jueves, 24 de octubre de 2013

En Cartagena, las matronas más dulces de Colombia

Cruz Villeros López, una de las artesanas de almíbar más antiguas del portal de los dulces, en Cartagena 

Ricardo Rondón Ch.

Dicen entre sabias lenguas que Cruz Villeros López, la dama más antigua del Portal de los Dulces de Cartagena, está a punto de cumplir 100 años de edad. Pues no tiene nada de raro, cuando su contemporánea, Tomasa Isabel Reyes Peña, otras de las dulceras antiguas de ese legendario sector de La Heroica, contiguo a la Plaza de la Aduana, afirma que la conoce de hace 75 años en el mismo puesto de siempre.

Como sembrada de por vida a ese ventorrillo, Cruz Villeros López, que tiene la piel del marañón tostado, se resiste a abandonar su cubículo haciendo caso omiso de las incisivas recomendaciones de su prole, de la tracalada de nietos y bisnietos (debe tener tataranietos) regados por toda la Costa, que prenden veladoras y hacen rogativas a San Cipriano de los Dolores para que la viejita, de una vez por todas, se quede quieta en casa, como debe ser a esa edad; pero ella que oye bien, esos consejos le entran por un oído y le salen por el otro, incluso con los tropiezos de la enfermedad.

La más antigua

Si Cruz Villeros López no quiere por ningún motivo abandonar ese camellón que por años ha sido despensa de los almíbares naturales más exquisitos del mundo, es por ese sentido de pertenencia, ese derecho de propiedad, que llaman los juristas, que le confiere ser la rectora y soberana de esa cofradía de artesanas del exquisito paladar, patrimonio de la tradición y la cultura de Cartagena, punto de referencia de visitantes y turistas, y vitrina de los manjares y bocados más exquisitos de esta comarca caribe bañada por la espuma del mar.

En esta facultad universal del sabor y la fascinación, Cruz Villeros López, nacida hace ya casi una centuria en Sahagún (Córdoba), vive ahora enconchada en su mostrador, cómprenle o no le compren, estática, silente, como si fuera un dulce más, pero con anteojos de montura de carey, atrincherada entre los platones de aluminio que contienen cualquier cantidad de golosinas y confituras.

Genio y figura

Cruz tiene el genio enrevesado, apenas comprensible a su edad y está en todo su derecho. Si acaso cambia un par de frases con Tomasa Isabel Reyes Peña, que es con la única que tiene contacto para enterarse de asuntos tan elementales del ocaso de la vida como el estado del tiempo, los dolores de coyunturas, los sarpullidos y laceraciones de la piel, entre otros achaques de la dura e imperdonable vejez.

El bullir, a esta hora de la tarde (2:00 p.m.) y bajo un solo canicular, proviene de los parroquianos que se dan cita allí para mover la lengua en ese otro caldero de la delicia profana que es el del chisme, que en el caribe no se narra entre murmullos ni discreciones como en el interior, sino a voz en cuello, con ese acento cantadito de la costa, como si se tratara de un paseo, un porro, una guaracha o un vallenato.

Cruz Villeros López atisba la mirada para saber de dónde viene la perorata, pero se vuelve a enconchar dentro del armatoste blanco; manotea y vocifera palabras ininteligibles cuando el cronista pretende tomarle fotos.

Varias generaciones

En cambio sus compañeras se acicalan y sacan de la cartera el ‘rouge’ de labios cuando observan la cámara: son dulceras de varias generaciones en este camellón, la mayoría madres cabezas de familia, otras viudas de la accidentada existencia y del conflicto armado, pero todas ellas maceradas en las contiendas del trabajo honesto, de la crianza de los hijos, del trepequesube cotidiano de esta industria que aún se cuece a fuego lento en hornilla de hierro y al compás del cucharón, en las cocinas de viejas matronas cantarinas.

Mujeres trabajadoras de largo aliento como Eleida Martínez, Marina Arrieta Beltrán, María Teresa García Villalobos, Ana Teresa Bermúdez, hasta la más jovencita de todas, Dayanis Osorio Caballero (de 17 años), una espléndida y robusta morena, quien a punta de vender dulces, está sacando adelante una licenciatura de Pedagogía Infantil; entre una treintena de microempresarias que han hecho de este histórico y transitado sector del ‘Corralito de Piedra’, la más completa y perdurable enciclopedia universal del dulce.

Exquisita variedad

Como Tomasita, quien lleva 41 de sus 67 años en este patio adoquinado que por allá en 1820 recibió el nombre del Portal de los Mercaderes, luego, Plaza Ecuador, más adelante, Plaza de la Yerba, y en últimas, la Plaza de los Coches.

En la narración de esta buena señora confluye el ritmo seductor y la musicalidad de sus palabras, y esas recetas en detalle para ilustrarnos de los bocadillos centenaristas que ocupan aquellos potes de vidrio, que alguna vez fueron de salsa de tomate, mostaza o mermelada.

Hay que tomar precisa nota porque de esta fabulosa variedad no queda otra alternativa que la de chuparse los dedos: las cocadas de leche en variedades de arequipe, panela, piña, guayaba, ciruela, níspero, maracuyá, tomate de árbol, platanitos y aguacate; los cabellitos de papaya, los cubanitos de coco y leche; las panelitas de maní, los panderitos de almidón de yuca, las alegrías de millo (que los cachacos conocemos como crispetas), en sabores de coco y anís; el casabe con dulce de plátano o de coco; las bolitas de ajonjolí; los muñecos y marranitos de arequipe, las ‘carisecas’, los ‘enlutados’, entre una extensa gama de delicias.

Humor melcochudo

“Como la música y el baile, esto se lleva en la sangre”, recalca Tomasa para referirse a los orígenes de una tradición “que se lleva en el alma. Se nace dulcera con la bendición de Dios”, aclara.

“Nosotras seguimos preparando el dulce como se hacía antes, como lo impuso ‘ña’ Cruz, que es la reina del Portal: con los mismos calderos y pailas de aluminio y cobre con los que empezamos; también en vasijas de arcilla, y el infaltable ‘meneador’ (cucharón de madera) que es el que le da el punto a la materia prima: la panela, el azúcar, la leche y las frutas tropicales. Y entre más se meneé, más bueno queda”. Y se ríe Tomasa de su propio apunte, con ese sabroso humor Caribe que se estira y empalaga como la melcocha.

Preparar el potaje al interior de las cocinas es un rito, una cultura, una ciencia que sustenta la imaginación y el espíritu lúdico de sus oficiantes: mientras que ‘menean’ el contenido de los recipientes, entre el calor del hogar y la paciencia para lograr la textura ideal, cantan, ríen, ‘pelan lengua’ en el chismorreo, “y queda tiempo hasta para coger la escoba y espantar el polvo”.

Tomasa Isabel Reyes Peña, vecina de Minta Socarrás (nombre que hubiera inspirado un vallenato de Rafael Escalona), nunca se casó, tampoco tuvo hijos, pero no se arrepiente. Ha vivido la más dulce de las vidas, y en esa cofradía, durante más de cuarenta años, se ha nutrido de miles de experiencias, ha conocido personalidades del  ‘Jet-Set’, desde presidente de rizos rubios, estrellas de cine y de rock, hasta reinas de belleza, “algunas casadas, otras solteras, niñas bonitas, delicadas y de fino andar como nuestros ‘cabellitos de papaya’”.

En la emblemática Torre del reloj las manecillas marcan las 3 y 30 de la tarde. Entonces adelanto unos pasos para ver si puedo hacerle, a hurtadillas, otras fotos a Cruz Villeros López, pero me encuentro con que la noble anciana tiene los ojos bien abiertos,  espantados, como si fuera presa de un arrebato místico, más grandes aún tras sus gruesos lentes con marco de carey.
-¡No la moleste!-, reclama  la comadre Tomasa. Y agrega: “es que ella duerme sin juntar pestañas.
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