Juan Carlos Calderón, artista de la lente. Archivo particular |
Ricardo Rondón Ch.
Tu cuerpo tumba/ como un pilar/ en el que lloro.
Juan Carlos Calderón Abaúnza, compañero de viaje en la ruta de
la reportería, cuya trágica muerte se produjo en el gélido amanecer del martes 6 de mayo de 2014, en su apartamento ubicado
en el centro de Bogotá, por un absurdo accidente, una de esas zancadillas que
en penumbras de escalones y barandas sortea en su siniestro juego la parca, era un poeta
de la imagen y un fotógrafo de la palabra.
No en vano rotuló su blog como Fotografía y Poesía, una atractiva botica de memorias impresas en el arduo acontecer de su equipo
fotográfico, un morral de viajero sin fronteras que portaba en su espalda a un
ritmo maratónico de trashumancia, ávido de retos y aventuras, con un ímpetu
desenfrenado de saltamontes que no raya
diferencia entre el día y la noche, la sed y la premura, la soledad y el
cansancio.
Menudo en su estatura, pero con la agilidad de un ávatar y
el olfato agudo de un sabueso de caza, Juan Carlos, a quien cariñosamente
llamábamos ‘El Chiqui’, exploró con vehemencia
los vastos y riesgosos territorios de la reportería, primero en el desaparecido
diario El Espacio, en el duro trasegar de la crónica roja, intrépido en la
consecución de la foto de primera página, en las goteras de la ciudad, en las
veredas marginales, en los ranchos inhóspitos donde campea el crimen y la
desesperanza, y donde lobos y aves de carroña se disputan el cadáver del día.
Llegaba presuroso a la redacción a descargar fotografías,
que en pantalla no necesitaban otra lectura que su propio guiño, una señal de
satisfacción en sus ojillos picarones, y una carcajada de sarcasmo que
rubricaba el triunfo de la jornada. No había nada que hacer al respecto: las
fotos de Calderón Abaúnza eran la impronta del reportero de monte y de calle,
el que se juega el pellejo para tomar el ángulo distinto y el rostro oculto
detrás de la noticia, documentos que sólo son logrados por las lentes atrevidas
y curadas en coraje. Por eso merecían la plana de abrir.
Cómo si se tratara de un juego de mesa, cambiaba las fichas negras
de la muerte por las de los guantes de seda y glamour. Gozaba de la intuición
y el tacto para escurrirse como una anguila imperceptible entre gobelinos,
copas pletóricas de vino, brazos tornasolados cubiertos de brazaletes, suntuosos
vestidos y copetes, naricillas respingadas y pestañas postizas, y toda esa parafernalia cosmética del
espectáculo y la farándula, para dejar impresa su crónica gráfica de la noche,
etiquetada de fama, luces de neón, rostros apolíneos, canutillos y lentejuelas.
No tenía horario: en el día, oficiaba como el reportero
estrella del hecho judicial. Cuando caía la tarde y abandonaba la redacción de
El Espacio, se iba a su apartamento a cambiarse de indumentaria para convertirse
en otro: el paparazzi de las estrellas, protagonistas de comedias, culebrones y
melodramas.
Era un deleite como fantaseaba con sus fachas: algunas veces
parecía un pequeño Al Capone con sus sombreros pajizos de varios colores adquiridos
en el mercado de San Alejo, uno de sus paseos domingueros preferidos. Cuando
iba a cubrir toros, desde el callejón de La Santamaría, se ponía boinas y pañoletas vascas que confundían a
alguacilillos, veedores y varilargueros: no se sabía si aquel personaje que
ingresaba al albero con estruendosa vestimenta, hacía parte del espectáculo, o era
quizás un invitado de los empresarios de la plaza que venía de tierras lejanas,
en las antípodas del océano, o de “un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no
quiere acordarme”.
Total, Juan Carlos era un artista y estaba en todo el
derecho de darle rienda suelta a sus fantasías, empezando por lo que llevaba puesto. Ni hablar cuando él era el protagonista, como
lo fue varias veces con sus exposiciones de fotografía. Para destacar algunas,
Safari-Bogotá, en 2011, en la galería Valenzuela Klenner, o una más reciente en
un acreditado bistró del centro de Bogotá.
Porque Calderón retrataba la vida en su palpito, pero
también la muerte con su horror y descarno. Así, entre esos dos linderos se
movió hasta la última etapa de El Espacio, y más adelante como editor
fotográfico de la revista Tv. Y Novelas. Estaba a punto de culminar una exposición
en la que llevaba invertidos más de tres años: un trabajo sobre la marginalidad
del barrio Santa Fe, pero con la historia de ese sector y la arquitectura
republicana como telón de fondo, incluida la casa que habitó el poeta León de Greiff,
que las administraciones distritales nunca hicieron nada para recuperarla
(ahora mismo Calderón debe estar reunido con el honroso bardo del ‘Relato de
Sergio Stepansky’, debatiendo sobre el tema).
En el nimio cuerpo de Juan Carlos también se agitaban las
alas de un poeta, labor que él cometía en la soledad de su refugio, hasta cuando
lo sorprendían las primeras puntadas del alba, quizás al calor de un vino, en
el remate de una tertulia de amigos, en largas conversaciones de fotografía y
de poesía, en esas pausas que se arrastran agotadas después de las bulliciosas
fiestas de los artistas, de los estetas de la lente como él, testigo silente de
su legado y memoria.
En esas ráfagas del verbo presuroso, valiéndose de mamotretos
lingüísticos y diccionarios, o de una llamada al poeta más próximo tras la duda
de un símil, una metáfora o un retruécano , Juan Carlos, el fotógrafo de la
palabra, escribía brillantes piezas y haikus, como el que encabeza este
obituario, o poemas urgentes como el siguiente:
Sácame de este encierro/ libérame de mi crueldad./ Tómame de
tu mano,/ Sácame, llévame a donde tú quieras./ Enrédame con tu cuerpo./ Desvanece
el hielo de mi alma/ Dame de beber de tu boca./ Sácame de este encierro/. Házme
sonreír...
O un microrrelato para un domingo desesperado:
No hay algo más espantoso que ver reflejado el rostro de uno
en el espejo, un domingo en la mañana. Es el peor día de la semana. Si bien los
otros días hay cosas que hacer, son más llevaderos.
Mi alma abatida no tiene escapatoria: veo a través de la
ventana las familias correr hacia los parques de la ciudad. La lluvia cae
prolongada en este día gris. Pero a ellos no les importa, sus sonrisas están
intactas. Mientras que yo espero frente a la estufa que hierba el agua para
preparar el café. No hay nada más en la alacena.
Así se me pasa el domingo: bebiendo sorbos amargos.
Y qué tal esta declaración de amor:
Niña dulce, achocolatada, hueles a caramelo/ Tu sonrisa
ilumina una parte de mi camino solitario/ La clase es sólo una simple clase si
no estás.../ pero si estas.../ El escenario cambia/ los clásicos dejan de ser
tristes mimos/ Niña dulce, achocolatada/ Vive como lo haces ahora/ Camina como
lo haces ahora/ Que yo desde mi ventana seguiré contemplándote/ Niña dulce, achocolatada/
Respira todo el aire que quieras/ Sitúate en cualquier parte del mundo/ Pero
antes de todo,/ no olvides parar el tiempo de mis melancolías/ con tus caricias/ Luego
sí podrás agitar tu mano en la despedida.
Calderón Abaúnza, como algún día nos tocará en turno,
abandonó la parcela terrenal, pero su obra queda viva y en crescendo, porque
seguramente Luna, su única hija adolescente, que siempre vio en su padre un
modelo a seguir, tomará la iniciativa para hacerla perenne, con el mismo vigor
y pasión que él mantuvo hasta el día en que la despiadada huesuda le arrebató
sus sueños.
Se va el amigo, el compañero de muchas batallas en este
oficio, el más bello pero el más ingrato de todos. Perdurará intacto su
recuerdo, su risa alebrestada, su amistad, digna de enmarcar, como esas
postales que él, en su voraz itinerario de reportero, dejó para la posteridad.
Safari-Bogotá
Un click a Juan Carlos Calderón Abaúnza
Ricardo Rondón Ch.
Ojo avizor, vigía y centinela del acontecer, el reportero
gráfico que comulga con el credo de quien ve lo que los demás no ven, es un
permanente catalejo de imágenes que, a través de su cámara, le toma el pulso a
la vida en su arrolladora y excitante fantasía, en su crudeza, oscuridad y
desconcierto.
Es bien sabido en estas lides del daguerrotipo que hay una
enorme diferencia entre el fotógrafo y el reportero. El primero se rige al
objetivo visual como tal, sin advertir el marco de composición y las metáforas
que circundan dicho propósito. Sin subestimar su labor, es una función
mecánica, sistemática, de acción y obturación.
El reportero gráfico es un ave de alto e infatigable vuelo,
un halcón peregrino si se quiere, capaz de capturar con su mirada lo
espontáneo, repentino, admirable y terrible del hombre, como también los
espacios y las cosas que lo rodean.
Entre esa dualidad que es la dureza y la vulnerabilidad del
alma humana, se mueve. Un sólo click de su equipo fotográfico puede revelarnos
sin palabras una crónica de largo aliento, y de provocar el efecto del asombro
y el estremecimiento al mismo tiempo. Sólo cuando se produce ese disparo, que
es el equivalente a un pestañeo, y que apenas dura un segundo, el reportero,
desde su trinchera mediática, nos entrega a su antojo el libro abierto de sus
percepciones, con esa poética y sensibilidad que sólo fluye del
espíritu de un artista.
Y de ese fluir incesante construye su propio universo, el
del cuenta cosas, notario itinerante del mundo y su palpitar, cronista silente
del lenguaje visual, tribuna de la exaltación, la tragedia, el esplendor y la
denuncia; un narrador sin fronteras que no distingue entre el día y la noche
para zambullirse en las aguas procelosas del mar de su intuición.
En ese ritmo de navegación de largo braceo se la ha pasado
en los últimos años Juan Carlos Calderón Abaúnza, un reportero que se tomó a pecho su oficio, que a cuenta gotas lleva una vida propia. El arsenal
fotográfico que carga a sus espaldas lo ha puesto a prueba en las más disímiles
y descabelladas aventuras en las que se debate a diario en esta manigua de
hierro y concreto que es Bogotá.
Desde su puesto de combate en el diario El Espacio, Calderón
recorre a su aire la cotidianidad urbana del delito y el crimen de los antros,
los callejones y los recovecos donde se incuba el hampa; de las muertes y
desdichas anónimas que arroja el asesinato y la impunidad, de aquellos actores
de sangre fría que asaltan y matan sin piedad; y luego, con una habilidad
acrobática, salta del terreno hostigante y para nada generoso de la crónica
roja, a las alfombras rojas del espectáculo, la farándula y la frivolidad, como
colaborador habitual de la revista Tv y Novelas, moviéndose a sus anchas entre
divas y galanes perfumados, empachados de caviar y de champaña, para contar a
su manera la historia cosmética y glamurosa de la vanidad: la otra cara de la
moneda.
Es lo que propone Juan Carlos en esta exposición, ‘Safari-Bogotá’, por estos días colgada en la prestigiosa galería Valenzuela Klenner:
la mirada íntima de una ciudad cinematográfica, rapaz, metálica, brumosa y
temeraria, donde se confunde el olor a sangre con el aroma sofisticado de
Chanel Nº 5; donde el eco agónico de un moribundo que ha sido apuñalado por
atraco es devorado por la altisonante fanfarria de un festín que celebra el
cumpleaños de una protagonista de novela; o donde una modelo suicida emprende
el vuelo trágico del acabóse desde un décimo piso, en un edificio inteligente,
mientras que a escasos metros una terna de nínfulas embutidas en tutú y en
puntas de zapatillas de satén, ensayan el primer movimiento del ballet
Cascanueces.
Calderón Abaúnza, con sus lentes, marca el diástole y el
sístole de esta urbe que cantara en sus versos María Mercedes Carranza:
“La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida; nos unen
el cansancio y el tedio de la convivencia pero también la costumbre
irreemplazable y el viento”.
El envés de este poema es el Safari del reportero, sólo que
con el dialecto profundo y perturbador de sus imágenes.
Bienvenidos a su jungla gráfica.
Galería Valenzuela Klenner
Bogotá, febrero 24 de 2011
Maravilloso homenaje a Juan Carlos Don Ricardo.
ResponderEliminarBonito.
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