Íngrimo
y en extrema pobreza, Alfonso Brillón, de 85 años, sobrevive en medio de la
precariedad en un cuarto que le habilitó una buena señora en el barrio Samper
Mendoza
Ricardo Rondón Chamorro
(Fotos: Ricardo Rondón)
De pie, mirada melancólica y lánguida
figura, como la del caballero andante de La Mancha, Alfonso Rodríguez Tibaduzo,
o "Alfonso Brillón", como lo conocen en los corrillos del toro,
observa lelo una partida de ajedrez que se disputa en una de las tantas mesas
al aire libre de la carrera 7ª de Bogotá, frente a la Iglesia de Las Nieves.
Bajo un cielo espeso de
nubarrones grises, un relámpago amenaza chaparrón, y los primeros goterones
diluyen en paro la jugarreta de los ajedrecistas. Brillón apura el paso apoyado
en un escombro de bastón, y desemboca en el Club Lasker, de la 7ª con veintiuna,
querencia de los maestros del juego ciencia, y refugio de sonámbulos y
desocupados, para quienes el tiempo solo existe en los relojes que entre
tableros registran los movimientos de las fichas.
A sus 85 años, en su rutina de
calle arriba y calle abajo, Alfonso Brillón tiene por escampaderos el
Club Lasker o un bingo de la avenida 19 con carrera 9ª, donde luego de
deambular por la 7ª, si es su día de suerte, algún conocido lo invita a un
café, le deja un billetico enrollado en la mano, o por lo menos le ofrece un
saludo para reconocerle que sigue vivo de milagro.
Cualquier día, para marcar
diferencia en su ruta del desasosiego, al viejo instructor y mozo de espadas
bogotano le da por recoger los pasos de las prenderías de la carrera 10ª con
calle 9ª, La Primavera, donde toreros de tiempos idos, venidos a menos, empeñaban
sus trajes de luces o sus trastos toricidas (las espadas), urgidos por deudas,
el atraso del arriendo, una urgente receta médica, o el mercado de sus
familias.
Reportaje de la revista destinos, donde aparece César Rincón cuando era niño
Brillón, hijo de un
talabartero del barrio Las Cruces que tuvo veinte hijos con dos mujeres, soñó
de chiquillo con ser figura del toreo, motivado por aquellos domingos cuando se
escapaba de casa para vivir la fiesta desde afuera de la Plaza de Santamaría:
el tumulto y la algarabía de los aficionados, la vocinglería de los vendedores
de chubasqueros, botas, manzanilla, frituras y cerveza, las bocinas de los
pregoneros de espectáculos, y lo que más le henchía el pecho, los pasodobles
toreros.
La ilusión se hizo más fuerte cuando
en el antiguo Teatro Faenza vio ‘El niño y el toro’, película dirigida por
Irving Rapper, que narra las aventuras de un adolescente campesino mejicano que
salva de la muerte a un astado al que había cuidado desde pequeño, justo cuando
en el anillo del redondel, un famoso torero se perfilaba a ejecutarlo con la
espada.
El amago del aguacero no pasa
de ser lo que los provincianos antiguos llamaban un "espanta bobos".
Brillón reaparece en la 7ª con el trajinado bastón que guía su paso cansino y
la pesadez de la vida del hombre longevo, enfermo y sin recursos, que se
esfuerza en capotear su subsistencia alimentaria con la ayuda mensual de
120.000 pesos que le concede el distrito.
El instructor toreando con el viento en el Parque Renacimiento de la capital
Los
tiempos de César
Antes de que la tarde se
apague, Brillón retorna a pie al barrio Samper Mendoza, donde una dama
caritativa, hace ya cerca de veinte años, le habilitó en su casa un pequeño
cuarto. Bajo el brazo lleva un cartapacio de plástico donde guarda sus dibujos,
además de recortes de prensa de los días de esplendor en los ruedos, y un libro
que narra sus vivencias taurinas: en la solapa aparece la foto de él y la del
torero César Rincón, cuando apenas contaba siete años de edad.
-Maestro, ¿tiene tiempo mañana
para que charlemos de largo?
-Claro. Si quiere cáigame a
las nueve al Parque Renacimiento. Allí voy a estar entrenando.
En efecto, ahí está Brillón,
puntual, bajo el espléndido cielo azul de una mañana soleada de enero. Luce
traje negro, camisa y zapatos del mismo color, y una pañoleta enroscada como
una mamba al cuello. Un torero mexicano bautizó como Brillón al niño maletilla,
cuando el chicuelo le echaba el carretón en la arena de la Santamaría:
-«Eh, tú, chamaco, tienes
brillo, eres un brillón, sigue así que vas bien-, le dijo. Y se cumplió el
bautizo: Alfonso Brillón. El Parque Renacimiento está solo, y lo de entrenar,
para el octogenario y ya vencido hombre de la fiesta, es dibujar en el aire,
con una muleta de niño, compases, circulares, naturales, forzados de pecho y
trincherazos, con el temple y el mando de los que nacieron para jugarse la vida
con un astado de 500 kilos en los alberos de las plazas
Alfonso Brillón con el libro 'Vivencias taurinas', de su puño y letra
Brillón soñó la gloria de la
tauromaquia, pero careció de padrino y de 'parné' (como le dicen los gitanos al
dinero), y una tarde negra, de esas innombrables de la calamidad y la derrota,
para los que se visten de oro y de plata, sufrió en una plaza de Costa Rica el
golpe demoledor de un astado en el hombro derecho, que lo hizo claudicar como
novillero, y resignarse al rol de mozo de espadas, hombre de confianza en
oficios varios, al servicio de las figuras del toreo.
Antes de ese infortunado
episodio, Brillón rememora las tardes azules en la primera plaza de Colombia,
la Santamaría, cuando tuvo el privilegio de ver a su ídolo de niño, el diestro
español Luis Miguel Dominguín (padre del cantante Miguel Bosé), y a los mexicanos
Luis Procuna, 'El Berrendito de San Juan', Luis Briones y Luis Castro 'El
Soldado', igual que a figuras nacionales de época como Joselillo de Colombia y
Manolo Zúñiga.
A finales de la década del 60, Brillón fue el primer espada que protagonizó una huelga, porque fue excluido del cartel de una novillada en La Santamaría: un empresario lo reemplazó sin mediar explicaciones por un novillero extranjero. Lo de Brillón fue un acto de locura, más que de rebeldía, cuando trepó cual "hombre araña" a la terraza del céntrico edificio de Colseguros.
La noticia de su huelga registrada por El Tiempo, a mediados de los años 60
La disparatada protesta
repercutió en noticia. Dividió opiniones entre los que pensaron que se trataba
de un suicida, y las habladurías de quienes lo señalaron de demente o de ladrón
de película. Intervinieron bomberos y policía, y el gentío durante horas a la
expectativa, alrededor de la edificación. Brillón guarda entre retazos
amarillentos el recorte del periódico El Tiempo que registró semejante
barbaridad.
El mozo de espadas de pelo
cenizo, ojos claros y frente surcada y curtida de soles inclementes y del paso
de los años, insiste en sus muletazos al viento, compone la figura, exhibe dos
pasos adelante la pañosa, y explica cómo fueron las primeras lecciones que le
dio al pequeño César Rincón.
«Yo le enseñé a taparse, sin
arriesgar el cuerpo, poniendo de frente la muleta a ras de tórax, y ayudándose
con la cintura, abriendo el compás, sin perder de vista el astado. Le di las
bases del mando, el temple y la seguridad. No fue sino verlo a primera vista
para darme cuenta de que en ese chico había un diamante en bruto, una figura
del toreo. No me equivoqué».
En la plaza bogotana donde Alfonso Brillón soñó de niño ser figura del toreo
-¿Cómo llegó Rincón a su vida
de instructor?
Por su padre, Gonzalo Rincón,
que era fotógrafo de calle y eventos, y después del periódico El Espacio. Me
llevó a su vivienda del barrio Fátima y me lo presentó: era un muchachito de
ojos vivaces, delgado, menudo, de brazos cortos, pero muy despierto, que le
pegaba trapazos con un suéter a su gozquecito. Lloraba de rabia cuando no podía dibujar los lances del
toreo de salón.
-¿Cuánto tiempo duró con
Rincón?
No más de dos años. Le enseñé
lo que sabía, lo que había aprendido de las grandes figuras, sin cobrarle un
céntimo a su padre porque vivía con estrecheces económicas. A Gonzalo apenas le
alcanzaba para el sustento de su familia. Es más, cuando César era invitado a
capeas y becerradas, corría a empeñar la máquina de retratar para los pasajes y
los gastos.
“Ojo
con ese”
Pero no fueron en vano
esfuerzos y sacrificios. El chaval prometía. Lo confirmó el maestro español
Paco Camino, cuando en un tentadero en las afueras de Bogotá, un ganadero
filántropo le echó una becerra a un ansioso César Rincón de doce años, que
recibió la vaquilla con una tanda de ceñidos y vistosos lances con el capote.
«¡Ojo con ese...!», exclamó Camino, y el eco llegó a la España de los
Dominguín, los Ordóñez y los Bienvenida. Lo demás está consignado en los
anaqueles de la tauromaquia.
Las obras del instructor taurino que conserva en su nicho del barrio Samper Mendoza
-¿En qué momento se le fue
César Rincón de sus manos?
Cuando empresarios y padrinos
vieron que el chico tenía garra y horizonte en el mundo del toro, y se fijaron
no solo en su valor y destreza, sino en su carácter y disciplina: era un
muchacho serio y dedicado, diferente a sus contemporáneos, sabía lo que quería.
Por empresarios como Pedro Domingo y el destacado matador colombiano Efraín
Olano, radicado en Madrid, César tuvo sus primeras apariciones como novillero
en España.
En esos años Rincón sufrió la
tragedia de su vida: su señora madre y su hermana murieron asfixiadas en un
incendio en su casa de Bogotá, por una veladora que le prendieron a la virgen
para que al chico le fuera bien en ruedos españoles. Tiempo después, en 1991,
recogería los frutos de esas plegarias cuando tocó el cielo de Las Ventas en
una gesta de tres tardes apoteósicas de salida a hombros por la puerta de la
primera plaza del mundo, con un público enloquecido. Y lo que vino después.
El maestro exhibe los dibujos que realiza de noche en la soledad de su cuarto
-¿Rincón le reconoció alguna
vez la mano oportuna que usted le dio cuando lo instruyó de niño?
Nunca he recibido nada de él.
Hace un mes largo, en el Congreso de la República, cuando se debatía el futuro
de la fiesta, me acerqué para preguntarle sobre su padre, Gonzalo, de quien un
conocido del toro me había dicho que sufría quebrantos de salud. Su actitud fue
áspera: «regular, regular», contestó en seco. Volteó la espalda y se fue.
Pablo Becerra, septuagenario
subalterno colombiano, curtido en plazas de Colombia y del planeta taurino,
argumenta que figuras como Rincón solo se dan cada siglo: «César hizo de su
virtud una carrera brillante y aclamada como profesional del toreo. Brotó entre
piedras y abrojos por la pobreza de sus años de infancia y adolescencia, pero a
fuerza de músculo, convicción y disciplina, se hizo a la gloria merecida. Hablo
del maestro de la tauromaquia mundial, pero me reservo comentar o juzgar al ser
humano».
Con César Rincón, fueron
varios los toreros a los que Brillón prestó sus servicios como instructor y
mozo de espadas, entre ellos Gitanillo de América, El Gino, y Leandro de
Andalucía, el último a quien acompañó en capeas y plazas de ciudades y de
provincia. Pero si la buena suerte con el toro estuvo negada para él, en el
amor también. Dos matrimonios frustrados y seis hijos desperdigados por el
mundo dan cuenta de su triste soledad y precariedad en los duros años de su
vejez.
El ajedrez, uno de los pasatiempos favoritos del viejo mozo de espadas
Over Jelaín Fresneda Félix,
cucuteño de 62 años, legendario matador de toros, empresario y activista de su
gremio, también recibió las primeras pinceladas con el capote y la muleta del
maestro Alfonso Brillón, a principios de la década de los 80.
Con 1.375 corridas a lo largo
y ancho de la geografía taurina de Colombia, y en otras latitudes, entre plazas
de primera categoría y empalizadas improvisadas de remotas comarcas, capoteando
no solo astados sino peligrosos "toretes" camuflados del conflicto
armado, Gitanillo, o Gitano, como lo conocen en tascas y mentideros de la
fiesta, dice profesar gratitud por el "viejo Brillón", de quien
asegura le ha ayudado cuando ha podido:
«Mi padre, José Over Fresneda
Franco, fue uno de los pioneros del toreo bufo en Colombia, con su espectáculo
Disneylandia Internacional, al igual que James Valencia, creador de Superlandia
Internacional, ambos con sus cuadrillas de maromeros y enanitos cómicos: de
esas camadas, en España y Colombia, surgieron figuras como Espartaco, José Mari
Manzanares, el Niño de la Capea, y el mismo César Rincón, entre muchos».
Con la muleta de niño amoldada bajo el brazo como un cartucho de flores
«Mi padre, quien por muchos
años fue anunciado en los carteles como el 'Indio veloz', le encargaba a
Brillón la hechura de las máscaras para las cuadrillas. Él las hacía en papel
maché y las pintaba con colores: Mickey Mouse, Pluto, el Pato Donald, Tío Rico,
todos esos personajes que eran la diversión de chicos y grandes».
«Uno en la vida tiene que ser
agradecido con quien le da la mano, y más cuando está empezando. No sabía que
Alfonso (Brllón) estaba en semejantes condiciones. Me comprometo a liderar una
campaña para colaborarle, sobre todo por su salud, en una edad avanzada. Vamos
a por él con todos los que lo conocemos y le guardamos gratitud».
Un subalterno entrado en años,
hace tiempo retirado de los ruedos, que conoce a César Rincón de cuando todavía
no era figura, y que encomendó se le reservara su identidad, también comentó al
respecto:
«En todo oficio y profesión
está el más y el menos. El que pone el punto más alto y el que se lamenta de su
fracaso. A César Rincón nada le fue regalado. Por el contrario, le tocó pasar
las duras y las maduras con sacrificios, tragedias, pérdidas irreparables, y
enfermedades que lo tuvieron a un pelín de la muerte».
«Todo lo que logró fue a
fuerza de huevos y disciplina, porque nació para eso. No en vano llegó a ser el
más grande de la torería colombiana, aclamado y respetado aquí, en España,
Francia, México, y en otros países. Pero una cosa es el hombre y otra el torero».
«César ha tenido carácter
fuerte, hasta con su mismo padre. A mis oídos llegó que hace unos años tenía al
viejo Gonzalo (Rincón) cuidando de noche un parqueadero de él en Madrid,
España. Entonces, si ese era el trato con quien contribuyó con su sangre a
traerlo a este mundo, y en medio de su pobreza a respaldarlo y a acompañarlo
cuando César hasta ahora daba los primeros pasos como torero, qué más se puede
esperar».
Doña
Magnolia
Brillón con doña Magnolia Vallejo, su casera y protectora en sus años precarios
Es medio día. Brillón enrolla la muleta de párvulo y la amolda bajo el brazo como un cartucho de flores. Dice que ya es suficiente por hoy. Le propongo que almorcemos en el centro, y él responde que lo acompañe primero a su vivienda a guardar la pañosa.
En el segundo piso de una casa
antigua del barrio Samper Mendoza, el veterano personaje de la tauromaquia
habita en un estrecho cuarto de misericordia donde no hay más espacio que para
una cama sencilla con nochero, un tubo atravesado donde cuelga vestidos y
camisas, y una radiograbadora de casetera. Todo se ve limpio y ordenado.
Brillón extrae de un
cartapacio una serie de dibujos inspirados en el universo taurino, que él pinta
con esferos y lápices de colores sobre los reveses de almanaques, avisos publicitarios
y cartulinas que seguramente en algún momento desecharon colegiales.
«En la noche, cuando llego de
mi caminata por el centro, me pongo a dibujar y a oír música clásica o
colombiana de las emisoras de la Universidad Nacional o de la Radio Nacional de
Colombia. Se me van las horas en este pasatiempo. Sin darme cuenta, a veces me
sorprende la madrugada. También leo y escribo», destaca Brillón.
Postales, carteles y reminiscencias de tiempos idos
De los dibujos, que los hay
por docenas, Brillón pasa a mostrar las fotos envejecidas de papel, y los
recortes cerosos y pajizos de revistas y periódicos, guardados por años. «Aquí,
con César, cuando estaba chavalito. Esa foto la utilicé para mí libro
'Vivencias taurinas'. Aquí en la ganadería de Mondoñedo. Vea, esta fue la noticia
que publicó El Tiempo cuando hice la huelga».
Es el único inventario de un
viejo sumido en la pobreza y en una soledad de ermitaño de la urbe, presa de un romanticismo
irremediable, y de una resignación de apóstol de la orfandad, como la de los
personajes olvidados de Dios en las novelas de Alejandro Dumas.
¿Qué suerte sería hoy la de
Alfonso Brillón si no hubiera sido por el espíritu compasivo de doña Magnolia
Vallejo, la dueña de casa? La buena señora que nos ofrece café dice que Brillón
no da disgustos porque no es borrachín ni cascarrabias. «Tiene pasos de gato:
ni se siente cuando sube las escaleras», aclara.
Doña Magnolia cuenta que
acogió a Brillón hace ya dieciocho años, cuando su hija le informó que lo había
visto devastado y sin para donde ir, en un parque cercano a su residencia,
después de que en una vecindad le sacaron los corotos a la calle.
«Él (Brillón) venía trabajando
con el matador Nelson Segura. Fue prácticamente el último trabajo que tuvo.
Segura me adelantó tres meses de arriendo, pero no volvió a aparecer. Mis hijos
me pidieron que le diera posada. Le habilité el cuarto donde está», relata la
samaritana.
Alfonso Brillón y su romanticismo irremediable por la fiesta brava
-Y ninguno de los hijos lo
ayuda?-, le pregunto a doña Magnolia.
¡Qué, nada!, aquí en Bogotá
tiene un hijo, que es como si no existiera. Es que no consigue ni para él. Todo
lo contrario, si le puede sacar al papá algo de la triste ayuda que le da el
gobierno, lo hace. Más bien, Carmen, una hermana de don Alfonso le dejó pago el
seguro exequial.
Nos despedimos de doña
Magnolia y subimos al centro. Tomo del brazo al viejo mozo de espadas que se
aferra a su desgatado bastoncito para tantear resquicios y andenes. Lo que más
lo atormenta por estos días es que está perdiendo la visión:
«Ya me acostumbré a pasar el
día con una sola comida. Pero lo que me preocupa es que me estoy quedando
ciego. Sufro de cataratas. El ojo izquierdo es el más afectado. Solo veo
siluetas. El derecho va por el mismo camino. He ido innumerables veces al Sisbén
del Olaya, pero no me paran bolas. Me salen con cuentos chinos, seguramente
porque me ven viejo, solo e indefenso. Estoy decidido a hacerles una huelga
allá. Así sea lo último que haga».
En el Club Lasker de ajedrez, uno de sus refugios favoritos
Camino al ombligo de la
ciudad, le tomo un par de fotos en la Plaza de Toros de Santamaría, cuna de sus
frustrados sueños de infancia. Otras, frente al Planetario Distrital, en un
quiosco de galguerías que atiende una muchacha peliroja con la que Brillón solía
jugar ajedrez.
Anclamos en la que fue la
última tasca taurina de postín en el centro capitalino: Casa Picardías,
epicentro de concurridos remates de corrida, frecuentada por ganaderos,
empresarios, toreros, periodistas, bellas y elegantes damas, y aficionados de
ley, hoy reducida a un restaurante popular.
Mientras llega el servicio que
ordenamos, le pregunto a Brillón:
-Maestro, ¿en qué momento se
nos jode la vida, y todo se va al traste?
Eso es como el destino. Yo no
fui un tipo derrochador ni llevado por ningún vicio. Es que ni cigarrillo he
fumado. Mujeriego sí fui. Trabajé y me sostuve hasta donde me dieron las
energías, teniendo en cuenta que la fiesta de los toros está hace rato de capa
caída. Me sorprendió la vejez sin un peso, cuando ya a uno no le dan trabajo y
le hacen el quite. De no haber sido por la solidaridad de doña Magnolia, no me
imagino qué sería de mí. A lo mejor ya habría pasado a mejor vida.
Alfonso Brillón hace una pausa. Se contrae la nuez de su garganta, y su mirada azul turquesa se pone vidriosa. Pienso que este hombre ya carece hasta de lágrimas, y que en medio de su desventura, todavía le quedan arrestos para seguir viviendo, como los toros en la arena con la espada sembrada en sus carnes, que en su agonía se recuestan en los tableros y se resisten a caer.
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