El maestro Ángel Loochkartt con el gorro mitrado del Congo, ícono mayor del Carnaval de Barranquilla. Foto: Olga Lucía Jordán |
Ricardo Rondón Ch.
El carnaval
es como una virosis: Te contagia porque te contagia. Y te enferma de felicidad
para siempre.
Ángel Loochkartt (Barranquilla,
Colombia, 1933) enciende
su pipa de Amberes y el humo en volutas de la
picadura invade su estudio, enclavado en el séptimo piso de un edificio
del sector de El Nogal, al norte de Bogotá, en la tarde de un martes de lluvia
pertinaz y con la figura tutelar de un enorme gato al carboncillo en el que está
trabajando, que pareciera brotar de una espesa bruma.
“Es la más grande paleta cromática que
existe, con la banda sonora de sus instrumentos autóctonos, el tambor
llamador, esencial; las gaitas, las flautas de caña de millo, complementado con
las voces y la algarabía de los festejantes. El carnaval es un río frenético de
música, color y erotismo”.
Los congos pasando la juma, de la serie del Carnaval. Foto: Sergio Trujillo Behar |
Un río en el
que él ha navegado puntual desde la niñez y la adolescencia, reminiscencias de
los primeros desfiles que circundaban la Calle
20 de Julio, aledaña a la casa paterna del barrio Boston, cuando una bella e inteligente jovencita que con los
años tomaría el nombre y la grandeza poética de Meira Delmar, respaldada por la cosmetiquera de su madre, “hacía de
mi rostro un expresionismo espléndido”, dice Loochkartt señalando en un rincón del estudio el gorro mitrado de
flores y espejitos del Congo, con el
que fue coronado en 2013, como invitado de honor al Carnaval de las artes, certamen emblemático de la cultura ancestral
del caribe que organiza y dirige el escritor y periodista Heriberto Fiorillo.
En esa
ocasión llevó al teatro ‘Amira de la
Rosa’ de Barranquilla una buena
parte de su obra carnavalera, basada en una mitología de nítido eco y
repercusión de la cultura africana, empezando por el Congo, rey indestronable del festejo currambero, oferente y
compensador de los rituales y expresiones artísticas del pueblo, distante de
pergaminos y abolengos.
La del
carnaval hace parte de los ciclos temáticos que comenzó a programar desde el
inicio de su carrera, y que comprende períodos en contexto como Las selvas, Los oficios del hombre, Gente de
la calle, Interiores y bodegones, Los Hampones, Los travestis, sus Cristos y Ángeles.
Y con el Congo, exhibió las alegorías y símbolos
tradicionales de la fiesta barranquillera, como la danza del Garabato, y las del Paloteo, la Burra mocha, los Coyongos,
las Farotas, las Cumbiambas, las Negritas Puloi, los Cabezones
y los Monocucos con sus capuchones
que hacen irreconocibles a sus portadores, y las Marimondas de narices fálicas y orejas batientes, todos con una
cuota de furor y burla, de fuerza y expresividad, propia del sentir y de la
idiosincrasia barranquilleras.
El artista en su estudio de Bogotá, acompañado de su pipa. Foto: La Pluma & La Herida |
Igual el
travestismo y su seducción histriónica, que en carnavales, subraya Loockhartt, es de imprescindible
protagonismo como en otras artes, el teatro y la ópera, sólo que en la
celebración carnestoléndica se hace visible con la originalidad y el
desparpajo, sin distingos de razas y estratos, y con un inevitable contagio a
los foráneos que año tras año se dan cita en la magna fiesta.
Esos hombres
disfrazados de mujeres piponas no tienen otro significado, además del tono
burlesque, que la desmitificación del exacerbado machismo criollo. Lo mismo que
las parodias y las caricaturas de las
que no se salvan los políticos de turno, y los infaltables remedos a personajes
memoriosos como Cantinflas, muy seguro
este año, el recordado Chavo del 8,
inmersos en ese magma de muchedumbre y color de la Calle 40, entre monumentales carrozas, esqueletos, descabezados,
orates que simulan estertores epilépticos, entre otras pantomimas, todos ellos
con su majestad a la cabeza, la Reina
del Carnaval, pilar de la belleza, la exaltación y la perplejidad.
Esto para
desembocar el último día, el martes lacrimógeno, víspera del miércoles de
ceniza, en el entierro de Joselito,
quien después de tres días de festejar alborotado y de tomarse todo el ron del
mundo, es acompañado en su féretro por el pueblo, entre pésames y letanías, y
por cientos de viudas que lloran inconsolables al unísono de las plañideras.
“Nunca, para esas fechas, se ven tantas mujeres luctuosas llorando a rabiar,
sumidas en semejante desgracia”, agrega con sorna el pintor.
El Congo en lance erótico con Marinella. Foto: Sergio Trujillo Behar |
Para el
maestro Loockhartt, plasmar en el
lienzo el carnaval, se remite a un arduo ejercicio de investigación, de
minucias históricas, de contacto permanente con quienes están detrás de la
fiesta, que comienza meses antes en el patio trasero de la casa de Carla Celia, alma y nervio creativo en
los montajes coreográficos de las danzas, con sus respectivos grupos, acorde
con el invaluable aporte en la carnavalada de los peritos en estas artes, Darío Moreau y Mabel Pizarro, orientadores en su acervo teatral, místico y
cultural.
Un universo
dionisíaco que el artista plástico barranquillero ha complementado con la
memoria viva de sus furtivas encerronas en La
Cueva, cuando su alcahuete anfitrión, el prestigioso odontólogo Eduardo Vilá, era promotor y vigía de
las interminables tertulias y zafarranchos etílicos que armaba el Grupo: Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Quique Skopell, Juancho
Jinete, Ramón Vinyes ‘el sabio catalán’, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas
Cantillo, Ricardo González Ripoll, Orlando Rivera ‘Figurita’, Nereo López,
y por supuesto, el cerebro mayor, Gabriel
García Márquez.
Qué más que
esa patria vigorosa y rutilante del mamagallismo para nutrir el
neo-expresionismo del pintor
barranquillero en el apartado de su creación carnavalesca: El estado químico de
sus Congos con sus fugas
abstraccionistas y sus ráfagas en diagonal, eje dinámico de su obra, y esa
fuerte carga erótica y picaresca como lo sugieren sus bacanales, con una
estridencia en su color y musicalidad que va de lo legítimo y ancestral de la
música popular caribe, la Sonora
Matancera y su vocalista estrella Bienvenido
Granda, los boleros de Benny Moré,
los danzones y las réplicas salseras de Celia
Cruz, y cómo no, ese ya legendario Congo
irredento representado en el ‘Centurión
de la Noche’, el siempre cantado y bailado Joe Arroyo.
“Mi obra recurre
a desentrañar las profundas raíces del caribe, no sólo en su cultura, sino más
arraigado aún, en su contexto antropológico y literario. Creo que sin el rigor
de la investigación, no puede haber creación. Y esto es aplicable a todas las
artes”, recalca Loochkartt entre
bastidores, en este nicho capitalino que es su estudio, una suerte de pequeño
santuario para la reflexión y la crítica, donde a prudente volumen se oyen
arias de María Callas, Mario del Mónaco y Franco Corelli, cuando no el chelo brujo de Yo-Yo Ma, los Preludios y
Nocturnos de Chopin, las Misas y
Sonatas de Bach, o las Sinfonías de
Mozart, Bartok, Berlioz y Wagner,
entre sus preferidos.
Allí pinta
de noche y lo hace a diario. Y pinta sin bocetos. Así lo ha hecho desde cuando
estudiaba en Bellas Artes, en Barranquilla, y luego en Roma. Impulsado siempre por ese
arrebato místico de la genialidad y por los ramalazos frecuentes de la poesía,
perenne en la magnitud de su obra, como con acierto quedó retratado en los
documentales: ‘La poética del abismo’,
de Roberto Triana, y ‘Sin trampa al ojo’, de Sergio Trujillo Behar.
En cualquier
parte del mundo y luego de una trashumancia sin reparos en distintas temporadas
de su vida personal y artística -eso que el poeta Vicente Huidobro suscribió como ‘Ciudadano del mundo’-, Ángel
Loochkartt jamás ha perdido los
papeles del territorio caribe que lo vio crecer y formarse. Es más: No permite
que se esculque en su arboladura genealógica que remite a la patria de Van Gogh y de Rembrandt, pero también a la de Renoir y de Toulouse-Lautrec.
“Yo sigo siendo barranquillero aquí y en las antípodas. Ese privilegio no se lo
quita a uno ni la muerte”.
Lo afirma
con su voz pausada y melodiosa de trovador medieval: “Siempre he pensado que el
lugar para expresarme históricamente ha sido Barranquilla, en especial con los colores del Carnaval: Un soberbio río inagotable de imaginería, que solamente
se da aquí en América. Herencia y
cultura ancestral africana que vengo cultivando desde de mi infancia”.
Los colores
del carnaval, sus deidades y criaturas inverosímiles y voluptuosas; sus
bufones, el serpenteo y la cadencia de los bailes; sus mujeres exuberantes de
hombros telúricos y caderas de cataclismo, el desparpajo, la seducción y la
carcajada; el alboroto y la mamadera de gallo; y esa alucinante paleta
cromática de carrozas, arreglos y vestuarios, que él ha dejado impreso, con
precisión y poesía, en su carnavalesca pictórica.
Barranquilla, se prendió tu carnaval. Foto: Sergio Trujillo Behar |
Esos tonos
brillantes y sofisticados, pero también ardientes y arrebatadores. El rojo, su
fuerza incendiaria y el pálpito intermitente de la erótica colectiva. El
amarillo, eterna irradiación solar en la iconografía caribe que se distingue a
la distancia. El azul, el movimiento, el oleaje de sus formas sensuales,
alargadas, y todas esas policromías en manos del artista, que en el lienzo se
revelan como una orgía descomunal para los sentidos y la imaginación.
“La
metodología en la composición del color -apunta Loochkartt- tiene que ver con un proceso evolutivo que varía según
el tema al que recurra. En lo que refiere al carnaval: La magia, la fantasía y
el esplendor del caribe, en conjunción con la alegría desenfrenada de su gente,
del pueblo que sale en rama a celebrar su máxima fiesta. Eso hace que me
reafirme en la pintura y en mi vida. Naturalmente, con la fuerza creativa y la
intuición, que son mis mejores recursos”.
No en vano
la estatura académica que viene forjando desde la adolescencia, en Bellas Artes de Barranquilla, bajo la tutela del virtuoso dibujante Edgar Riaño; de la paisajista cubana, María Luisa Andino; del grabador Pedro Peñalosa; de la catedrática en Historia
del Arte, Auxilio Hernández; y de la
maestra de escultura, Neva Lallemand,
quienes lo afirmaron en el campo experimental.
Sin
descontar sus maestros en Italia: Franco
Gentilini, Giusseppe Cioti, Nino Malari y Ferrucho Ferrari, todos ellos con una amplia visión de las
disciplinas plásticas, amén de la orientación humanística del historiador Mario Rivucciti, que fortaleció la
poética de su obra. Y como complemento esencial a esas lecciones y saberes: Su
atenta lectura, apuntes y reflexiones en museos de Europa y Latinoamérica.
Yo-Yo Ma en concierto con sus fantasmas. Foto: La Pluma & La Herida |
“No
descalifico por principios a ningún artista, y por eso asisto a todos las
manifestaciones del arte para hacer una lectura introspectiva que me retroalimente
y me confronte. Igual me siento vivo enseñando, como lo he venido haciendo a lo
largo de mis años. De joven, cuando estudiaba en Bellas Artes y alternaba dictando clases en colegios americanos de Barranquilla a un selecto grupo de estudiantes
de la cultura hebrea. Ya después, en la Universidad
Nacional, en la Jorge Tadeo Lozano,
y en clases particulares y de asistencia en mi taller”.
He ahí lo
luminoso, desenfadado y liberador de la obra de Loochkartt, sólo en lo que concierne al Carnaval de Barranquilla, capítulo aparte de su vasta obra que
compete decenas de ciclos y períodos durante más de 50 años de actividad
permanente, que ha sido motivo de obligado estudio en universidades de Colombia y del exterior.
En estos
días prepara una exposición retrospectiva para el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que integrará su obra personal y
de varios coleccionistas, incluido el cuadro monumental que devora el living de su apartamento, el del
chelista japonés, ‘Yo-Yo Ma en concierto
con sus fantasmas’, el bello retrato de Clarita Pardo Nassar, su esposa y madre de sus gemelos, Angelo y Saskhia, y el imponente óleo ‘El
ángel nos llama’, de su sala de recibo, entre una vastedad de báquicas,
sátiros, noctámbulos, lésbicas, travestis y sumergidas.
Las obras de
Loochkartt han sido solícitas para
ilustraciones de diferentes manifestaciones culturales: Ciclos de cine, afiches
de festivales, portadas de novelas -como la del escritor sincelejano Edgar Sierra Anaya, ‘El Festín de los Cabrones, que lleva
en portada un detalle del Congo Grande-,
y en libros de arte y memoria coleccionable como el que editó la fundación La Cueva, en 2013, a propósito del Carnaval de las artes de ese año.
Cuando se le
indaga por esos tránsitos ineluctables entre la existencia y la muerte, el
pintor, que carbura de nuevo con el encendedor la pipa de Amberes en el final de la tarde pasada por agua, y con los acordes
del Adagio de Albinoni, responde:
“La vida es
la gran tragicomedia universal que se actúa de manera irrepetible en diferentes
escenarios. Uno no es más que un actor. La muerte sería entonces el
desconcierto. Pero no es momento para ahondar en ese viaje inexorable. Es
tiempo de carnaval: Dejémonos contagiar
de esa virosis y de su felicidad perpetua”.
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