Bienvenidos al Show del gallo y del perico. Aquí el hombre- pollo bebiéndose las propinas de los clientes en un vaso de cerveza. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo
Rondón Ch.
Déjame
transformar la noche en velocidad. / Déjame transformar la oscuridad en
incandescencia. / Déjame mirarte mientras te concentras / para luego atraparte
y comerte en mi vereda, / saciando las ganas de mi indecencia / con el olor de
tus cerezos.
El día que me dirigía a Cine Tonalá (predios del Parque Nacional) a ver Sin mover
los labios, la segunda película de Carlos
Osuna después de Gordo, calvo y
bajito, fui testigo de una serie de escenas y situaciones descabelladas,
tan habituales ya en el trasegar de una urbe desquiciada e incontrolable como Bogotá:
Al desembarcar de la estación transmilenio de Profamilia, un afro de rastas entrado en años
exhibía entre alaridos y sin camisa el muñón de su brazo derecho, al tiempo que
le increpaba a un policía bachiller que tenía hambre, y que no iba a permitir
ser desalojado de los predios de la taquilla. El joven uniformado, intimidado,
sin palabras, comprendió y abandonó su gestión.
Subiendo por la Caracas,
a la altura de la calle 34, al costado izquierdo, en el zaguán en ruinas de
lo que queda del otrora Teatro
Teusaquillo (donde en mis años mozos batí el récord de repetir El padrino, Love story, Cuando las águilas
se atreven y Doctor Zhivago, entre tantas), tres desadaptados, en medio de
basuras y detritus, rotaban una pipa hechiza humeante a bazuco.
Consuelo Luzardo, Giancarlo Chiape (el protagonista) y Marcela Benjumea, algunos de los histriones de esta tragicomedia freak. Foto: Malta/Cine |
Media cuadra más arriba (esquina de las carrera 13 con 34), un joven demente
con el cabello hecho pegostre de mugre, amenazaba con una varilla herrumbrosa
al dependiente de un ventorrillo de buñuelos. El hombre sólo le reclamaba el hurto
sin concesiones de uno de sus productos, pero el orate iracundo la emprendió
con su amenaza, y estuvo a punto de descargarle el fierro en la cabeza, si el
buñuelero no pone pies en polvorosa. Sobra agregar el tumulto de curiosos y los
patrulleros que siempre llegan tarde.
Cuando arribé a Cine
Tonalá -fatigado porque iba sobre el tiempo- vi cómo un hombre-pollo, apostado en la barra del
bar, se bebía insaciable las propinas de los clientes en un vaso de cerveza.
Tenía el pico untado de talco…
Ya en la sala se dirigieron los oferentes: Carlos Osuna, el director, Juan Mauricio Ruiz, el productor; los
actores Giancarlo Chiape (protagonista),
Álvaro Bayona y Fernando Arévalo. El hombre-pollo
también se hizo presente, pero no dijo ni pío. Cundo apagaron luces, las plumas
de su rostro reverberaron con los primeros fogonazos en blanco y negro de la
proyección.
Luego vino lo que vino. Algo inesperado. Diferente a lo
que se ha hecho en la historia del cine colombiano, con dejos surrealistas que
en el rebobinado de la memoria me asaltaron, a la par de la narración, imágenes
en cámara rauda de La langosta azul
(el cortometraje de Gabriel García
Márquez que él codirigió hace 63 años –cuando el narrador en ciernes tenía
27- con Enrique Grau, Álvaro Cepeda
Samudio y Luis Vicens), de Un perro andaluz, de Luis Buñuel; de Psicosis y de La Ventana
indiscreta, de Alfred Hitchcock;
de 8 y1/2, de Federico Fellini; y de Átame,
de Pedro Almodóvar.
El genial Álvaro Restrepo en un ritual orgiástico de machete, sangre y superchería. Foto: Malta/Cine |
De repente, las trompetas marciales del preludio de La Obertura del holandés errante de Richard Wagner (poema sinfónico al
fracaso del hombre en su finitud irremediable) irrumpieron en su llamado de
abordaje. Observé con sigilo a derecha e izquierda: la sala llena con efluvios
de agua de Jamaica. En primera fila, el hombre-pollo,
inerme, con sus ojillos de pollo clavados en la pantalla, expectante.
Y con la banda sonora, voz en off, el poema La noche del puma, de Juan Sebastián Acosta, bardo y creativo
de la Fundación Fahrenheit 451 que
orienta Javier Osuna (hermano de Carlos, el director), que ilustra a
manera de epígrafe este artículo:
Déjame
transformar la noche en velocidad. / Déjame transformar la oscuridad en
incandescencia…
El periplo en la nave alucinante de Sin mover los labios está sujeto de principio a fin a la metáfora de su propio título: El timonel al mando es Carlos (Giancarlo Chiape), el
ventrílocuo mediocre que pretende ser la estrella de la noche en el bar de su
mejor amigo (Álvaro Bayona), luego
de agotar la paciencia como operador de un call
center, cumplir al polvo de gallo de una novia insípida y desaliñada (Marcela Benjumea), engullir un
emparedado en la sala de su casa mientras su madre sobreprotectora (Consuelo Luzardo) se hace la muerta en
la alfombra, y el televisor proyecta el capítulo de turno de un culebrón lacrimógeno.
Álvaro Bayona es el propietario del bar donde Carlos, el ventrílocuo, se ensaña en sandeces e improperios con la mamarracha de su progenitora. Foto: Malta/Cine |
Con semejante carga, el protagonista elije reinventarse,
transmutarse, no hay de otra. Y ahí es cuando se abre el telón que da paso al
increíble y no menos retorcido, disparatado y provocador Show del gallo y del perico, sin prejuicios ni anatemas, sin
resquemores ni prohibiciones, un festín orgiástico donde caben todos los
excesos y desenfrenos, desde la dualidad del machete que despeja la sementera y
asesina, pasando por la adición sin treguas a la cocaína, la obsesión por una
amante gorda de andén (la virtuosa narradora oral Carolina Rueda), la farsa y el engaño enfrentados al espejo de su
propia realidad, la telenovela conductista, la explotación de los medios, los
temores existenciales que obligan a los fetiches y a la superchería, todo esto
en el carromato desvencijado del fracaso que avanza torpe y sin norte, con la
mirada helada y acuciosa de un muñeco de ventrílocuo en el retrovisor.
¡Pedazo de película! Una
inentendible reflexión sobre la condición humana, como reza el mote del afiche
promocional, pero más allá de todo eso un deleite visual que se
escupe de lo convencional, y que es imposible de clasificar como género
cinematográfico, sin descartar que abunda en pulsiones y atmósferas del cine
fantástico, y que incita a crear un nicho especial con el rótulo de tragicomedia freak.
Una película que rompe, que incomoda y atropella, y que
seguramente nunca será rotada en la
franja televisiva, porque las imágenes
son muy fuertes y pueden afectar la sensibilidad del televidente.
Fernando Arévalo en el rol del maestro de ceremonias del reality. Foto: Malta/Cine |
Carlos
Osuna y Juan Mauricio
Ruiz escribieron el guion después de darles muchas vueltas a la idea
original, que por serendipia, en la búsqueda de ventrílocuos, alumbró en la
desconcertante bodega de desechos y tesoros audiovisuales que es YouTube, en
donde descubrieron a un niño ventrílocuo que participaba en un show en vivo.
En este reality,
la presión del público y el pánico escénico se apoderan del párvulo y lo hacen
fracasar en su intento, al punto que sale corriendo a refugiarse en los brazos
de su madre.
Para Osuna y Ruiz, este vídeo ponía en evidencia
varias verdades: la coacción del niño por revelar algo que no era, y el fracaso
inminente ante lo que de verdad es; además, la paradoja de buscar respaldo
emergente en su progenitora, quien posiblemente fue la persona que influyó en
él para acudir al espectáculo, con un epílogo desafortunado.
El resultado, para director y productor, una crítica a la construcción de la identidad, a los
temores infundados, a la sociedad que señala sin alertar en sus debilidades y
miserias, al sexo y a las drogas como válvula de escape ante la ansiedad, la
imposibilidad y el fracaso; y esa mirada siempre esquiva y temeraria de
enfrentar lo trágico, espléndido y cómico que es la realidad que nos atañe, con
su delirio asfixiante y su vértigo cinematográfico.
La increíble transmutación kafkiana del hombre-pollo en su alter ego, el invisible. Foto: Malta/Cine |
La cavilación filosófica y desparpajada con la que se
inició el proyecto, terminó en un abrir y cerrar de ojos, y luego de
veintisiete fatigosos y anecdóticos días (con sus noches) de rodaje en Sin
mover los labios, una propuesta a quema ropa de lo que somos, de lo que dejamos
de ser y de hacer, de lo que apreciamos y despreciamos; de las míseras rupias que
ganamos en un trabajo que odiamos, que terminan invertidos en cosas fútiles que
nos da guayabo, mientras se ejerce, sin cuestionamientos ni desaprobaciones, la
ridícula actividad de representarnos, de cumplir con esa cuota infalible que
exige el mercado de las apariencias.
Edípico, maléfico, bochornoso, contestatario,
sanguinario, estrafalario, póngale usted los epítetos que se le antoje después de verlo, así es
el Show del gallo y del perico,
parodiando la frase de un segmento radial de libros y lectores: usted no volverá a ser el mismo después de
verlo: quedará, literalmente, sin
mover los labios.
Carlos Osuna, director de 'Sin mover los labios', una película rara, obsesiva, perturbadora: un punto y aparte en la historia del cine colombiano. Foto: La Pluma & La Herida |
Han pasado varios días de esta experiencia con la
película, y no he podido despejar de mi cabeza la figura del hombre-pollo. Me da el palpito de
volverlo a encontrar en medio del fragor de una rumba temática en los sábados iridiscentes de Tonalá, en el fuelle congestionado
de un transmilenio, camuflado en una manifestación de agremiaciones obreras, comprando una papeleta de perico en una olla de Chapinero, o
negociando en el barrio Santa Fe, con
su pico tocado de talco, un polvo emergente con una zurrona pasada de kilos.
Pero quizás el hombre-pollo
no sea más que la regresión de esa lúdica que de chicos solíamos inventarnos en las
tardes tediosas de asuetos, cuando era inimaginable la existencia de esta
abrumadora avalancha de aparatejos digitales: la del hombre invisible.
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