martes, 6 de junio de 2017

'Sin mover los labios', tragicomedia freak

Bienvenidos al Show del gallo y del perico. Aquí el hombre- pollo bebiéndose las propinas de los clientes en un vaso de cerveza. Foto: La Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

Déjame transformar la noche en velocidad. / Déjame transformar la oscuridad en incandescencia. / Déjame mirarte mientras te concentras / para luego atraparte y comerte en mi vereda, / saciando las ganas de mi indecencia / con el olor de tus cerezos.

El día que me dirigía a Cine Tonalá (predios del Parque Nacional) a ver Sin mover los labios, la segunda película de Carlos Osuna después de Gordo, calvo y bajito, fui testigo de una serie de escenas y situaciones descabelladas, tan habituales ya en el trasegar de una urbe desquiciada e incontrolable como Bogotá:

Al desembarcar de la estación transmilenio de Profamilia, un afro de rastas entrado en años exhibía entre alaridos y sin camisa el muñón de su brazo derecho, al tiempo que le increpaba a un policía bachiller que tenía hambre, y que no iba a permitir ser desalojado de los predios de la taquilla. El joven uniformado, intimidado, sin palabras, comprendió y abandonó su gestión.

Subiendo por la Caracas, a la altura de la calle 34, al costado izquierdo, en el zaguán en ruinas de lo que queda del otrora Teatro Teusaquillo (donde en mis años mozos batí el récord de repetir El padrino, Love story, Cuando las águilas se atreven  y Doctor Zhivago, entre tantas), tres desadaptados, en medio de basuras y detritus, rotaban una pipa hechiza humeante a bazuco.

Consuelo Luzardo, Giancarlo Chiape (el protagonista) y Marcela Benjumea, algunos de los histriones de esta tragicomedia freak. Foto: Malta/Cine  
Media cuadra más arriba (esquina de las carrera 13 con 34), un joven demente con el cabello hecho pegostre de mugre, amenazaba con una varilla herrumbrosa al dependiente de un ventorrillo de buñuelos. El hombre sólo le reclamaba el hurto sin concesiones de uno de sus productos, pero el orate iracundo la emprendió con su amenaza, y estuvo a punto de descargarle el fierro en la cabeza, si el buñuelero no pone pies en polvorosa. Sobra agregar el tumulto de curiosos y los patrulleros que siempre llegan tarde.

Cuando arribé a Cine Tonalá -fatigado porque iba sobre el tiempo- vi cómo un hombre-pollo, apostado en la barra del bar, se bebía insaciable las propinas de los clientes en un vaso de cerveza. Tenía el pico untado de talco

Ya en la sala se dirigieron los oferentes: Carlos Osuna, el director, Juan Mauricio Ruiz, el productor; los actores Giancarlo Chiape (protagonista), Álvaro Bayona y Fernando Arévalo. El hombre-pollo también se hizo presente, pero no dijo ni pío. Cundo apagaron luces, las plumas de su rostro reverberaron con los primeros fogonazos en blanco y negro de la proyección.

Luego vino lo que vino. Algo inesperado. Diferente a lo que se ha hecho en la historia del cine colombiano, con dejos surrealistas que en el rebobinado de la memoria me asaltaron, a la par de la narración, imágenes en cámara rauda de La langosta azul (el cortometraje de Gabriel García Márquez que él codirigió hace 63 años –cuando el narrador en ciernes tenía 27- con Enrique Grau, Álvaro Cepeda Samudio y Luis Vicens), de Un perro andaluz, de Luis Buñuel; de Psicosis y de La Ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock; de 8 y1/2, de Federico Fellini; y de Átame, de Pedro Almodóvar.

El genial Álvaro Restrepo en un ritual orgiástico de machete, sangre y superchería. Foto: Malta/Cine
De repente, las trompetas marciales del preludio de La Obertura del holandés errante de Richard Wagner (poema sinfónico al fracaso del hombre en su finitud irremediable) irrumpieron en su llamado de abordaje. Observé con sigilo a derecha e izquierda: la sala llena con efluvios de agua de Jamaica. En primera fila, el hombre-pollo, inerme, con sus ojillos de pollo clavados en la pantalla, expectante.

Y con la banda sonora, voz en off, el poema La noche del puma, de Juan Sebastián Acosta, bardo y creativo de la Fundación Fahrenheit 451 que orienta Javier Osuna (hermano de Carlos, el director), que ilustra a manera de epígrafe este artículo:

Déjame transformar la noche en velocidad. / Déjame transformar la oscuridad en incandescencia…

El periplo en la nave alucinante de Sin mover los labios está sujeto de principio a fin a la metáfora de su propio título: El timonel al mando es Carlos (Giancarlo Chiape), el ventrílocuo mediocre que pretende ser la estrella de la noche en el bar de su mejor amigo (Álvaro Bayona), luego de agotar la paciencia como operador de un call center, cumplir al polvo de gallo de una novia insípida y desaliñada (Marcela Benjumea), engullir un emparedado en la sala de su casa mientras su madre sobreprotectora (Consuelo Luzardo) se hace la muerta en la alfombra, y el televisor proyecta el capítulo de turno de un culebrón lacrimógeno.

Álvaro Bayona  es el propietario del bar donde Carlos, el ventrílocuo, se ensaña en sandeces e improperios con la mamarracha de su progenitora. Foto: Malta/Cine   
Con semejante carga, el protagonista elije reinventarse, transmutarse, no hay de otra. Y ahí es cuando se abre el telón que da paso al increíble y no menos retorcido, disparatado y provocador Show del gallo y del perico, sin prejuicios ni anatemas, sin resquemores ni prohibiciones, un festín orgiástico donde caben todos los excesos y desenfrenos, desde la dualidad del machete que despeja la sementera y asesina, pasando por la adición sin treguas a la cocaína, la obsesión por una amante gorda de andén (la virtuosa narradora oral Carolina Rueda), la farsa y el engaño enfrentados al espejo de su propia realidad, la telenovela conductista, la explotación de los medios, los temores existenciales que obligan a los fetiches y a la superchería, todo esto en el carromato desvencijado del fracaso que avanza torpe y sin norte, con la mirada helada y acuciosa de un muñeco de ventrílocuo en el retrovisor.

¡Pedazo de película! Una inentendible reflexión sobre la condición humana, como reza el mote del afiche promocional, pero más allá de todo eso un deleite visual que se escupe de lo convencional, y que es imposible de clasificar como género cinematográfico, sin descartar que abunda en pulsiones y atmósferas del cine fantástico, y que incita a crear un nicho especial con el rótulo de tragicomedia freak.

Una película que rompe, que incomoda y atropella, y que seguramente nunca  será rotada en la franja televisiva, porque las imágenes son muy fuertes y pueden afectar la sensibilidad del televidente.

Fernando Arévalo en el rol del maestro de ceremonias del reality. Foto: Malta/Cine
Carlos Osuna y Juan Mauricio Ruiz escribieron el guion después de darles muchas vueltas a la idea original, que por serendipia, en la búsqueda de ventrílocuos, alumbró en la desconcertante bodega de desechos y tesoros audiovisuales que es YouTube, en donde descubrieron a un niño ventrílocuo que participaba en un show en vivo.

En este reality, la presión del público y el pánico escénico se apoderan del párvulo y lo hacen fracasar en su intento, al punto que sale corriendo a refugiarse en los brazos de su madre.

Para Osuna y Ruiz, este vídeo ponía en evidencia varias verdades: la coacción del niño por revelar algo que no era, y el fracaso inminente ante lo que de verdad es; además, la paradoja de buscar respaldo emergente en su progenitora, quien posiblemente fue la persona que influyó en él para acudir al espectáculo, con un epílogo desafortunado.

El resultado, para director y productor, una crítica a la construcción de la identidad, a los temores infundados, a la sociedad que señala sin alertar en sus debilidades y miserias, al sexo y a las drogas como válvula de escape ante la ansiedad, la imposibilidad y el fracaso; y esa mirada siempre esquiva y temeraria de enfrentar lo trágico, espléndido y cómico que es la realidad que nos atañe, con su delirio asfixiante y su vértigo cinematográfico.

La increíble transmutación kafkiana del hombre-pollo en su alter ego, el invisible. Foto: Malta/Cine 
La cavilación filosófica y desparpajada con la que se inició el proyecto, terminó en un abrir y cerrar de ojos, y luego de veintisiete fatigosos y anecdóticos días (con sus noches) de rodaje en Sin mover los labios, una propuesta a quema ropa de lo que somos, de lo que dejamos de ser y de hacer, de lo que apreciamos y despreciamos; de las míseras rupias que ganamos en un trabajo que odiamos, que terminan invertidos en cosas fútiles que nos da guayabo, mientras se ejerce, sin cuestionamientos ni desaprobaciones, la ridícula actividad de representarnos, de cumplir con esa cuota infalible que exige el mercado de las apariencias.

Edípico, maléfico, bochornoso, contestatario, sanguinario, estrafalario, póngale usted los epítetos que se le antoje después de verlo, así es el Show del gallo y del perico, parodiando la frase de un segmento radial de libros y lectores: usted no volverá a ser el mismo después de verlo: quedará, literalmente, sin mover los labios.

Carlos Osuna, director de 'Sin mover los labios', una película rara, obsesiva, perturbadora: un punto y aparte en la historia del cine colombiano. Foto: La Pluma & La Herida
Han pasado varios días de esta experiencia con la película, y no he podido despejar de mi cabeza la figura del hombre-pollo. Me da el palpito de volverlo a encontrar en medio del fragor de una rumba temática en los sábados iridiscentes de Tonalá, en el fuelle congestionado de un transmilenio, camuflado en una manifestación de agremiaciones obreras, comprando una papeleta de perico en una olla de Chapinero, o negociando en el barrio Santa Fe, con su pico tocado de talco, un polvo emergente con una zurrona pasada de kilos.

Pero quizás el hombre-pollo no sea más que la regresión de esa lúdica que de chicos solíamos inventarnos en las tardes tediosas de asuetos, cuando era inimaginable la existencia de esta abrumadora avalancha de aparatejos digitales: la del hombre invisible.

Citando a Álvaro Cepeda Samudio: Los que éramos entonces, ya no volveremos a ser los mismos. 
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