Muchas veces, por excesos o intolerancia, la cena y los obsequios navideños, quedan esperando |
Ricardo
Rondón Ch.
Son las más
ruidosas y desparpajadas, abundantes en viandas y bebidas, en personajes de
distintas pelambres y estirpes, en
anécdotas y chismorreos, aunque a veces, por excesos, tienen desenlaces
funestos, de pabellón de urgencias, frenocomio o funeral.
Por lo
general siempre hay un dueño de casa de cuatro pisos con azotea que se llama
Ulpiano, con apellidos que varían entre Rodríguez, Pérez, Sánchez, Peña, Pulido,
o en últimas Guaquetá.
Esa vivienda
puede estar ubicada en sectores populares como Soacha, Lucero Alto, La Estrada,
Fontibón, Bonanza, cualquiera de los dos San Cristóbal, El Codito, Primavera, San
Fernando, Garcés Navas, Boyacá Real, Matatigres o La Marichuela, en Bogotá,
donde comúnmente hay un chandoso que se llama ‘Tony’, ‘Sultán’, ‘Chucky’. O
‘Muñeca’, si es perra.
Con
seguridad don Ulpiano no se cansa de mentar a sus visitantes que trabajó 35
años en Cervecería Bavaria, y que se jacta de seguir ‘embutiendo lúpulo’, por
el hábito y el agradecimiento con ese fermento que le sirvió para levantar su
morada dividida en cuatro amplios apartamentos -el del primer piso donde habita
él-, el del segundo piso, que ocupa su hija y sus tres nietos; el tercero y el
cuarto en arriendo, y la mediagua de la azotea que mandó a construir para su hijo
menor, el vago, el que no quiso estudiar ni aprender nada.
Luce don
Ulpiano una ruana de chivo que podría inspirar una tesis laureada de
Antropología: puede tener diez años sin lavar, lo que le ha valido un degradé
entre pardo, café y verdusco, con aplicaciones petrificadas de residuos de pan
centeno, fideos, granos de arroz, fríjol blanco y arveja, y unos grumos de
babaza a manera de collar, donde revuelan mosquitos coquetos después de abrevar
en los residuos de lúpulo y cafeína que rezuman sus encanecidos mostachos.
A sus 75
años, don Ulpiano sólo se despoja de la ruana para tomar cada cuatro días un
baño de agua caliente de platón y cacerola en el patio trasero, sentado en un
antiguo taburete de peluquería, con refriegos y
vaporizaciones de jabón Reuter y alhucema de Las Rosas, su preferida.
Dichas
lavativas se las hace su única hija mujer, propietaria de un puesto de líchigo
en la plaza de Paloquemao, ya en el meridiano de los 40, que puede llamarse
Aracely, Griselda, Cleotilde, Asunción o Serafina.
Dejémosla en
Griselda, madre soltera de tres hijos varones de diferentes papás, por orden de
aparición: un taxista, un mayorista de ajo y cebolla, y el más reciente, un
contratista de construcción, y que aún abriga la esperanza de encargar la nena,
así sus vecinas y compañeras de legumbres y verdulería la vivan mortificando
con la advertencia de que ya no está en edad de parir, que un nuevo embarazo
podría ser de alto riesgo. Pero ella insiste. ¿Quién se ganará esa rifa?
Para estas
fechas decembrinas, a don Ulpiano le entra la melancolía. En un diciembre del
92 quedó viudo: un camión a toda marcha y
sin frenos en el 7 de Agosto le arrebató a su amada esposa Purificación,
con la que se alistaba a cumplir 30 años de matrimonio. Cinco años más tarde
perdió a su hijo Emilio, el mayor, contratista de transportes de la cervecería
donde trabajó papá, cuando un malandro de noche, a escasas cuadras de su casa,
le aplicó una cuchillada en el cuello por robarle el celular.
Argemiro, el
menor, de don Ulpiano, es como si no existiera: nunca se sabe cuándo entra ni
cuándo sale de casa. A veces ni llega. O de repente se pierde un par de
semanas, varios meses y hasta un año, como la vez que vendió el chéchere de
acarreos que le ayudó a financiar su viejo para irse dizque a probar suerte en
Venezuela.
Regresó con
una mano adelante y la otra atrás, traumatizado con el socialismo de
alcantarilla impuesto en la hermana república. A media noche se desliza como un
espanto por las escaleras, rumbo a su buhardilla de azotea a quemar los últimos
puchos de marihuana. A veces con muérganas de dudosa reputación, la oficial,
con media cabeza rapada, ropa de cuero y taches, botas de siderúrgica y
piercings por todas partes.
Con todo lo
anterior, las nochebuenas en casa de don Ulpiano son variopintas y de
tradición. Comienzan el 16 con la novena, que es lo más tedioso del itinerario,
porque se las ponen a rezar a párvulos de la vecindad que hasta ahora están
aprendiendo las vocales. De modo que una sola oración, como la de San José o la
de la Virgen María, puede durar dos horas y más, depende de la rotación.
El
‘Benignísimo Dios de infinita caridad’ pronunciado por uno de estos angelitos
inocentes, puede ser un ejercicio de iniciación a la tartamudez irreparable:
‘Be, be, benig, benig, benigni, ni, ni, si…’.
Hasta que
un alma caritativa de la concurrencia le da por echar una mano:
-Benignísimo,
papito.
El nene en
cuestión se queda mirando derrotado a su correctora y rompe en un llanto
alarmante acompañado de mocarria. El siguiente.
Para el
colofón de la novena, los villancicos, es recomendable llevar disimulados
taponcitos auditivos de protección. No obstante la desafinación colectiva de
las voces, chicos y abuelos, junto al pesebre y el árbol de navidad, el brutal
ensordecimiento tiene que ver con los improvisados instrumentos: la batería de
ollas, incluida la de presión, con sus respectivas tapas, amén de sartenes,
cucharas, cucharones, platos de peltre, y hasta el molinillo chocolatero que es
el de golpear el rabo de la paila grande, a manera de bombo mayor, o de gong
chino, donde el 24 de diciembre Griselda acostumbra sazonar la masa de los
tamales en jugos al tope de grasa de gallina y marrano, azafrán y laurel.
Al final se
reparten entre mayores copas de sabajón Apolo y vino Cinzano, por supuesto
botellas de Póker, Águila, chorritos de aguardiente de empaque tetrapack, y
para los pequeñines, ponche de huevo, miel y leche; galletas Caravana, negros,
liberales y chumelos, entre otras colaciones.
En fiesta de
pobre que se respete, no puede faltar la colección de los 14 Cañonazos
Bailables, sobre todo el volumen 16 de 1976, clásico de clásicos en estas
festividades: ‘El negro Chombo’ (Fruko y sus tesos, voz de Joe Arroyo), ‘Morena
de 15 años’ (Joe Rodríguez y su grupo latino), ‘Patrona de los reclusos’ (The
Latin Brothers), ‘La negra Petrona’ (Orquesta La Integración), ‘Quiéreme,
quiéreme’ (Francisco ‘Chico’ Cervantes), ‘Vowken’ (Grupo Bota), ‘Canto a
Colombia’ (Los Blanco), ‘Las caleñas son como las flores’ (The Latin Brothers),
‘La venezolana’ (Pastor López y su Combo), ‘El son sí se fue de Cuba’ (Fruko y
sus tesos), ‘La casa de Fernando’ (Orquesta la Integración), ‘Homenaje a los
embajadores’ (Wganda Kenya), ‘Bamboleo en el mar’ (Fruko y sus tesos), ‘El
indio sinuano’ (Alfredo Gutiérrez).
Y con esta
joya, todo Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, todo Gustavo ‘El Loco’ Quintero y
‘Los Graduados’, todo Emir Boscán y los
Tomasinos, todo Pastor López y su Combo, todo Billo’s Caracas, todo Los
Melódicos, todo Los Blanco, todo ‘Los vecinos de Nueva York’, todo la ‘Sonora
dinamita’, todo Gabriel Romero, y tantos más, en acetato y en
discompacto, colección del finado Emilio, que en casa de don Ulpiano se toca hasta
el siguiente día en nacimientos de críos, bautizos, cumpleaños y celebraciones
de fin de año.
El 24 de
diciembre, el encargado de poner la melodía es el ‘bueno pa’nada’ de Argemiro.
A las 7:00 de la noche, que es la hora de convocatoria a rezar la novena, van
llegando uno a uno familiares y vecinos: parientes que han llegado de lejanas
tierras, del Cocuy, de remotas veredas de Boyacá, con presentes representados
en jotos de queso, cuajada, génovas, garullas, almojábanas; algunos con racimos
de tres y más gallinas, y un gallo capón para despescuezar; canastas de cocoa
(chocolate campesino), y no falta el primo imprudente que quiere lucir su
pirotecnia de media noche con dos docenas de voladores de Arcabuco.
Y el tío
rico, don Joaco, esmeraldero de Maripí (Boyacá), hermano de don Ulpiano, un cincuentón
presumido con una pronunciada cojera producto de una bala de rifle en el
tobillo derecho, que camina al ritmo de ‘La Pollera Colorá’, que estaciona
enrevesada una Toyota cuatro puertas último modelo al frente de la casa, y que
exhibe una Pietro Beretta automática con cacha de marfil e incrustaciones de
diamantes, ajustada a un cinturón con apliques en plata de cabezas
de caballo y rejos de enlazar, y una chapa enorme en forma de culebra al ataque.
Joaco, el
comerciante de gemas, acostumbra a saludar con un eructo a voz en cuello que es
su sello de ordinariez, como lo es también apoltronarse espernancado mostrando
sin escrúpulos la exagerada mercadería de su virilidad que ciñe un pantalón de
cargazón apretado, y que la señorita Nuncia de pre-escolar, que dirige a los niños de
los villancicos, asocia con una enfermedad terminal.
Cuando ya se
han completado casi cien personas y la novena ha terminado, asoma Marisol, la
tía gorda, cuarentona y soltera, la más pobre de la familia, que vive en
arriendo en un inquilinato de Los Laches donde tiene un taller de costuras,
reparaciones de ropa, pega de botones, dobladillos y demás.
Llega
Marisol con una falda floreada de tafetán, una chaqueta de lycra azul eléctrico
con una impresión en la espalda que dice Daddy Yankee, y unos tenis rojos con
plataforma vulcanizada. Como todos los años, lleva tres panes trenza de dos mil
pesos en una bolsa que entrega a su sobrina Griselda.
Y es en la
cocina, por su gordura, donde Marisol busca refugio, aunque sus parientes le
insistan que se ‘aplaste’ en la sala. Y porque le gusta ayudarle a la sobrina a
picar la cebolla, los ajos, el perejil y la zanahoria de los tamales, que con
sendas presas de cerdo, gallina y longaniza, entre ambas envuelven en hojas de plátano.
En la sala
hay gente sentada y de pie. Argemiro llega del estanco pulsando una carreta
vertical que remesa los primeros doce petacos de cerveza, seis cajas litro de
aguardiente rojo, envase tetrapack, y tres botellas de Chivas Regal 18 años,
todo por cuenta de don Joaco, el esmeraldero, que mezcla en un vaso largo el preciado
líquido con Big Cola.
-Ponga
música, mijo, que esto parece un velorio-, ordena el ordinario de Maripí a su
sobrino, seguido por un eructo hediondo a hueso de marrano.
El zángano
da en el clavo al fijar en el estereofónico ‘Con mi botellita de ron’ en la
inconfundible voz de Tania. Joaco, el esmeraldero, le echa su ojo zarco de gallo de
pelea a una vecina que está justo al frente de él: una hembra rubicunda
apretada de carnes, con unos enormes teteros empinados y ojos bailadores, de no
más de 35 años.
Plaza
partida, la mayoría se anima a salir al bailoteo, entre guiños, risas nerviosas y cachetes colorados de mujercitas aparentemente tímidas.
Don Joaco,
que ha tomado al revés a su pareja, estira el ala derecha y sin pensarlo mucho
dispara su primer dardo.
-¿Y sumercé
tan bonitica, cómo se llama tu nombre?
-Irma-,
responde la peliteñida mirándole la cruz de oro macizo y esmeraldas que lleva a
pecho abierto.
-¿Y de dónde
es esta queridura pa’darles piquitos en esa jetica colorada?
-De Cali.
-¿Trabajas
en Bavaria?
-No señor.
Tengo un salón de belleza en la esquina…
Un
espectáculo de binoculares es ver bailar a don Joaco. Primero, porque no sabe
bailar. Y segundo, porque el tobillo hecho trizas por el perdigón de escopeta y
medio recuperado con platinas, le obliga a arrastrar el pie como los perros que
arrastran las patas sobre la grama cuando acaban de hacer sus necesidades. Pero
se da sus mañas. Y hay de quien se le escape una burla para que haga tronar sin
compasión su pistola.
A ‘Con mi
botellita de ron’, siguen, ‘Se me perdió la cadenita’ (Sonora Dinamita), ‘El
preso’ (Fruko), ‘El sombrero blanco’ (Emir Boscán y los Tomasinos), ‘La
guarapera’ (Latin Brothers con Joe Arroyo), ‘Sólo un cigarro’ (Pastor López),
‘El patillero’ (Fruko), ‘El año viejo’ (Tony Camargo), ‘Bomba de navidad’ (Richie
Ray & Bobby Cruz), ‘El cuartetazo’ (Los Wawanco), el ‘Mosaico Santero’
(Fruko y sus tesos), ‘La saporrita’ (La banda de don Filemón), ‘La tribu de San
Fernando’ (Nelson y sus Estrellas), ‘El pávido navido’ (Trío Huaricancha),
‘Pa’Barrnquilla’ (Billo’s Caracas), ‘La danza de la chiva’ (Los Melódicos),
‘Los patulekos’ (Fruko y sus tesos), y muchos más, entre despachos de
aguardiente, cerveza y un vino de consagrar que llevó el zapatero Ismael,
vecino de confianza del dueño de casa.
-¿Otra pola,
don Ulpiano?-, ofrece don Rupertino, el de la marquetería.
-Será…-,
responde el viejo ruanetas.
Será…, será…,
que ya lleva más de una docena de 'aguamasas' sin quitarle la vista a su hermano, el rico,
ahora encantado con la peluquera, a quien se esfuerza por repetirle whisky fino
con gaseosa negra.
-¡Ay!, no
tan seguido don Joaco que me hace emborrachar-, suplica la caleña.
-No, mi
patojita- interpela el confianzudo-. Espéreme un minuto que ya le traigo su
resistencia. Y se va a la cocina a sonsacarle a su sobrina una taza de caldo de
cerdo y gallina atravesada por la cola verde de una cebolla junca.
A las 11 de la noche la enorme sala del
casonómetro de don Ulpiano es un hervidero humano. Más comensales prendidos que
el alumbrado del árbol y el pesebre juntos. Varias de las mamás invitadas llevan
sus cachorrines fundidos de sueño a descansar en la amplia cama de Griselda,
donde también pernocta el más pequeño, de año y medio, hijo del contratista de
la construcción.
Libardo, el
primo de los voladores, oriundo de Sutamarchán, sortea las primeras seis salvas
que activa con un cigarrillo Mustang en la azotea, justo cuando Argemiro sube a
quemar una chicharra de bareta que guarda en el agujero de chicharras detrás de
la puerta. El humo de la maracachafa se confunde con el de la pólvora bajo un
cielo estrellado que el vicioso de casa, en profundas caladas, observa maravillado y con la misma
expectación y capacidad de análisis del astrónomo Germán Puerta.
-Qué, primo,
¿se da un toquecito?
-No,
hermano, usted sabe que yo no le ‘jalo’ a eso. No paso del cigarrillo. Pero
hágale, fresco-, responde Libardo mientras despacha otro cohete que se pierde
en el hermoso firmamento, seguido de las broncas, ladridos y aullidos de los
perros de la cuadra, del pobre ‘Tony’, el chandocito de casa, que pone ojos melindrosos
y le bate la cola al amo marihuano, con un pálpito trágico de acabóse.
Abajo, en la
sala, don Ulpiano, botella de Póker en mano (ya va por la número 17), le pide
el favor a su hermano Joaco para que lo ayude a llevar al baño. En el trayecto
y agarrado del brazo del esmeraldero, le sugiere que no se empecine en
coquetearle a la caleña, que “esa está hoy con uno y mañana con otro, y le
gusta meter a sus mancebos en problemas”.
Pero ya con
una botella de Chivas en la cabeza, a Joaquín el sabio consejo le entra por un
oído y le sale por el otro.
-¡Ay!, mi
hermano, pobrecito, ya le dio el almeizer (sic), si es que habla mucha mierda. Y eructa.
Joaco, ya
tres cuartos, vuelve a la cocina a picar en las suculentas presas de los
tamales. Le da un palmadón a las protuberantes nalgas de Marisol y le dispara la
misma pregunta de todos los años.
-Y usted,
¿qué?, gorda..., ¿ya consiguió marido?
-¡Ay!, no
sea cansón, Joaco, que usted ya está tomado-, responde ofendida la costurera.
Como todos los años.
De regreso a
la sala, con un muslo de gallina en un plato para ofrecérselo a su nueva conquista,
el esmeraldero masculla una goma de veneno al enterarse que la peluquera está
bailando apercollada ‘La Gran Miseria Humana’, en la voz de Lizandro Mesa, con el
zambo Tiberio, un gorila de 1,90, apenas cubierta la ruidosa musculatura de
bronce con una camiseta esqueleto verde manzana.
Cuando se
acaba el disco y la peluquera se da cuenta de la presencia del pretendiente,
que la mira de arriba abajo desde el marco de la puerta, con el mismo rictus de
Clint Eastwood en ‘Escalofrío en la noche’, la mujer toma de la mano al
fortachón y se dirige a él.
-Mire, don
Joaco, le presento mi novio.
Tiberio, 'caricuadrado', instructor de gimnasio, ofrece la mano derecha para hacer efectivo el enlace,
pero esta se queda estirada porque al de Maripí se le han incendiado los ojos de
odio y revancha, y sin mediar palabra da media vuelta para embarcarse a la
azotea, arremetiendo a dentelladas el muslo de la plumífera y acariciando con las
yemas la cacha de su pistola automática.
Irma, por
intuición femenina, le sugiere partir a su gorilón: que ese señor ya está
cogido de tragos, y peor aún, que está armado, y que ella no quiere problemas.
Pero puede más el ego del macho de las pesas y los arneses.
-Tranquila,
mami, que usted está conmigo. ¿Por qué nos vamos a ir si somos
invitados de Griselda? Y yo a ese man no lo conozco. Que se abra…
-Es que es
el hermano de don Ulpiano. Y dizque es esmeraldero. ¿Si le vio la cadena en el
pecho, papi? ¿Y la pistola en el cinto?
-¡¿Qué le
pasa?! Esmeraldero, traqueto, lo que sea, a mí no me entra terror ningún
varón. Más bien vamos a bailar esa que me gusta-, interpela el instructor con
los primeros acordes de ‘Adonay’, del gran Rodolfo Aicardi.
Lo que viene
después, pasada la media noche, es una confusión de voladores, plomo, equipos
de sonido en sus máximos decibeles con un sancocho de músicas decembrinas y
bombardas reguetoneras, voces trasnochadas de locutores que anuncian que ha
nacido el Niño Dios, ululares de sirenas programadas, berrinches de criaturas
de brazos, onomatopeyas desafinadas de borrachos que piden ayuda, y alaridos de
señoras que corren sin saber para dónde, algunas con las mejillas y las manos ensangrentadas.
Un día después,
los tabloides de la crónica roja capitalina destacan en primera página los
estragos de la Navidad, los quemados con pólvora, las 1.200 riñas en diferentes
puntos de la ciudad, las decenas de accidentes de tránsito ocasionadas por
conductores ebrios, el registro de homicidios pasionales, por atraco, por
intolerancia, uno de ellos, en primera página, con una foto en vida del fisicoculturista
Tiberio, forrada su estrafalaria anatomía en una lycra de gimnasta, presto a
apagar las velitas de una torta almibarada de cumpleaños.
En una
cafetería de barrio irrumpe entre parlantes la voz pedregosa del reportero de
judiciales Héctor Santiago Guamán, al servicio de un radioperiódico popular,
quien hace recapitulaciones de las desgracias de la nochebuena y amplía los
detalles de la trágica muerte del instructor de gimnasios, a manos de un
comerciante de piedras preciosas, justo en el amanecer del 25 de diciembre.
-Ahora los
invitamos a continuar con nuestra programación de fin de año-, repica el
curtido notario de la muerte. Y se oye, con eco lastimero, el himno desgarrado y
habitual de estas festividades:
“Mamá, dónde
están los juguetes. Mamá, el niño no los trajo…”.
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