Ricardo Rondón Ch.
“De nada demasiado”, decían los griegos y todo indica que la
máxima helénica pasa desapercibida en esta sociedad agresiva, pusilánime, que nada a contracorriente y sin
salvavidas en las aguas procelosas de los excesos, la iconografía mediática, las desmesuras
tecnológicas, el capitalismo salvaje y la competencia a ultranza. Pero más, por ese enemigo mortal del hombre que es
su propio ego. Un ego demoledor que arrasa como 'Haiyan' - el tifón que causó la reciente
tragedia de Filipinas-, con todo lo que encuentra a su paso.
Lo anterior tiene que ver con el bochornoso episodio del
supuesto abuso sexual de una joven universitaria en el parqueadero del
reconocido rumbeadero ‘Andrés Carne de Res’, en Chía. Como mentan los
reporteros de micrófono, “se encendieron otra vez las alarmas” por un delito
que hace mucho tiempo se salió de las manos de las autoridades y que cada vez
cobra víctimas en todos los estratos.
Pero tenía que suceder en el imperio de la diversión
nocturna ‘a tuty play’, el de Andrés Jaramillo, que en declaraciones a la
estación radial Blu no pudo controlar su ego y con un facilismo aterrador remitió
el incidente a la minifalda que llevaba la señorita, después de una noche de desmesuras etílicas y cuando ya despuntaba el
alba.
Si Jaramillo hubiese sorteado con sensatez su explicación,
si se hubiera apersonado del tema con la
responsabilidad que le atañe su condición de propietario del establecimiento,
si hubiese mostrado el lado humano para tratar de aclarar lo acontecido,
pues el escándalo no tendría las dimensiones que a la fecha ha alcanzado.
El problema fue de verbo, de sintaxis. Y, por supuesto, de
machismo. Al famoso restaurantero, querido
por el poder, la farándula y los medios, se le salió la res y el tuétano, y no le
alcanzó la saliva para rectificar a tiempo. Lo hizo después, en un comunicado.
Pero ya era demasiado tarde. Su primera versión alborotó la bilis colectiva y estaba en boca de todos y de todas.
De ¡todas!, sí, las más ofendidas y lastimadas en un país
que ostenta los índices más altos de maltrato a la mujer en todas sus formas:
la violencia física y psicológica; la del conflicto armado y el delito doméstico. Y el más repugnante e imperdonable, el del
abuso sexual. Y ahí fue Troya: Andrés Jaramillo en la picota pública, señalado
y vilipendiado con ira y desprecio , peor que, quien en realidad, cometió la
supuesta fechoría.
¡Ay!, Andrés Carne de Res. No te imagino poniendo ese lomo
de la inquina en el asador, esas chatas pulpas de la profanación a esa prenda
que en épocas pretéritas, la del hippismo, el rock y la sicodelia de los años
60, era más adorada que el Sagrado Corazón de Jesús y que todas las entidades y
potestades celestiales. Condenado al
fuego eterno en la pira feminista, permanecerás ardiendo por no saber
equilibrar tus dictados. Aunque en esta nación,
ahora consagrada a la Santa Laura, un escándalo, el que sea, político, real,
judicial, está comprobado, no dura más de 24 horas, menos cuando hay un partido
de fútbol de por medio. Eso podría salvarte de la incineración total.
Pero sí habrá plantón de minifaldas el domingo, como circula
la convocatoria en las redes sociales: “por las principales calles de Chía”, para
desembocar en tu palacio de bebetas , asaduras y desmesuras, donde damas
alebrestadas pedirán tu cabeza y el veto a todo pulmón para que nadie que se
respete en su amor propio y dignidad, ose descansar sus posaderas en esas bancas
de parroquia por donde ha pasado la emperifollada sociedad en pleno, incluido el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García
Márquez. ¿No alertarán a tiempo las ofendidas protagonistas de la anunciada
jornada que con esa manifestación se va a multiplicar al tope la publicidad del
negocio, incluido el pecaminoso parqueadero?
Más de la publicidad que con venia te ofrecen las
multinacionales de la información, los directores de radioperiódicos y
telenoticieros que te nombran a menudo, te entrevistan, te halagan y te ubican en el curubito
como el indiscutible zar de la rumba, el hedonista, el singular creativo, el
poeta iconoclasta que ha hecho de cuanta retorcida chatarra y muñeco viejo del
mercado de las pulgas, el más ambicioso pretexto de entretenimiento, el más
cotizado, por supuesto, donde una cerveza de albañil cuesta diez mil pesos.
¡Cómo será el resto!
Pero la gente marcha y está en todo su derecho. A sabiendas
que las marchas en Colombia, las de la paz, las del secuestro, las de los
derechos humanos, la violencia, la educación, la salud o el desplazamiento,
sólo sirven –y está bien que así sea-, para el rebusque oportuno de vendedores
de refrescos, copos de algodón rosado, Bon-ice
y camisetas. Y si no cómo fuera.
No se había cortado tanta tela desde los tiempos en que la
modista británica Mary Quant –su inventora-, decidió mermarle 20 centímetros a las batas escocesas que exhibía en su taller,
inspirada en un Mini cooper de la época. Pues ahí empezó a rodar el mundo para
bien, a la par con las baladas y el rock and roll de The Beatles y la sociedad
fue saliendo a hurtadillas de la oscuridad y el aletargamiento de la cueva
primigenia para enterarse, con pálpitos acelerados, de los atractivos femeninos,
de los muslos firmes y las pantorrillas torneadas, del esplendor y la caricia
de unas medias súperveladas bien puestas.
Me uno a la marcha de
Chía, el domingo venidero, pero como
simple espectador de cámara terciada. No me quiero perder por ningún motivo ese
espectáculo de piernas largas y envalentonadas ante el insulto del brujo Andrés.
Insisto en la reivindicación de la minifalda, que no creo posible en una
sociedad marchita por el morbo y el abuso, por los antivalores impuestos, por
el irrespeto y la intolerancia y, sobre todo, por el machismo
devastador que no permite el elogio sutil de la carne, el piropo florido, el
halago repentista de los caballeros del pasado, sino que tiene que ser a la
brava, a la fuerza, con el músculo salvaje de los primeros cavernícolas que
poblaron la tierra.
De estos especímenes los hay por racimos en la actualidad:
visten ropa de marca, van religiosamente a los gym a rendirle culto al cuerpo,
portan carnés sofisticados, baraja de tarjetas de crédito y hostigantes
fragancias francesas. Igual pululan otros de indumentarias chinescas y olor a plomo en los estratos medios y bajos. Porque casos como
el de la joven supuestamente abusada en el parqueadero del emporio de Andrés
Jaramillo, los hay a granel: en los bares y rockolas de ‘Cuadrapicha’, la
Avenida Boyacá, la Primera de Mayo, Kennedy, Bosa, Suba e intermedias.
Sólo que Andrés es una firma 'prestigiosa' y su Res el mismo becerro de
oro que adoró la tribu de Israel mientras Moisés subía al monte Sinaí a recoger
las tablas de los mandamientos por
encomienda divina. Ese fue el pago de su pueblo después que el enviado de Dios
lo salvara de la furia del mar rojo. Y desde esa fecha milenaria, es muy poco
lo que ha evolucionado la humanidad. El atraso es latente. La pérdida de
valores no puede ser más decepcionante. Los excesos de la rumba, el licor y la
droga ya no están sólo a la orden de la noche sino del día. Y, en Andrés Carne
de Res, la fanfarria del goce no cesa, como tampoco hace diferencia entre
sobretodos y minifaldas. ¡Qué vergüenza!
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