viernes, 8 de noviembre de 2013

Keith Richards, amo de las desmesuras


Ricardo Rondón Ch.

De no ser por los mitos y sus referentes simbólicos, lo más seguro es que no existirían credos, ídolos, religiones; y menos fanáticos, coleccionistas, apegos, adioses.

Una ruina no es otra cosa que esa eterna fuerza centrífuga que da cuenta de un pasado memorioso, y que el transcurrir del tiempo rezume ese humo espectral que algunos iluminados llaman espíritu.

El espíritu de los hombres en su partida inexorable, el espíritu de sus monumentos, sus haberes, sus voces, su júbilo olímpico, su desgarro mortífero.

Esas ruinas tienen su propia energía y belleza implícitas. El resto es labor de antropólogos e historiadores: los templos, las ágoras y los teatros griegos, la emblemática Acrópolis, el mausoleo de Palas Atenea; el Santo Sepulcro, el Santo Grial, el Sudario de Turín, entre una cantidad de reliquias que remiten siglos remotos y que a través de los mismos han alcanzado una pátina sagrada.

En el caso de Rolling Stones,  el mito logrado por sus ‘majestades satánicas’ cobra visos dionisiacos: desde el génesis de la contracultura, cuando se produjo esa sicodélica explosión generacional de los años 60, hasta la fecha que nos acontece, y aún con el vacío enorme que dejó la muerte de su verdadero ideólogo tras bambalinas, Brian Jones, quien desde la gestación de la banda en 1962, hasta 1969, cuando decidió retirarse por conflictos y disputas con Micke Jagger y Keith Richards (un mes después fue hallado muerto en la piscina de su casa, aparentemente por un ataque de asma, versión que sigue siendo discutida), se consagró para la posteridad por el valioso aporte que desde su cariz polifacético, dejó como legado para futuros álbumes.

No en vano, Jones ejecutaba, para algunos ortodoxos, instrumentos inconcebibles en la vertiginosa carretera del rock: marimba, cítara hindú, dulcimer, arpa, mandolina y campanas, experimentos que provocaron acalorados enfrentamientos con los otros integrantes, incluido el más sereno y equilibrado del combo, el baterista Charlie Watts.
   
Justamente de Brian Jones, y en custodia de sus herederos, existe aunque ya paleada por el deterioro en cuerdas y caja, esa citara en la que nacieron los primeros arpegios de ‘Satisfaction’ (I Cant Ge’t No), de su L.P. de 1965, que tengo la fortuna de conservar, aunque con algunas estrías en su carátula, y que adquirí hace muchos años en uno de sus esos abastos persas que los solitarios elegimos para vacilar los guayabos dominicales.

‘Satisfaction’ fue la mecha que encendió la explosión rocanrrolera de la mítica banda inglesa, producto de las escandalosas rabietas de su autor, Mick Jagger, de su productiva esquizofrenia y su nervio altanero y contestatario, y de ese inconformismo y esa frustración que, según él, le reclamaba la “decadente sociedad norteamericana”.

Con ‘Imagine’, de John Lennon, ‘Satisfaction’, de Rolling Stones, al igual que ‘Like’, de Bob Dylan; ‘What’s Going On’, de Marvin Gray (un llamado urgente por la paz de la tierra que deberíamos en estos días entonar de nuevo al unísono); ‘No Woman, No Cry’, de Bob Marley; ‘Blue Suede Shoes’, de Elvis Presley; ‘Let It Be’, de The Beatles; ‘Hotel California’, de The Eagles; ‘Crazy in Love’, de Beyoncé y Jay-Z; ‘Rehab’, de Amy Winehouse, entre otras, figuran en el listado privilegiado de las mejores canciones del pop-rock de todos los tiempos.

50 años en un trajinar permanente por escenarios del mundo, cientos de álbumes y reconocimientos, y una vida sacudida por los excesos del licor, los estupefacientes y el sexo, hacen de Rolling Stones una leyenda viviente de dimensiones catedralicias, ícono de varias generaciones, y modelo a seguir de legiones rockeras a posteriori, hipnotizados por la desbordante energía de estos saurios peludos, verdaderas despensas de serotonina, que han ido a contracorriente con la edad septuagenaria que los delatará en lo físico, más no en la asombrosa corriente vital de sus espíritus.

Caso particular Keith Richards, su guitarrista estrella y miembro fundador en activo, cuya adicción al alcohol, el tabaco, la heroína, la cocaína, el hachís, entre otras sustancias psicoactivas, ha sido motivo de estudio de genetistas, cardiólogos y geriátras, ávidos en descubrir las claves secretas de la ‘eterna juventud’ del genio rockero.

Acorralado por esas desmesuras, y por desentrañar en sus propias raíces, Richards, que jamás se habrá confesado, decidió hacerlo de la manera más sensata, decorosa y plausible: una memoria de más de 600 páginas: ‘Life’, libro abierto y visceral que sólo un hombre como él, curtido en la Melopea y en la interminable autopista de asfalto como Keith nombra la vida, puede contar sin prohibiciones ni tapujos.

Nadie más acertado para resumir esta autobiografía en detalle que el crítico musical de la BBC de Londres, Nick Kent, al referirse de la desconcertante personalidad del guitarrista: “El gran Lord Byron; un demente, un depravado, un genio; peligroso conocerlo”.

Hijo único, inconforme desde la infancia, Keith odiaba los juegos de niños, salía corriendo cuando aparecía un balón de fútbol y se refugiaba en su cuarto a hacer lo que más le gustaba: escuchar blues. Fue un estudiante mediocre y a juro, por clamor de su madre, pudo recibirse bachiller. El virus blusero se le metió en la sangre con las primeras grabaciones de la música negra del Mississippi, los coros de la iglesias de negros, y ese instrumento que jamás lo ha dejado en paz, la guitarra, de la que se jacta en la actualidad ostentar un millar.

Aliado con su ex compañero de colegio, Mick Jagger, y aún con los impulsos hormonales de la adolescencia, puso la primera piedra -valga la redundancia- de esas ‘piedras rodantes’ que no paran de hacer ruido en los millones de Ipods y demás dispositivos cibernéticos, que hasta en los lugares más míseros y apartados del orbe, viven conectados al aparato circulatorio de gentes de todas las edades y condiciones sociales.
    
Sería un lugar común decir que el orate que se fumó las cenizas de su padre, que acostumbraba desayunar con vodka y jugo de naranja, y un par de líneas de cocaína -droga que cuenta en su libro abandonó del todo a los 62 años, después de que bajo sus efectos se partió la cabeza al caer de una palmera queriendo bajar cocos-, que hizo caso omiso de los tratamientos de desintoxicación, tiene las siete vidas del gato.

Keith es caso aparte y su supervivencia, a escasos metros de alcanzar la cifra septuagenaria, no deja de generar perplejidad y sendos debates.
Según el doctor Robert Lefever, experto en adicciones del centro de recuperación Promis, en Kent, el condado inglés donde nació Rolling Stones, sólo hay una explicación posible para su longevidad: “debe tener la constitución de un buey”, comenta el especialista.

No puede calificarse de anciano a un artista que a saltos atraviesa la tarima y se dobla con su guitarra como un acróbata, por más que las huellas del tiempo le hayan moldeado el rostro como el de una iguana al sol.

A esa edad, un hombre longevo del común está relegado a una poltrona en un rincón de su alcoba, cubierta la testa por un gorro, envuelto en cobijas y bufandas, con una bolsa a mano repleta de analgésicos, antiobióticos y antipiréticos, esperando paciente la visita de la parca, e imaginando esa ruina que será su tumba con el correr de los años, cuando ya no haya quien ofrende un PadreNuestro o un racimo de anturios y gladiolos.

Con Richards, la inmortalidad va por partida doble y pareciera que en estas triquiñuelas mete sus manos el condenado diablo.
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