jueves, 13 de septiembre de 2018

"Vieja calle del barrio querido", 50 años después

Egresados del Instituto Nacional 'Isidro Parra', de El Líbano, Tolima, celebración de la 50° promoción de bachilleres (1968), en fervoroso aplauso al poeta y compositor Fabio Polanco. Foto: La Pluma & La Herida 
Ricardo Rondón Ch.

Cruzando cordilleras / de selvas y neblinas / los recios antioqueños / luchando con tesón / se unieron a la raza / del norte del Tolima / y en tierra de cedrales / El Líbano nació / Ciudad de torres blancas / Líbano del Tolima / de inigualable clima / y aroma de café… (Torres Blancas, himno de El Líbano, Jorge Villamil Cordovez).

Había un hombre otoñal, robusto, piel trigueña, luenga cabellera blanca, gafas enormes de cinematógrafo, apoltronado en el lobby del hotel, observando una publicación de viajes. De vez en cuando interrumpía su lectura para echar una mirada a los turistas que se registraban. El calor sofocante de la tarde lo obligaba a tomar la revista como abanico para refrescar su rostro.

Algunos niños pasaban corriendo con su algarabía de días de asueto, y desde el fondo llegaba la voz del Indio Pastor López interpretando entre trompetas, pianolas y timbales Solo un cigarro, su éxito parrandero de muchos años.

De izquierda a derecha, los contadores públicos Gustavo Silva González y Álvaro Salazar Garzón, con el veterinario y zootecnista Salomón Salazar Morales. Foto: La Pluma & La Herida
El señor de la cola de caballo se despojó de sus antiparras, les dio una ligera limpieza con su pañuelo, se incorporó y fue a servirse un tinto de la cafetera eléctrica dispuesta para clientes en el mesón de recepciones. Miró su reloj y advirtió que eran las cinco y treinta de la tarde, y se sintió complacido de su estricta puntualidad de toda la vida, de llegar quince o veinte minutos antes de cualquier compromiso o cita acordada.

No pasaron más de diez minutos cuando empezaron a arribar en grupo y en solitario varios de sus entrañables paisanos, aquellos que hoy pintaban canas y bregaban con unos kilos de más, los mismos con los que medio siglo atrás compartió pupitres colegiales, aventuras y locuras de impúberes, proyectos e ilusiones a futuro, y disputas de la fibra y del corazón a la hora de conquistar la niña más bella y codiciada del pueblo.

Fue entonces cuando el puntual Salomón Salazar Morales, el pasajero incógnito de la cola de caballo que cualquiera hubiese confundido con un director de cine italiano, en el meridiano de los 66 años, volvió a ser adolescente.

El icónico y centenarista Café El Águila, en la plaza principal de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida
En un lapsus providencial deshilvanó en su mente el carrete de aquellos años floridos, y volvió a sentir el aliento, el vigor y el músculo tenso de la etapa más feliz de un ser humano, la de los tiempos del colegio, ¡ah! tiempos imborrables, y fue desgranando los apodos con que se nombraban dentro y fuera de clases, ese ejercicio criollo, inevitable en cualquier edad de la vida y en todas las actividades humanas, que pone a prueba el ingenio, la picardía y la fascinación de bautizar un compañero con el sobrenombre más recurrente o disparatado.

Así fueron aflorando los remoquetes de El Zarco, El Mico, Ensalada, Chita, Pescuecito, El Tonto, El Tigre, Bombillo, Ornitorrinco, Tarara, Chichigua, Jetas, Gallina, Narices, El Pecoso, La Hormiga Atómica, Teta Ciega, Pájaro, Lumumba, Chancaca, El Mono, entre otros de una larga lista.

Cincuenta años después de haberse recibido bachilleres del Instituto Nacional Isidro Parra, colegio emblemático del municipio de El Líbano, y uno de los más importantes del departamento del Tolima, veintitrés de los treinta y un egresados de esa memorable promoción de 1968 se dieron cita en el Hotel Pantagora de esa localidad, para celebrar la vida, despuntar añoranzas y reconocerse en el presente con sus logros y familias.

El edificio donde los egresados de la promoción 1968 recibieron las primeras luces del saber y el conocimiento. Foto: Archivo particular
Por supuesto que no fue una tarea fácil. Dos años duró la gestión de Salomón Salazar Morales, hoy vicerrector de la Universidad del Tolima y de Álvaro Salazar Garzón, administrador de empresas y contador, quienes no agotaron en pesquisas, contactos y llamadas para concretar a los compañeros de vieja guardia, algunos radicados en Estados Unidos y Europa.

Pero lo lograron. Primero, la complicada tarea de actualización de datos de los egresados, que se fue dando gracias a los primeros contactos, el voz a voz, y desde luego, las bondades que brindan las redes sociales y los dispositivos tecnológicos. Y la paciente espera: unos habían cambiado de teléfono, otros no se encontraban en el país, unos más, con grandes deseos de reunirse, pero ya comprometidos con asuntos personales y profesionales para la fecha fijada.

Samuel y Álvaro, gestores de este afortunado reencuentro, señalaron en el calendario el puente comprendido del 17 al 20 de agosto de 2018 para la celebración. Veintitrés de los treinta y un concertados reconfirmaron la asistencia en el municipio que los vio nacer, crecer y formarse como bachilleres: El Líbano. La expectativa creció en cada uno de ellos y en sus familias. Volver a las aulas y patios del Instituto Nacional Isidro Parra, significaba una experiencia trascendental en sus vidas.

Germán Santamaría, el gran cronista y diplomático oriundo de El Líbano, otro de los ilustres egresados del Instituto Nacional Isidro Parra. Foto: Archivo particular
Cómo no querer enterarse de las buenas nuevas de Óscar Vélez Zorrillo, el Mejor Bachiller Coltejer de Colombia en 1968, luego de cursar estudios universitarios, prestigiosa autoridad en medicina nuclear; del poeta Henry Bustos, que de bien chico dejaba ver sus dotes narrativas y su inclinación por la historia; de Miguel Salazar Hernández, que prometía ser un crack del fútbol, pero que por falta de recursos y palancas solo obtuvo un título de campeón con la división juvenil del Deportes Tolima; de Gustavo Silva González, administrador y contador público; de Rubén Darío Walteros, sociólogo y psicólogo de la Universidad de Barcelona; del eminente médico pediatra Edgar Parra Chacón, rector de la Universidad de Cartagena; del ingeniero civil Gerardo Franco; del diplomático Antonio González,  o del mismo Samuel Salazar Morales, médico veterinario y zootecnista, actual vicerrector de la Universidad del Tolima, entre otros de gran calado profesional e intelectual que acudieron al llamado.

Llegaron con sus esposas, sus hijos, sus nietos, ansiosos de desempolvar gratos recuerdos en las aulas del colegio que a honra lleva el nombre del General Isidro Parra, fundador de El Líbano, precursor cafetero, y a quien en su memoria le fue levantado un obelisco sobre el pedestal donde reposan sus restos en la plaza principal de la municipalidad.

De antología el bus colegial que transportaba a estudiantes de municipios aledaños en los años 60. Foto: Archivo particular
Veinte días antes del encuentro, se enteraron de la crítica situación de salud del compañero Rubén Jaime Oviedo. Y estuvieron pendientes de su evolución hasta el 20 de julio pasado, cuando dejó de existir. Así mismo honraron en una misa la memoria de otros condiscípulos fallecidos.

Los recuerdos se fueron deshojando en el lobby del hotel con las fotografías en sepia, y en blanco y negro, que dan testimonio de una comarca fecunda, familiar, enclavada en el piedemonte de la cordillera central, despensa agrícola y ganadera del Tolima, orgullo cafetero por excelencia, y privilegiado mirador desde sus cuatro puntos cardinales de hermosos paisajes, caídas de agua, rutas ecológicas y ventana abierta al imponente Nevado del Ruiz.

En el salón comedor del Hotel Pantagora (por la tribu de los pantagoras que se asentaron en estos territorios), una señora de gafas oscuras y pava encolada a la usanza de los cordobeses, quiso matar su curiosidad con una foto en sepia de la Calle Real con carrera 12, por allá de los años 50 y 60, que lleva la rúbrica del fotógrafo Ricardo Pardo Farelo.

Vuelo de palomas en la plaza principal de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida
Presto salió al quite el contador público Álvaro Salazar Garzón al ilustrarla que esa era la arteria principal de El Líbano a partir de su fundación, señalando con nombres propios a los propietarios de las casonas ubicadas a lado y lado, la de don Manuel Yepes y la de don Arcesio Parra, cuyas estructuras se mantuvieron firmes por años, pese a los derrotes de las luchas armadas, oficiales y bandoleras de El Líbano y sus alrededores, pero más de la violencia bipartidista del 48, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, y la cruenta guerra desatada por la policía chulavita a órdenes del partido conservador con cuatreros y pistoleros de leyenda en campos y provincias: Sangrenegra, Desquite, Chispas, entre otros.

Fueron tres días para refrescar la memoria, intercambiar anécdotas, recorrer las instalaciones del colegio, en ese entonces, años 60, destinado a la educación masculina, con internado y estudiantes que llegaban de Bogotá, Cali, Ibagué, y de varios municipios del Tolima, justamente por el prestigio del alto nivel académico, la estricta disciplina, y la formación y exigencia de su equipo docente, todos normalistas y licenciados en sus respectivas asignaturas.

El manjar tipo exportación de El Líbano, directamente desde su fábrica, en la galería de la municipalidad. Foto: Archivo particular
De ese recorderis, cincuenta años atrás, salieron a flote entre pupitres, tizas y tableros los nombres de profesores como el de Guillermo Díaz, de biología, química y anatomía; Guillermo Botero y Gonzalo Vargas, de matemáticas; Ulises Díaz, de filosofía;  Aurelio Cortés Vidales, de español y literatura; del atlético Raúl Bohada, de educación física; y de Ricardo Bernal y Rosa María Ruiz, de música; amén de algunos de los textos de rigor para el aprendizaje: la infaltable y problemática Álgebra, de Baldor, la Física de don Alfonso Acosta, La Química de Quiroga y Sears; la Historia y Geografía Descubriendo a América, de Leovigildo Antía, y la atractiva y bellamente empastada Anatomía, Fisiología e Higiene, de Jorge Vidal, entre otros libros de alcurnia.

Álvaro Salazar y Salomón Salazar hicieron reminiscencias de que en ese entonces el Isidro Parra no exigía uniformes, pero que por fortuna no había disculpa ante el decoro y la pulcritud del vestuario de diario para asistir a clases, gracias a la consagración de las señoras madres aplicadas tardes enteras al lavado y planchado de la ropa de sus hijos, con el propósito de que se presentaran impecables al colegio.

Álvaro Salazar Garzón y el poeta y compositor tolimense Fabio Josías Polanco, compartiendo el mejor café de la comarca. Foto: La Pluma & La Herida 
Hubo varias visitas en grupo al Isidro Parra, al que no encontraron como antes, aunque notaron que su infraestructura se conserva en un noventa por ciento. Sí alertaron en las nuevas plantas para los laboratorios de física y química, construidas en los últimos años, y ante el escaso presupuesto del que dio informe la actual rectora Nancy Ramírez, los egresados reunieron un dinero para adquirir herramientas indispensables como la podadora.

El científico en medicina nuclear Óscar Vélez Zorrillo trajo a colación el patio de formación, donde antes de ingresar a aulas se correspondía al llamado a lista, y en actos especiales como el de izada de bandera o eventos culturales o deportivos, se entonaban las notas de El Bunde Tolimense, del maestro Alberto Castilla; lo mismo que las letras del bello himno Torres Blancas, de El Líbano, original del médico traumatólogo y compositor huilense Jorge Villamil Cordovez.

-A ver, cómo estamos de memoria-, inquirió el científico, y dio la pauta para que sus viejos  compañeros de la promoción del 68 le siguieran la cuerda, y al unísono y a capela se oyeron las estrofas magnas del insigne compositor de la hacienda El Cedral, que tanto lustre y gloria le ha conferido a la música autóctona de Colombia.

La famosa carrera 12, o Calle Real, de El Líbano. Foto: Ricardo Pardo Farelo
Cruzando cordilleras / de selvas y neblinas / los recios antioqueños / luchando con tesón / se unieron a la raza / del norte del Tolima / y en tierra de cedrales / El Líbano nació. / Ciudad de torres blancas / Líbano del Tolima / de inigualable clima y aroma de café. / Esos tus cafetales / regalando aromas / que lleva el viento / guardando los recuerdos / de esta hermosa tierra / reina del Tolima. / Ciudad de torres blancas/ y de mujeres bellas, / tus hijos te recuerdan / aunque lejos estén. / Pasaron las tristezas / de tiempos ya lejanos / se fueron para siempre / y renació tu fe.

Y como si las ilustrísimas líneas del maestro Villamil hubiesen sido encargadas para la ocasión, más de uno de los presentes disimuló el lagrimeo, y coincidieron refrescar la garganta y los recuerdos al calor de un anís en el bar del hotel.

Tocado por la satisfacción que es hacer realidad un rencuentro de buenos muchachos cincuenta años después, Álvaro Salazar Garzón, en fogosa camaradería, citó los establecimientos donde solían reunirse a punto de graduarse de bachillerato, con esa licencia impuesta por ellos mismos de asumir sin recelo la postura de los hombres del mañana, debatir sobre el país alrededor del café o de néctares espirituosos, y competir con gallardía y verbo a flor de labios por la señorita de moda que se robaba todas las miradas y galanteos de la localidad.

Panorámica de El Líbano con las imponentes agujas góticas de la Catedral de Nuestra Señora del Carmen. Foto: Archivo particular
Se mentaron las gestas sentimentales de Héctor Galvez Montoya, el don Juan de la promoción, diestro en las batallas de desbarajustar corazones no solo en los colegios femeninos sino en el vecindario, y hasta en mujeres prohibidas de hábitos y relicarios.

A su vez, el veterinario y zootecnista Salomón Salazar subrayó las habilidades del poeta Henry Bustos, el hado lírico de cabecera a quien se le encargaba, tarifa ineludible, cartas de amor, acrósticos y esquelas perfumadas del correo sentimental que fluía más allá de los predios de colegio, en los encuentros furtivos que se pactaban en cafecitos, heladerías y en prematuros clubes de baile como El Nevado, El Tip Top, el Montecarlo, el Club Líbano, el Café Social, y el más frecuentado por los galanes, epicentro de sus primeras jugarretas de billar, el centenarista Café Águila, atendido por doña Elvia, madre del ciclista Alberto Páez, que colmaba a sus pupilos con espumosos capuccinos y exquisitas colaciones recién horneadas.

Salazar Garzón indicó que en ese café, El Águila, que fue arrasado en 1994 por un demoledor incendio con varios establecimientos de la misma cuadra, y que luego fue restaurado, el destacado cronista y diplomático Germán Santamaría, también egresado del Isidro Parra, era entre la muchachada soñadora  el centro de atracción de las tertulias literarias y periodísticas alrededor de los grandes exponentes del boom latinoamericano encabezado por el laureado Nobel Gabriel García Márquez.

El maestro Polanco atento en las páginas del periódico Cronistas, informativo de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida
Santamaría, con los años, se convertiría en el cronista estrella del diario El Tiempo (enviado especial a más de treinta países), a partir de su premiada serie de la catástrofe de Armero, el 13 de noviembre de 1985, y sus conmovedores relatos sobre quien se erigió como protagonista de la tragedia a la Niña Omaira. Posteriormente, su consagración como escritor de varias novelas y libros periodísticos, la mayoría de obligada consulta y análisis en facultades de periodismo.

Luego de recoger pasos en el Café Águila, los egresados emprendieron un paseo por la plaza principal. Visitaron el obelisco del general Isidro Parra, recordaron los matinés de karatekas y pistoleros del Teatro La Tinaja, y las prolongadas jugarretas de ajedrez del Club Minaya.

Sobre el costado oriental de la Catedral de la Virgen del Carmen, purísima en su fachada y de agujas góticas, estaba parqueada una flota de Rápido Tolima, icónica en esa próspera región como el aguardiente Tapa Roja de las ferias y fiestas; las hermosas casitas de cedro y nogal pintadas de colores escolares del municipio de Murillo; el salchichón Tovar (tipo exportación), de la galería de El Líbano; la vía fantasmagórica comprendida entre la carrera 3° con calle 16 que conduce al Alto del Crimen, cuenta la leyenda, tenebroso escenario de las crueles contiendas políticas, de los suicidios y ahorcamientos pasionales que aún se tejen entre espesas brumas de película; pero también de las vistosas comparsas a ritmo de sanjuaneros y rajaleñas que por años han avivado y sostenido festividades tradicionales como el Festival Cultural y Turístico y el Festival de la Cosecha y el Retorno.

La cascada El Silencio, uno de los atractivos turísticos y obligado paseo ecológico del municipio de Murillo, aledaño a El Líbano. Foto: La Pluma & La Herida
Bajo la sombra de viejos samanes y nogales de la plaza mayor, algunos cedieron a la tentación de degustar del popular raspado, ese helado artesanal de los pueblos tropicales de Colombia, que 50 años atrás motivaba a racimos de chicos en las correrías dominicales después de la misa de las doce.

-¿Cuánto valía un raspado en esa época?-, indagó a quien en el colegio apodaban El Chichigua.

-Diez, veinte centavos, creo-, contestó el contador Salazar Garzón, mientras el dependiente del carrito de helados y almíbares componía su obra de arte de hielo frappe, sabores y anilinas, y una galleta de vainilla como colofón.

Las fotos y las selfies en grupo no se hicieron esperar: al lado del obelisco, junto al carromato del embellecedor del calzado, al frente de la catedral donde un pordiosero bíblico clamaba a los turistas por un pan, al pie de la flota Rápido Tolima, y por supuesto, en el lumbral del Café  Águila, a escasos pasos de la mesa de un paisano peinado con gomina que entre sorbos de café repasaba una edición atrasada del periódico Cronistas, del que por oídas se enteraron, ante la crisis de los medios impresos, circula cuando puede…

'Chavita' no da abasto a servir tintos de la antigua greca de el Café Águila. Foto: La Pluma & La Herida 
Tres días de reencuentros con el terruño y sus alrededores, de visitas al Isidro Parra, a la galería, para proveerse sin falta del salchichón Tovar, de cenas y paseos, del minucioso reconocimiento de esa comarca que los vio crecer y formarse bachilleres, de las mejores promociones de ese colegio, habida cuenta de los fructíferos resultados como destacados profesionales y hombres de empresa.

Pero había llegado el día de la despedida, el final de un provechoso itinerario de añoranzas y postales del ayer. Fue el domingo 19 de agosto, y para rematar el reencuentro dispusieron de una cena en el gran salón de recepciones del Hotel Pantagora, con el recital poético-musical La Paz tiene la Palabra del poeta y compositor tolimense Fabio Polanco, con las talentosas voces de Bibiana y Camilo Torres, y el piano, los arreglos, la producción y dirección musical del maestro Jorge Zapata.

Una velada lírica y de hondo arraigo musical, que a los homenajeados y a sus seres queridos conmovió hasta las lágrimas. Hora y treinta minutos de valses, bambucos y pasillos alusivos a la grandeza y la belleza del Tolima, con el introito del Bunde Tolimense, del insigne compositor Alberto Castilla, cantado y declamado.

El maestro Polanco y su recital La Paz tiene la Palabra, en la celebración de los 50 años de ilustres egresados del Instituto Nacional Isidro Parra. Foto: La Pluma & La Herida 
El momento cumbre en el trasegar del repertorio alcanzó su máxima temperatura cuando el poeta Polanco y sus intérpretes entonaron el sentido bambuco Vieja calle, y el grupo de los treinta y un egresados rompió en una salva de aplausos,  un regocijo colectivo que cautivó a los presentes, la mayoría con los ojos inundados de lágrimas.
  
Vieja calle del barrio querido / donde tantas veces sonreí feliz / compartiendo con buenos amigos / juegos y tesoros del alma infantil /. Vieja calle del barrio añorado / compañera de mi juventud / tibio nido de inquietos pichones / rama verde de un árbol de amor (…)

Todos coincidieron que ese cúmulo de añoranzas contenidas en las sensibles estrofas retrataba lo querido y vivido de los primeros años, de lo que jamás se olvida, de la legítima patria que deja huella imborrable en el destino del ser humano: los años dorados de la infancia y la adolescencia, la vieja calle del barrio añorado donde se compartieron con buenos amigos juegos y tesoros del alma infantil.

Álvaro Salazar Garzón en su discurso de emotivo agradecimiento a la conmovedora presentación del bardo tolimense y sus talentosos intérpretes. Foto: La Pluma & La Herida  
Fue tal la emoción al final del recital, que los otoñales egresados del Instituto Nacional Isidro Parra, en la celebración de los 50 años de la promoción de bachilleres 1968, rodearon de afectos y felicitaciones al bardo tolimense, igual de embargado en sollozos, en esa melancolía propia de los creadores que esculpen con paciencia sabia el cáliz del verbo y lo transmiten desde el fondo del alma.

Prueba fehaciente de esa extraordinaria experiencia, fueron las sentidas palabras que días después escribió Fabio José Polanco Gaona a su padre, el poeta:

Hola, Fabito. Primero que todo un abrazo y un beso. Gracias por haberme invitado a El Líbano, fue todo un honor y un placer acompañarte, estar sentado a tu lado, ser el hijo del poeta.

Me he tardado un par de días en entender y sentir el verdadero peso que tuvo nuestro viaje. Esta presentación tuya tuvo un público muy especial, un público que se entregó íntimamente a tus textos, al verse reflejado en ellos, un público que respondió con lágrimas cuando le hablaron de su casa, de su escuela, de su familia.

El poeta y su hijo Fabio José, acompañado de su señora esposa y su suegro: la poesía y el amor filial unidos en un estrecho sentimiento. Foto: La Pluma & La Herida
La conexión estaba en el aire. Brillaba como polen. Una conexión lograda sobre la honestidad. Tu poesía, querido Fabito, habla de lo que tú tienes que hablar, de lo que tú necesitas hablar; es tu voz más profunda, es la que te sale de la entraña; viene de muy atrás, de cuando decorabas tapitas de gaseosa para correr la Vuelta a Colombia en el patio de la escuela.

Es tu voz más profunda y la oyes y la cantas. Y en el escenario eres tea crepitante, metal al rojo, clamas, tiemblas, ardes. Así te entregas, como si te inmolaras en el acto de exponerte. Mis respetos, padre.

Luego fue ver el aplauso de pie de un público que, hasta esa noche, no había tenido contacto contigo ni con tu obra. Y llovieron las muestras de admiración hacia ti, el saludo, el abrazo, la foto con el poeta.

Qué emocionante fue. En el baño me encontré con un señor que me dijo: “muy bueno, ¿no?”, refiriéndose al recital que acabábamos de presenciar. “Muy bueno”,  le respondí, y eso que es mi papá y debería estar acostumbrado.

Qué orgulloso me sentí de ser hijo tuyo. El señor me felicitó por el papá que tenía. “Ya lo sé”, le dije al final.

De izquierda a derecha: el maestro al piano Jorge Zapata, los vocalistas Bibiana y Camilo Torres, y el gran oferente de la gala poética y musical: Fabio Josías Polanco. Foto: La Pluma & La Herida 
Y es que siempre lo he sabido, Fabito. Cada vez que me preguntan por ti digo lo mismo: mi papá es un ser mitológico. Tus capacidades siempre me han sorprendido. Y no dejan de hacerlo.

Esa noche, mientras recitabas, yo imaginaba al niño que se pegaba al vidrio del restaurante La Barra fantaseando con el día que tendría dinero para sentarse en ese lugar.

De allá a hoy ha corrido mucha agua debajo del puente, ¿no es cierto, padre? Y has hecho tantas, tantas, tantísimas cosas en esta vida, teniendo tan poco, tan nada, en un principio.
Fue lindo sentir todo el cariño de tu equipo de trabajo, ver el modo en que se ocupan de ti como ser humano, como amigo, y no como jefe.

Y más lindo aún sentir tu cariño hacia mí. Te sentaste a la cena con los míos y, sobre todo, nos abrazamos varias veces y nos dijimos que nos queremos. Me encantó todo de esa noche, Fabito.

Con amor.

Fabio, el hijo del poeta.

Queda escrito que los milagros de la amistad los certifica con creces la poesía: un puñado de otoñales egresados se reencuentra cincuenta años después para celebrar las proezas y los parabienes de la vida, y al final del convite se encuentra con lo más aproximado, desde el concepto filosófico, a una epifanía.
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