General Rodolfo Palomino, Director General de la Policía Nacional. Foto: DGP |
Respetado General
Es apenas
comprensible que usted, igual que los colombianos de bien, herido en lo más
hondo como ciudadano, padre y policía, ante el salvaje crimen cometido a cuatro inocentes en el Caquetá, haya propuesto
replantear el debate de la pena de
muerte para 'delitos atroces' en niños y adolescentes, en un país que en el mundo tiene el récord
de producir más cadáveres por kilómetro cuadrado.
Da rabia,
desde luego, General. Y podría estar
de acuerdo con usted. Que los delitos mayores con los infantes sean pagados con
la pena capital, sin contemplaciones
de ninguna índole. Pero no nos digamos mentiras, distinguido oficial. Eso sería
hacerles un favor a esos criminales. Esas bestias no merecen el calificativo de
humanos, menos Derechos Humanos,
palabras tan desgastadas en nuestra sufrida y desangrada patria como paz, perdón y reconciliación.
Usted bien entiende
que no puede haber paz -así se firme un remoto día, como diría el bardo, con
tinta indeleble en la mesa de negociaciones de La Habana- en estas condiciones de empobrecimiento moral y mental,
esquizofrenia colectiva, violencia, odio y sed de venganza, lastres permanentes
en los 205 años que Colombia lleva
constituida como República, con docenas de guerras, de las más cruentas, la
desatada en 1948, tras el homicidio
del caudillo Jorge Eliécer Gaitán.
La pena de muerte siempre ha existido, General. Y usted lo sabe. Desde la dictadura del machete, o de la ‘peinilla’,
como se conocía entre los cuatreros de los llanos orientales y de sus
alrededores, en la época en que ‘pájaros’
y chulavitas se limpiaban con chirrinche la sangre inocente de sus
botas pantaneras, después de allanar ranchos humildes, degollar al dueño de
casa, violar quinceañeras, abrir el vientre de la madre a punto de dar a luz,
sacar el crío, botarlo al aire y recibirlo en la punta de sus bayonetas. Ahora, hacha y machete hacen parte del
arsenal rudimentario en las casas de pique de Buenaventura.
La verdadera
historia de Colombia, aún no se ha
contado, General. No es la que usted
y yo aprendimos en la primaria. Qué va: la de los próceres dibujados a color,
con naricillas y perfiles como salidos de las infografías de los tratamientos
estéticos de la clínica Rada Cassab,
ni la del juramento a la bandera que en filas de colegio nos hacían aplicar,
mano derecha al pecho, con el debido
amor y respeto a la patria, a sus leyes y gobernantes. ¡Ay!, los
gobernantes. Como el actual burgomaestre de Cartagena que mandó a poner su foto en las aulas de los planteles
educativos.
Algo similar
a las 100 Lecciones de Historia Sagrada
que nos hacían aprender de memoria, como el Catecismo del Padre Astete, el mamotreto de Cívica y Ciudadanía, la Gramática
de Caro y Cuervo, y la Urbanidad de
Carreño, que hace muchos lustros fue expulsada del pénsum académico,
precisamente por su puritanismo, por ser tan bien puestecita, cordial y
ordenada. Y Colombia ya no está para
esas pendejadas en los colegios sino para cosas prácticas, tecnológicas y de
avanzada, dicen los ‘profes’ que aún no peinan canas.
Usted bien
sabe, apreciado General, que por más
que insistamos en promover la paz y perdonar al vecino que nos ha jurado la
guerra desde siempre, a este país se lo
llevó el putas hace mucho tiempo, como arenga el escritor iconoclasta Fernando Vallejo en sus vociferantes
réplicas literarias, así lo tilden de apóstata, de apátrida, de incendiario, de
malnacido; pero que cuando abre la boca o escribe de Colombia, mete el dedo hasta el fondo de la llaga y salpica a
presidentes, congresistas, arzobispos y oficiales de alto rango. Este pueblo no es de paz, honorable
policía. Aquí la gente respira con el alma endemoniada.
El cáncer que
hizo metástasis de tiempo atrás en esta nación no tiene que ver con política ni
ideologías, mucho menos religión ni lucha de clases. El de Colombia es un problema genético, y eso viene -usted que es
un hombre leído y estudiado lo sabe-, desde que desembarcaron en nuestras
costas las carabelas del despistado Cristóbal
Colón repletas de forajidos, violadores, asesinos, hampones de la peor
calaña salidos de las mazmorras españolas a saciar su lujuria atropellada con
las indefensas nativas, arrasando con poblados a los que, empachados de chicha,
les metían candela, no sin antes
llevarse en sus alforjas el preciado botín representado en el oro ofrendado a
sus dioses.
De modo que somos la herencia de la barbarie,
el estupro, la chicha y la brutalidad. A qué más vamos a aspirar. Si no me cree, lo invito a ver el
espectáculo cavernícola de los barristas de Millonarios y Nacional en el ‘Atanasio
Girardot’ o en ‘El Campín’, antes,
dentro y después del cotejo. Da igual.
Ese ADN no
lo borra ni la muerte, General,
porque como si se tratara del rastrojo, de la mala hierba, dan de baja un
bandido y se reproducen treinta: Una sentencia maldita que parece obedecer a la
bíblica de la sangre de Caín que grita
venganza desde las entrañas de la tierra.
Hoy el
problema no son los grupos alzados en armas sino las más de 1.200 bandas criminales que azuzan a
cual más en los cuatros puntos cardinales del territorio nacional, dejando a su
paso miseria, viudas, huérfanos y pánico.
La pena de muerte, General, la han llevado a cuestas por centurias nuestros
antepasados, nuestros abuelos y tatarabuelos, y en ese tortuoso viaje
generacional, nosotros, y seguramente nuestros hijos, y los hijos de nuestros
hijos, ¡qué vergüenza, por Dios!, en este país que nos tocó en suerte y a estas
alturas, como en la elegía de Serrat,
la de su Pueblo Blanco, donde “morir por morir” es el anhelado
descanso: “La boca abierta al calor/
como lagartos/ medio ocultos/ tras un sombrero de esparto”.
La pena de muerte es la que cargamos todos los días
los ciudadanos de a pie cuando salimos de casa con nuestras mujeres e hijos
mientras les rogamos a Dios y a todos los santos -incluido el Presidente ‘Juanpa’- que nos permita
regresar sanos y salvos al final de la jornada.
La pena de muerte está representada en las
escalofriantes cifras de 40.000 víctimas
promedio que arrojan cada año las estadísticas de homicidios, sin descontar
los secuestros, las violaciones, las extorsiones, las amenazas y ejecuciones a
periodistas, los soldados y policías muertos en combate o en la guerra
doméstica, los saldos de riñas, los ajustes de cuentas del microtráfico y sus
cinematográficas ‘fronteras invisibles, ese monstruo a sus anchas que cada día
extiende más sus tentáculos depredadores en las grandes capitales y en las regiones
más remotas.
Y desde
luego, General, los horrendos
crímenes que se cometen a diario a la población infantil. Como la masacre
reciente del Caquetá, como el
padrastro que acaba de ahogar un niño de cuatro años en Bogotá, como el padre que degolló a su hijo en Cali, o la madre de Ciudad
Bolívar que con el cerebro infestado de aguardiente y bazuco le propinó una
paliza a su pequeña hasta quitarle el resuello.
Y más fresquito General, para que no diga que estoy chiviado: la mujer que en un
corregimiento cercano a Soledad
(Atlántico) mató a cuchillo a sus tres hijos, escondió los cadáveres debajo
de la cama e intentó suicidarse.
General, usted lo ha puntualizado: En Colombia, cada nueve horas es asesinado
un niño. Y cada media hora, en Medicina
Legal, es reportado uno por abuso sexual. Y vivimos todos los días con la paranoia de que a nuestros hijos
los apuñalen por un celular, por un monopatín, por el morral, a plena luz del
día, atravesando un puente peatonal, en la ciclovía, en el interior de un transmilenio,
como hace horas despojaron a unos universitarios de sus móviles, cuchillo al
cuello, en una estación de la avenida Caracas.
Pena de muerte pide usted. Pena de muerte aprueba una porción del país. Pena de muerte desaprueban los magistrados por considerarla inconstitucional. ¡Ah!, los
respetables togados y usías, que manejan la justicia a su acomodo e intereses,
depende de las rayitas de la báscula que marca en el poder y las quimeras del
establecimiento, que no se pueden pasar por alto.
Unos más
afirman que el propósito no está en el
castigo sino en el origen de quien cometió el delito, por más aberrante que sea.
Y que Dios nos coja confesados porque tanta masacre, con el desesperante grado
de violencia y desesperación al que hemos llegado, el pueblo raso está tomando
justicia por sus propias manos. La
fórmula del linchamiento se hace cada vez más visible.
Por eso un
campesino, a quien le preguntaron sobre su opinión de la pena de muerte, respondió de manera automática: “Ya es hora que la quiten”.
Llegará el
día en que no aguantemos más y terminemos todos involucrados en una carnicería
general por pírricas razones, al estilo barrista, por una camiseta del equipo
rival, por un piropo o una mirada que le hicieron a la novia en la discoteca, o
porque esa misma novia no quiso continuar el romance que sostenía con el joven patrullero
y este la emprendió a bala con ella, con el oficial que intercedió en el
atentado, para poner punto final a su existencia, descerrajándose un plomazo en
la cabeza, y “asunto arreglado”, como sucedió hace unos días en la Dirección Nacional de la Policía desde
donde usted despacha.
Qué más pena de muerte, General. Que salta a la vista y palpita con el presentimiento de
los desalmados, de todos los Caínes
encarnizados para quienes no existe Dios,
ni Patria, ni mucho menos perdón ni paz, con sus respectivas marchas de
banderas al viento, globos, palomitas y camisetas blancas.
¡Ah!, la paz, la soberana paz, ahora próspero negocio del merchandise que se paga en efectivo al
mejor postor a través de fundaciones “sin
ánimo de lucro” y con caja de resonancia en la Casa Blanca para lograr la risa complaciente de mister Obama, y de paso una atractiva
mesada para el cometido en marcha. ¡Thank
you!, don Barack, es usted nuestro invitado de honor a este carnaval
pacifista, con Carlos Vives, el Checo Acosta y Martina ‘La Peligrosa’ en tarima. Pero por favor, póngase la
camiseta que le luce. Y el escudo de la
palomita marca ‘Juanpa’. La paz aguanta con todo. Hasta con las más
delirantes guachafitas.
Insisto: El problema es genético, General, de
neuronas, de sangre, de rabia inoculada por siglos. Agregado a los males
crónicos e irreparables de Estado: El capitalismo demoledor, la desigualdad
social, el desempleo, la pobreza, la falta de oportunidades, la misma fealdad
aborigen, la injusticia, el triste y desesperanzado discurrir de los días con
tanta mentira mediática, la corrupción apabullante, el desgreño administrativo,
la intolerancia, la indiferencia, las ambiciones mezquinas, y esa maratón a contracorriente de que todo se evalúa a partir de la
plata, venga de donde venga.
Como dijo
hace poco el ex-manager de Juanes,
Fernán Martínez, en un espacio radial, con su habitual cinismo: “Hay que tener en cuenta que el dinero no
es de las cosas más importantes que hay en la vida. Es lo único importante”.
Y por la
plata se mata sin un ápice de compasión. Como
hicieron los miserables del Caquetá con los desprotegidos infantes, por una
cifra que no superaba el millón de pesos. De esos engendros hay por racimos
amontonados en las cárceles colombianas. Los mismos centros carcelarios advierten
que no reciben un preso más. Que no hay cómo sostenerlos. Que están durmiendo
en los pasillos unos sobre otros, en condiciones infrahumanas, vulnerables a
todo tipo de contagios, lacras y enfermedades. Sin solución a la vista.
Con todo eso se habla de paz, se publicita la paz, se compra y se vende la paz, como si se tratara de un artículo
de prendería. El engaño supera cualquier lógica y la verdad se tapa con la
alfombra permeable del sistema imperante, con visibles manchas de mermelada, el
“¿cómo voy yo ahí?”, y esa farándula
detestable llamada burocracia. Honestidad
y rectitud, dos palabras que hace tiempo fueron sepultadas.
Tan crítica
y a punto de explotar está la situación del país que, parafraseando la elegía
de Serrat, General, “si yo pudiera irme
en un vuelo de palomas,/ y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás,/ juro por
lo que fui que me iría de aquí…/ Pero
los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio”.
Es que en Colombia, duro decirlo, caro señor Palomino, cabe perfectamente
el interrogante que el cantautor catalán hace de su aldea fantasma:
“Y me
pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente”.
Cordialmente
Ricardo Rondón Ch.
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