sala Rafael Maya.
Oficina de información. Comisión de vocabulario técnico.
En su despacho, rodeado de sus inseparables diccionarios. Foto: La Pluma & La Herida |
Íngrimo en
ese amplio salón, el profesor Cléobulo
está a punto de completar diecisiete años como consultor y veedor del buen uso
del castellano para Colombia, no rodeado de incunables y mamotretos salpicados
de cagarrutas de bichos endémicos, sino de muchos diccionarios, de época y
actualizados, dispuestos en su vitrina personal y en su escritorio, con un
orden y una simetría próximas a la neurosis de los estetas.
A vuelo de
pájaro tomamos nota de algunos de las decenas de títulos que lo acompañan en su
rutina diaria, sin contar los que tiene en casa: el Diccionario del Español Actual. El Manuel de Estilo de la Lengua
Española, de don Manuel Martínez de
Sousa. El Nuevo Diccionario de Dudas
y Dificultades de la Lengua Española. El Diccionario Panhispánico de Dudas. Los
seis tomos del Atlas Lingüístico Etnográfico de Colombia. El Diccionario Manual
e Ilustrado de la Lengua Española. El Diccionario de Gentilicios de Colombia.
El Diccionario de Expresiones Extranjeras. El Diccionario de Bibliología y
Ciencias Afines. El Diccionario para la Enseñanza de la Lengua Española (de
la Universidad Alcalá de Henares). Y pare de contar.
Como si todo
lo anterior no lo satisficiera, Sabogal,
con un tono de quien se le antoja un refresco y una empanada para las medias
nueves, dice que acaba de hacer un pedido a la Casa del Libro de España, doce ejemplares en total, para renovar y
actualizar su campo idiomático, entre ellos: la quinta edición del Manuel de Estilo de la Lengua Española.
La cuarta edición del Diccionario de
Redacción y Estilo, de don José
Martínez de Sousa, y el Manual de
Estilo Chicago Deusto (por la universidad), traducido por vez primera al
español. ¡Como para enloquecerse!
Esa obsesión
por los diccionarios se remite a su época de niño, en Cunday (Tolima), cuando llegó a sus manos el Pequeño Larousse que exigía la lista de útiles escolares. Luego,
con fervor en el bachillerato, repartido en tres etapas: los primeros en su pueblo natal; 8° grado en un
colegio privado de Ibagué, y 9°, 10° y 11° en el Seminario Menor de la capital tolimense.
Sabogal estuvo a punto de ordenarse sacerdote, pero desistió de los ornamentos cuando se sinceró de que esa no era su vocación. Foto: La Pluma & La Herida |
Embebido por
la belleza inalcanzable de las potestades celestiales y la quintaesencia de la
fe católica, y aterrorizado ante los pecados del mundo y las trémulas
debilidades de la carne, entre relicarios y devocionarios, cursos de latín y
griego, y ‘Las Confesiones’, de San Agustín de Hipona, el buen Cleóbulo, con todos los ardores de la
adolescencia, soñó lucir los ornamentos sacerdotales y cursó la carrera completa
en el Seminario Mayor de Ibagué.
Si no se
ordenó como lo instruye y manda la Iglesia, fue porque cuando prestaba sus
labores, ya con ministerios, en la parroquia del municipio tolimense de Santa Isabel, se dio cuenta, con
profunda nostalgia, de que la del sacerdocio no era su vocación. Así que
claudicó en su intento.
A escasos
meses de llegar a Bogotá, en 1998,
tuvo la fortuna de emplearse como jefe
de información y divulgación de la Academia
Colombia de la Lengua, y para complementar estudios y conocimientos en aras
de la responsabilidad de su nuevo cargo, materializó una licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad de la
Salle.
De ese año,
a la fecha, el profesor Cléobulo Sabogal
es el encargado de dilucidar y responder a cualquier tipo de dudas de
profesionales de diferentes áreas: abogados, catedráticos, publicistas,
diseñadores gráficos, correctores de estilo y, paradójicamente, que debería ser
en sumo grado, uno que otro periodista. Revela que quienes, con más frecuencia
lo consultan, son Yamid Amat y María Lucía Fernández.
Por eso se
duele de cómo se maltrata el idioma, sobre todo en los medios de comunicación,
cuando se da a la tarea de cazar gazapos. Dice que de las más de quinientas mil palabras que en promedio
ostenta el castellano, un colombiano raso -que puede ser un
‘cargaladrillos’-, no alcanza a manejar cinco mil.
“Hay
considerable descuido y negligencia en el uso de la palabra. Las alocuciones en
radio y televisión, sobre todo en las secciones de entretenimiento y farándula,
están plagadas de yerros. Ni hablar de periódicos y otras publicaciones, la
mayoría empedradas de errores”, añade Sabogal
Cárdenas.
Parte de ese
descuido, aduce el filósofo y lingüista, tiene que ver con que no hay el mismo
rigor de enseñanza de gramática y ortografía de otros tiempos: “Ya no se exige
en el pensum académico la Gramática de
Andrés Bello, o la Gramática Latina
de Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro. Menos el Tratado de Ortología y Ortografía, de José Manuel Marroquín. Ahora a la gente no le importa hablar bien,
sino que se le entienda”, agrega Sabogal.
Bajo el ala tutelar del máximo representante de la lengua española. Foto: La Pluma & La Herida |
En su
escritorio recibe un promedio de cuarenta consultas telefónicas y por correo
electrónico, no más de diez. No lee otro asunto que no tenga que ver con el
lenguaje en todos sus niveles. Para él no hay palabras bonitas o feas. “Para mí
las palabras son significativas, dicientes, pero no más. Pero tengo que
reconocer que me disgustan las palabrotas, es decir, las groserías”.
Aunque no
tiene un jefe inmediato y cumple a un horario de empelado público, a Sabogal le desconsuela que, con todos
los estudios realizados y las pestañas chamuscadas de tanto consultar y devorar
diccionarios, el sueldo que gana no sea el más coherente: “La Academia Colombia de la Lengua depende
del Ministerio de Educación, y bien se sabe que el presupuesto es escaso”. Está
escrito: en este país gana mucho más una modelo o una presentadora de farándula
que un científico o un catedrático como Cleóbulo.
Para
redondear las ganancias, dicta clases particulares a estudiantes y
profesionales, y recibe una paga por la columna mensual que escribe en el
informativo de Copidrogas. Esto para
ahorrar e invertir en lo que ha sido su pasión y entrega de toda la vida:
diccionarios y manuales de lenguaje que, en su caso, es lo que más le demanda
dinero desde su condición de soltero feliz a sus 41 años, que no fuma, no bebe,
no trasnocha, y los domingos y fiestas de guardar los divide entre almuerzos y
onces con tías adorables, o en la casa de su mejor amiga, Clara Lucía Delgado, quien fue discípula suya en la Universidad Javeriana, y hoy una
aventajada editora.
Para estas
fechas, cuando se celebra el Día del Idioma,
Sabogal atiende a los estudiantes
duchos en ortografía y gramática de diferentes colegios, o a personas
particulares. Les comparte un tour
por los aposentos de la Academia, en
especial la biblioteca y el archivo, les habla de la historia de la institución
y de las funciones que cumple.
En las puertas de su casa de hace casi diecisiete años. Foto: La Pluma & La Herida |
A mediodía no falta el amigo o la amiga que lo
invite a almorzar con una copa de vino por cuenta de don Miguel de Cervantes Saavedra, o de algunos de la pléyade de doctos
y eruditos del castellano que abundan en óleos y fotografías en su oficina, con
el friso de la Literatura Colombiana,
del maestro Luis Alberto Acuña, como
telón de fondo.
En esas
solemnes paredes, aparecen entre otros: el padre Félix Restrepo, a quien se
debe el edificio de la Academia
Colombiana de la Lengua, que empezó a construirse a mediados de los 50 y
fue terminado a comienzos de los 60. Un retrato al óleo de don Hernando Domínguez Camargo, de los más
representativos del parnaso de la Nueva
Granada. Otro de Andrés Bello,
venezolano, uno de los mejores gramáticos del idioma español, junto con Elio Antonio de Nebrija, autor de la Primera Gramática del Español. Uno más
de monseñor José Telésforo Paul,
miembro de la Academia Colombia de la
Lengua, y por supuesto, el del Gran
Cervantes en tintilla, que un letrado de entreguerras trajo de España en el siglo antepasado, como de
la Madre Patria el imponente bronce
de don Juan de Ávalos, que custodia
la entrada del edificio de estilo neoclásico, diseñado por el arquitecto
español Alfredo Rodríguez Ordaz.
Son las
cinco de la tarde y el profesor Cléobulo
Sabogal Cárdenas se despoja de sus ‘cubremangas’ de cajero del Banco Agrario porque es hora de partir.
Se pone el saco y ajusta con parsimonia el nudo Windsor de su corbata. Cruzamos el largo vestíbulo cinematográfico
que conecta a las escaleras que conducen al primer piso donde está el
emblemático paraninfo.
En el
antepecho de la Academia Colombiana de
la Lengua, justo al borde de la estatua de don Miguel Antonio Caro, Cleóbulo
Sabogal cruza unas palabras con don
Ananías, su hombre de confianza, el funcionario que tiene a cargo las
llaves y la custodia del recinto sagrado del idioma, y el mismo que con el pasar del tiempo le transmitirá a sus nietos que fue por años compañero y amigo de aquel
hombre, silente y solitario, que nunca se apenó del nombre griego que con
orgullo lo bautizó su padre, y que por encima de todas las riquezas y
tentaciones terrenales, amaba los diccionarios.
Del tintero y otras
tintillas
¿Cómo han sido las relaciones con sus
padres a partir del nombre con que lo bautizaron?
“Fue una
relación de gratitud la que tuve con mis padres, porque los dos fallecieron.
Sin embargo, agradezco a mi padre el haber escogido este nombre griego, que
tiene un gran significado, y que al decir de muchos, hago honor a él”.
¿Por ese nombre fue que decidió en su
juventud seguir los caminos del sacerdocio?
“No, el
nombre no tuvo nada que ver con mi carrera sacerdotal”.
¿Qué lo motivó entonces?
“La vocación
que desde niño sentí y por la que estuve diez años interno en el Seminario de
Ibagué”.
¿Tiene un diario donde cuenta esta
vida y la otra al servicio de Dios?
“Nunca he
llevado diarios”.
Pero con diez años de encierro
monástico debe tener muchas cosas que contar...
“Hay un
conjunto de anécdotas, tristezas, alegrías y satisfacciones, pero tampoco como
para publicar un libro”.
¿No es como para enloquecerse estar
todos los días rodeado de diccionarios, incunables y mamotretos?
“No es para
enloquecerse, sino para enriquecerse y para aprovechar al máximo el tiempo”.
Cuando se observa al espejo, ¿no le
da la impresión de que estás tomando la sospechosa curvatura de una
interrogación?
“Me doy
cuenta de que estoy tomando la forma de un signo de exclamación, porque cada
vez me admiro más de lo que desconozco”.
¿En instantes neuróticos lo asaltan
tempestades de tildes, apóstrofes y comas?
“No, las
tempestades que me asaltan tienen que ver con problemas sintácticos”.
¿Es usted un obsesionado de la letra
H?
“Sí lo soy,
porque muchas veces me quedo como una H, es decir mudo, ante tanto conocimiento
inabarcable de nuestro idioma”.
¿Es cierto que está avanzando en un
complejo ensayo de mil páginas alrededor de la ‘muda’?
“No es
cierto, y esa pregunta me deja mudo”.
¿Cuál es para usted la letra más
sensual del abecedario?
“Podríamos
retomar la H, puesto que con ella se escriben muchas interjecciones como hum,
huy y hey, ésta última, que dio nombre a una de las célebres canciones de Julio
Iglesias”.
¿Tiene alguna aversión contra la Ñ?
“En
absoluto, porque esta letra es indispensable en nuestro idioma”.
¿Por cuál signo de puntuación siente
más simpatía?
“Por la
coma, porque es el signo que más usos tiene y el que más se presta a
discusión”.
¿En la calle lo recuerdan como
‘Coágulo’ su personaje en ‘Los Reencauchados’?
“Nunca: las
personas que me reconocen después de cuatro de no estar en el noticiero, me
llaman por el nombre, o me dicen profesor”.
¿Hay un santo con ese nombre?
“No señor,
lo más parecido a mi nombre entre los santos es Teódulo, que significa siervo de Dios”.
¿Es verdad que es difícil ingresar a su
domicilio por la cantidad de arrumes de diccionarios y libros de gramática que
existen?
“No es
verdad, puesto que soy una persona muy organizada, y casi todos mis libros
están en el estudio de mi apartamento”.
¿Cuál es el diccionario en español
más confiable en este momento?
“Aparte del Diccionario de la Real Academia Española,
consulto otros muy importantes como el Diccionario
de Uso del Español y el Diccionario
del Español Actual”.
¿Qué hay con
el Diccionario Panhispánico de Dudas?
“Es mi libro
de cabecera para resolver múltiples interrogantes idiomáticos”.
¿Sigue consultando a María Moliner?
“Sí señor,
porque es uno de los diccionarios más importantes de nuestra lengua y la Editorial Gredos se ha encargado de
actualizarlo: ya va por la tercera edición”.
¿Cree que los correctores de estilo
están en vías de extinción?
“Para nada.
Sin embargo, muchos de ellos sí están condenados a desaparecer por su mala
preparación y por su desconocimiento del idioma, que es la herramienta esencial
de su trabajo”.
¿Los colombianos, definitivamente
somos unos malhablados?
“Más que
malhablados diría que hay mucho desconocimiento de nuestro idioma y que lo
maltratamos a menudo”.
¿Tiene por afición cazar gazapos como
en su momento lo hizo Roberto Cadavid Misas, el recordado Argos?
“No tengo
esa afición, pero los detecto fácilmente en mis lecturas”.
¿Cuál es la palabra más extraña que
conoce?
“Calipedia,
una palabra de origen griego que designa el arte quimérica de procrear hijos
hermosos”.
¿Cuál es el verbo que más conjuga?
“Leer”.
¿Y del que más rehuye?
“Emperezar,
es decir, dejarse dominar por la pereza”.
¿Es usted un artículo de fe?
“No lo soy,
porque los artículos de fe sólo pueden ser propuestos por la Iglesia”.
¿Sus disputas son de género?
“De ningún
modo, porque no suelo entrar en disputas de ningún género”.
¿Lo conmueven las diéresis?
“No conmueve
su presencia sino su ausencia, puesto que muchos creen que este signo
diacrítico ya no se emplea”.
¿A qué sabe una lengua muerta?
“A
nostalgia, porque es un sistema de comunicación ya perdido”.
Fuera de la lengua, ¿para qué más es
bueno?
“La lengua
ha sido mi fuerte, pero por mi segunda carrera, el sacerdocio, me destaco en
asuntos religiosos”.
¿Entonces usted la mata de la piedad?
“Sin ser la
mata reconozco que soy muy creyente, piadoso y católico practicante”.
¿Qué pecados puede tener un hombre
aparentemente sin mácula como usted?
“Muchos,
puesto que uno ofende a Dios hasta con el pensamiento”.
¿Y de los capitales?
“De pronto
me dejo llevar por la soberbia, que es el más grave de todos, y que por ese un
ángel se convirtió en demonio”.
¿Cuánto hace que no se confiesa?
“No más de
unos tres meses, aunque ésta también es una confesión, y pública”.
¿Y cuánto que no se arrodilla?
“El domingo,
puesto que participo en la eucaristía dominical”.
¿Ayuna?
“Hubo una
época, cuando estudiaba en el seminario, en que sí lo hacía, pero actualmente
no”.
¿A qué santo le prende veladoras?
“A ninguno”.
¿Quién es Cleóbulo Sabogal Cárdenas
cuando se mete a la cama y apaga la luz?
“Un ser
durmiente, que la demora es que yo ponga la cabeza sobre la almohada y quedo
dormido como un bebito”.
¿Y quién lo socorre cuando se
atraganta de miedo con una horrible pesadilla?
“Dios,
porque con Dios me acuesto y con Dios me levanto”.
¿Cuál es la pesadilla más frecuente?,
¿acaso la mala ortografía?
“La
ortografía es por definición escritura correcta, luego, ‘mala ortografía’, es
una contradicción y ‘buena ortografía’ es un pleonasmo o redundancia”.
¿Entonces cómo se dice, profesor?
“Se dice
cacografía, es decir, la escritura contra las normas de la ortografía”.
¿Y usted es el verdugo implacable de los
cacógrafos?
“Si me dan
la oportunidad me convierto en un censor, más que un verdugo”.
¿Cuál es el antónimo de cacógrafo?
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