Carolina Trujillo en 'Barcarola', su galería-café, en las Torres del Parque, en Bogotá |
Ricardo Rondón Ch.
Camino a su bar, por la acera empinada que bordea la Plaza de Toros Santamaría, destino a las Torres del Parque, uno de los legados arquitectónicos del maestro Rogelio Salmona, pensaba en el extraordinario rol que hizo Carolina Trujillo en 'La casa de las dos palmas', el de Francisca García Muriel, por fortuna y ante tanto bodrio comercial, ahora de vuelta en Señal Colombia.
Qué magisterio, qué categoría histriónica la de Trujillo en esta producción de 1990, una de las series más destacadas y recordadas de la televisión colombiana, basada en la novela homónima de Manuel Mejía Vallejo, con adaptación y libretos de Marta Bossio de Martínez y un reparto de lujo: Gustavo Angarita, Vicky Hernández, Edmundo Troya, Víctor Mallarino, Helios Fernández, Helena Mallarino, Gloria Zapata, Patricia Maldonado, Aura Cristina Geithner, entre otros, y por supuesto, Carolina Trujillo, inmersa en el delirio de Francisca, una trastornada y desampara mujer que se debate entre la violencia, el machismo, el abuso y la locura de Balandú, pueblo mítico enclavado en el verdor de las montañas antioqueñas.
En esas estaba cuando oprimí el timbre de 'Barcarola', ese navío extraviado en la jungla de cemento que es este emporio de edificaciones, aledaño al Parque de la Independencia, con sus efluvios recién marcados por el vapor de una llovizna tenue, de eucaliptos, madreselvas y ciruelos.
Hemos anclado en su morada porque previo a esta visita, algunas aves peregrinas nos habían informado que Carolina no anda bien del todo, que sus prolongados encierros, más que sospechosos son temerarios, que atraviesa una dura situación económica y que los únicos huéspedes que transitan por su estancia, son los del olvido y la soledad, como siempre, en el gremio de actores, esa desmemoria nacional por quienes en épocas pretéritas hicieron posible el mejor legado del arte escénico, de la escuela actoral, del laboratorio de las tablas, de la vocación y la entrega.
De entrada se escuchan los arpegios en mandolina y laúd de una pieza barroca y entonces no da la impresión que ingresáramos a una sucursal de Baco en las postrimerías del siglo XXI sino a una ceremonia sacra en un castillo medieval en cualquier región de la Alemania del siglo XVII.
Carolina Trujillo enciende un cigarrillo de pitillera y el cerillo, en la penumbra, ilumina su rostro cetrino y unos ojos titilantes y expresivos de angustia. Aspira profundo y exhala una bocanada azulosa que se traga la oscuridad de su refugio, apenas amparada por el pábilo débil de una vela. Nada que ver con el azul cobalto de la bóveda celeste de lo que fue una mañana estival de finales de octubre.
‘Barcarola’ es el refugio de esta noble dama cuyo nombre se inscribe con letras de molde en los anaqueles de lo más significativo y ponderante de la actuación colombiana, desde los tiempos del Teatro Popular de Bogotá, ese templo de la creación colectiva y de la impronta de autor, donde se educaron, entre tantos, Antonio Corrales, Clara Samper, Luis Alberto García, Edgardo Román, Adelaida Nieto, Jorge Emilio Salazar, Diego Álvarez, Luis Fernando Orozco, la misma Fanny Mikey, Jorge Alí Triana, algunos de ellos ya fallecidos.
'Barcarola', un nombre que hubiera deseado Fellini para una segunda parte de 'Y la nave va', o Malcom Lowry para bautizar un bar de errantes y perdedores en cualquiera de esos despeñaderos de las faldas del Popocátepel, en el México insurgente, pero que en el caso de Trujillo es la galería-café que alberga más de 100 muñecos, con los que ella ha narrado de tiempo atrás y con una vocación y una dedicación rayanas en la obsesión enfermiza, la Historia Universal del Vestido. Así, con letras mayúsculas.
Su patrimonio, su inversión, el quehacer de sus días, su estudio e investigación permanentes, su vigía atenta de noches eternas en los procedimientos del envasado, el encolado, el trazado, el diseño y la costura, con la misma rigurosidad apostólica de una modista de máquina Singer de principios del siglo pasado en cualquier provincia colombiana.
Arriba, en el bar y en el sótano, está la obra inmensa de la actriz bogotana, hija del curador, ilustrador y librero Sergio Trujillo Magnenat. Gran parte de sus ganancias en las series de televisión en las que ha trabajado las ha invertido en lo que hoy se podría considerar como la más completa y detallada colección de la historia de trajes, desde tiempos inmemorables, hasta nuestros días.
Muñecos de resinas y cerámica con vestidos y tocados de paño y tela. Muñecos inmersos en el pasado que datan de la edad de piedra, la del fuego, la Época Romana, el Cristianismo, el Renacimiento, el Barroco, el Medioevo, la Revolución Francesa, la Conquista, la Colonia, la Nueva Granada, en fin, los capítulos trascendentales de la historia: Nerón, Calígula, Agripina, María Antonieta, Enrique III, Enrique VIII, Napoleón Bonaparte, las Marquesas de San Jorge; Scarlatti y sus Cortesanas; Bolívar y Manuelita, los Borgia; Lázaro Fonte y la India Suamena, en fin.
“A falta de hijos, muñecos. Si no fuera por mis muñecos ya me habría muerto”, dice Carolina, que se remite a los años de la infancia cuando montaba sus primeros sainetes con los monachos que le llovían en Navidad. Siempre muñecos, jamás retoños: “le tuve miedo al matrimonio, le tengo miedo a la enfermedad, a estar vaciada, endeudada. No me preocupa morirme porque morirse es lo más natural que existe”, afirma Trujillo, quien prácticamente vive de milagro porque en la última etapa de su vida artística han sido mínimas las oportunidades de trabajo que le han dado; y si la llaman, como sucedió con 'Primera dama', insiste, es para ofrecerle un papel que no aceptaría un extra, “y sí tiene uno que estar esperando hasta seis y más horas para entrar a una escena, y yo ya no estoy para aguantarme eso porque me desespera, me angustia, me dan ganas de salir corriendo y perderme de este mundo”.
Por eso su galería-café está parada. Porque no tiene con qué respaldarla económicamente. Y abrir sus puertas le exige un presupuesto permanente, "además de los enloquecedores impuestos y los papeles y minutas que hay que tramitar". Ha golpeado muchas puertas, las del Estado, las de la empresa privada, para que le ayuden a financiar su causa cultural.
Sola, como la más íngrima de todas las soledades transita su ‘Barcarola’ sin gaviero. Carolina Trujillo resume la ingratitud y el olvido de un país amnésico para con aquellos que forjaron la grandeza del arte escénico y la televisión en Colombia.
“Lo que más me deprime es la locura a la que ha llegado este país. Una locura violenta, terrible, de intereses brutales, donde el rico cada día se hace más rico y la clase media, para abajo, tiende a desaparecer. Hay dinero para la guerra, para los desvergonzados políticos, para la farsa electoral, pero no para la construcción de una nación coherente con sus urgencias y necesidades, con las hordas de desplazados que por fuerza mayor dejan abandonados sus parcelas y campos. A mí me deprime todo eso. Me deprimen los trámites estúpidos de las EPS, los impuestos de la DIAN, las colas de los bancos, los intereses de los bancos; y todas esas engorrosas vueltas que hay que hacer para medio vivir. Yo no tengo pensión. Como ninguno de los artistas gozan de seguridad social, de un trato decente y humano por parte del Estado. Vivir así no es más que una forma de tortura. Y, he pensado hasta en el suicido. No tendría inconveniente en pegarme un tiro”.
Carolina lo afirma con una frialdad que hace erizar la piel. Para hacer un intervalo en su locutorio dramático se sirve una taza de café negro y enciende otro cigarrillo: otra vez el rostro triste en la penumbra.
-¿Aquí también haces de comer?-, le pregunto.
-No. Odio almorzar.
-¡Pero cómo!, ¿entonces con qué te alimentas?
-Desayuno. Y por la tarde me tomo un kumis y una almojábana. Y ya.
La melodía de arcos, laúdes y mandolinas, no cesa.
Trujillo da una profunda calada a su cigarro. Afuera la tarde se deshace en un torrencial aguacero.
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