Las muchas veces catastróficas consecuencias de los excesos etílicos en las celebraciones de fin de año |
Ricardo
Rondón Ch.
Lo primero
que vio cuando trataba de abrir el ojo izquierdo, fue el rótulo de una media
botella de brandy Domecq sobre una mesa de noche para ella desconocida. Luego
vino una punzada terrible en el párpado de ese mismo ojo, unos reclamos
urgentes de la vejiga, una lengua dormida, pesada y áspera como papel de lija.
Doña
Graciela, la secretaría de gerencia de la fábrica de muebles y diseños para
oficina, trató de levantar cadera pero su intento fue fallido. La cabeza era un
remolino feroz con luces robóticas de discoteca de la Primero de Mayo y un dolor
que se iba despertando hasta enceguecerla, como si alguien dentro, un retaco de
albañilería, estuviera haciendo, con maceta y cincel, reparaciones locativas.
La punzada
del párpado se hizo más intensa cuando oyó un resoplar animalesco al lado suyo:
una especie de bramido con intermitencias de flautines nasales y ronquidos
secos como de chanchos neonatos en busca de las tetas de mamá marrana.
Cerró el ojo
compungida y el mundo interior de la conciencia, todavía empantanado por la ingesta
de licor, le empezó a revelar por capítulos la novela negra de un guayabo mayor
que apenas daba sus primeros frutos, colofón de la despedida decembrina de la empresa,
y lo que vino después, el remate de foforro con algunos de los empleados en un
galpón como taberna del barrio Quirigua.
El de los
ronquidos y silbatinas marraneras no era otro que don Patiño, jefe de
vigilancia de la compañía, que yacía espernancado al lado de ella sobre la cama
empotrada en la habitación 605 del motel Amarte, de Chapinero. Cubiertas las
partes pudendas con una sábana floreada de 50 hilos, el gendarme mostraba una
pipa henchida sembrada de pelos gruesos y erizados, un rostro rechoncho, enrojecido,
y la boca abierta hecha un volcán de tufo etílico y pútridas emanaciones
hepáticas.
Doña
Graciela, 38 años, madre soltera de un adolescente obsesionado en parecerse a
Ricky Martin, creyó que esa era la última mañana de su existencia. Estiró una
mano y buscó el celular a tientas sobre el nochero: en mínimas de batería, alertó
56 llamadas perdidas de Toñito, su vástago, émulo del metrosexual
puertorriqueño. “Dios, esto es el fin del mundo”, pensó.
Resortó del
camastro sin pantaletas, con las opulentas mamarias viringas, y fue directo al
baño, teléfono en mano, sin mirarle la cara a don Patiño, sabiendo que era él,
que los malditos tragos habían cumplido con su cometido, preguntándose en qué
momento de la noche alebrestada se había concertado el pacto motelero, pero
todas esas recapitulaciones se fueron desvelando en el único lugar donde se
hacen reales y contundentes las determinaciones, los arrepentimientos y los
desafueros de la condición humana: la taza del sanitario.
Una a una
fue repasando las escenas del viernes anterior, desde las dos de la tarde,
cuando se dispuso la bodega de almacenamiento para el convite: el orden
simétrico de las 165 sillas Rimax para la presentación de la revista folclórica
de las señoras de la Fundación Cascanueces; la tarima y el sonido para el toque
de la agrupación ‘Caña & Cebada’, la tómbola de las rifas, los regalos dispuestos,
la entrega de anchetas, el recibo de las cuatro lechonas de la fábrica del ‘Manteco
Guillermo’, los… en el fragor de sus cavilaciones le entró otra llamada perdida
de Toñito. Temblorosa, marcó. Sonó el pitico de batería agotada.
Sin más
remedió escribió un mensaje de texto: “Hijito, me quedé sin batería. No te
preocupes que estoy bien. Terminamos tarde y estaba muy cansada, y por
seguridad resolví quedarme donde Carmencita, la de despachos, ¿te acuerdas?
Espérame a almorzar. Te amo mucho, mi cielo”.
El ardor de
las cistitis le hizo malayar la encamada con don Patiño. No estaba en el
libreto retozar al lado del encargado de la vigilancia, aunque no le caía mal
del todo, era su hombre de confianza en la empresa, el que la ponía al tanto de
los últimos rumores de los funcionarios, pero no se le había pasado por la cabeza
que aquel supervisor regordete la fuera a librar, de la noche a la mañana, de
una larga temporada de abstinencia.
Por más que
se esforzaba no logró recuperar lo que hicieron de puertas para adentro del cuarto,
menos cómo llegaron al motel. Se olió el pelo tinturado de caoba, los hombros,
los brazos, los pechos, buscando un humor, una señal delatora. Lo único que
encontró fue la transpiración del trago, del trasnocho y del Cresopinol que
emanaban los pedernales.
Oteando en
los rincones del baño, advirtió alarmada que en el nicho de la ducha entreabierta
estaba la ancheta de don Patiño a medio tapar con el papel cristal. ¿Cómo fue a
dar allá? Ató cabos y concluyó que los últimos tragos que se tomó con su
compañero de labores, fueron los de la media botella de brandy Domecq, incluida
en los obsequios de la canasta.
¿Qué cara le
iba a poner ahora a ‘don Patiño’, como le decían en la mueblería desde el señor
Giraldo, gerente y propietario, hasta el más silvestre de los operarios de
planta?
Una luz en
la difusa laguna la enteró que el personal estuvo bailando hasta las 9:00 de
la noche con los acordes festivaleros de ‘Caña y Cebada’, que tuvo que hacerle un enérgico llamado de atención a
Chiguazuqe, uno de los instaladores, por
sabotear la revista folclórica de las señoras de la Fundación Cascanueces, que
tuvieron la cortesía de presentarse gratis.
Que el mismo
Chiguazuque, ya copetón de trago, se tomó sus licencias confianzudas con
Vargas, el administrativo, para reclamarle, copa en mano, un merecido aumento
salarial después de tres años afincado con el mismo sueldo; que Vargas repartía
trago a diestra y siniestra de unas botellas de un whisky aguapaneludo de marca
y botellas sospechosas que él, para ganarse unos pesos, adquirió por cajas en
los alambiques clandestinos aledaños a la Estación de La Sabana.
Que el señor
Giraldo, también prendidito, la sacó a bailar varias veces y le dio tantas
vueltas con el ‘Pavido Navido’, ‘Sólo un cigarro’ y ‘La saporrita’, que patinó
entre baldosines varias veces ante las carcajadas estridentes de su jefe; que
el señor Giraldo le decía al oído que cómo estaba de bonita, de sexi, que le lucían de maravilla la minifalda escocesa y las medias veladas pepiadas, y que cada vez
que se acercaba Vargas con la botella le hacía aplicar rebosante una copa del Scotch
adulterado.
Qué Jiménez,
el de cobranzas, fue sorprendido por don Patiño robándose del dispensario las
medias de aguardiente que camuflaba en el interior de su chaqueta de
motociclista. Que tuvo que prestarle ayuda a una de las señoras bailarinas que
sufrió un malestar acompañado de sudoración y escalofrío después de la
actuación, y que sus compañeras de danza atribuyeron a los tragos aguapaneludos
y a la lechona excesiva de grasa.
Que Peña, el
coordinador de operarios estaba cansón insistiéndole a Carmencita que le
regalara la cabeza de la lechona para que su mujer le prepara unos fríjoles, y que
ante la negativa de la dama el empleado arremetió displicente y grosero, obligando
a los subordinados de don Patiño a sacarlo de la fiesta.
Que al filo
de las siete de la noche, Vargas, don Patiño y sus subalternos tuvieron que
separar de una furrusca a Monsalve y a Molano de distribución, trenzados a pata
y puño por una resentida disputa, el primero, herido en su color de hincha
furibundo de Millonarios; el segundo, empecinado y con apuesta de por medio de
que Nacional se iba a coronar otra vez campeón de la Liga Postobón.
Hasta ahí doña Graciela tenía algo nítido de lo que había pasado. No recuerda si fue
Forero, el jefe de transportes, el que incitó a seguirla en otro lado. Sí cayó
en cuenta que Carmencita le alcanzó un plato de lechona con par orejas tostadas
y arepa para que reforzara los tragos, pero que ella se negó a aceptarlo por la
dieta asegurada de las damas que bordean los cuarenta, obstinadas en dimitir harinas y grasas en aras de conservar la línea.
Después,
como solía decir ella, “todo quedó por cuenta y riesgo del demonio”. Ciertos
fogonazos de certidumbre le revelaron que a la taberna del Quirigua llegaron en
varios carros, uno de ellos, donde iba la secretaria de gerencia, la camioneta
de Vargas, el administrativo, quien asumió la invitación colectiva después de
agotarse la reserva de whisky chiviado. Y que ahí reconectó el bailoteo con
Forero, con Peña, con el mismo Vargas, con los energúmenos hinchas Monsalve y
Molano, con el señor Rojitas de mensajería, con el 'Flaco' Ramírez de contaduría, y con don Patiño, el bailarín que
mejor supo cogerle el paso y de paso endulzarle el oído, la glándula de mayor
propulsión erótica bajo los efectos del embellecedor.
¿Qué como
salió de ese lugar con el jefe de vigilancia, qué cómo se dejó convencer para
dejarse llevar de motel, en Chapinero, por la Caracas, donde todo el mundo lo
está mirando a uno desde las ventanas de Transmilenio?, ¡por Dios!, qué vergüenza,
¿a qué horas pasó todo eso?, y ¿por qué pudo más el apetito carnal impulsado
por el etanol que la voluntad de una funcionaria a carta cabal que se preciaba
de digna, responsable y seria? Obra del diablo que hace fiestas cuando a sus
almitas ingenuas les da por empinar el codo.
En esas
estaba, con la cabeza a dos manos en el filo del inodoro, y ese ardor de vejiga
acompañado del taladro que no cesaba de abrir huecos en su cabeza, cuando se
percató de dos golpecitos en la puerta del baño.
-Doña
Gracielita, ¿ya va a salir?, es que estoy que me…-, pronunció en estado de emergencia don Patiño.
No se oyeron
más palabras. Lo que vino es innombrable en asuntos de arrasadoras avalanchas
intestinales, seguidas de gruñidos y onomatopeyas porcinas, salvas de flatos y temerarias resonancias guturales
y nasales.
Atolondrada
por la resaca y por la catástrofe que acontecía al otro lado de la puerta, doña
Graciela intentó incorporarse pero las piernas no les respondieron.
Entonces
alertó unos nuevos golpeteos, esta vez de la puerta de la habitación. Era la
mucama de turno que advertía que el tiempo de retozo había finalizado. Que si
querían seguir tendrían que cancelar una nueva tarifa: ochenta mil pesos, precio
de promoción navideña de Amarte, su motel de confianza.
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