lunes, 1 de agosto de 2016

Juliana López y la tortura china

La modelo y futbolista paisa Juliana López Sarrazola, en la flor de la vida, hoy tras las rejas en una cárcel de China. Foto: Instagram
Ricardo Rondón Ch.

No todo está perdido para la modelo y futbolista paisa Juliana López Sarrazola, condenada por la justicia china a quince años de prisión por tráfico de estupefacientes.
Seguro que la dura experiencia que ahora comienza a vivir entre rejas al otro extremo del hemisferio, le va a servir para blindarse de esos errores latentes de las jovencitas, el de la ingenuidad y la provocación, que aprovechan al máximo y casi siempre con amenazas los guasones intermediarios del narcotráfico.

Cuando recobre la libertad, a la edad de 37 años, Juliana regresará a su país con una historia de vida que editores y productores de cine, o un Dago García para televisión, no dudarán en extenderles jugosas propuestas para hacer de su drama un Best-Seller, una película taquillera, o una serie de impacto en la franja prime. El espectro mediático cada vez más ávido de estas historias.

Con lo anterior intentará redimir, en palabras del gran Proust, algo de ese tiempo perdido, de ese encierro de eternos y tortuosos días, de la ausencia familiar, la más dolorosa, y recapacitar que es mil veces mejor el cucayo (pega del arroz) con huevo frito en libertad, que la langosta rociada de caviar y vino a un precio tan alto, el de la asfixiante rutina en un penal. ¡Y en China!

A lo mejor el sacrificio no sea en vano y retorne con el ánimo dispuesto para liderar una fundación que incentive propósitos de enmienda y renacer, que nunca es tarde, para aquellas colombianas y colombianos, la mayoría menores de treinta años, que se dejan seducir por el dinero fácil y caen como insectos en las redes del crimen organizado, y su maridaje diabólico de droga y sexo.

Juliana y sus facetas de modelo y presentadora. En cada una de ellas le sonreía la vida. 
Porque el libreto se repite con la terquedad de mulas de estas niñas que aspiran a resolver sus falencias económicas de la noche a la mañana con estas empresas suicidas de correos humanos, que siempre terminan en tragedia: en el cementerio o en la cárcel.

No más en China hay 140 colombianos condenados por estos delitos: veinte de ellos pagan cadena perpetua. Cinco tienen asegurada la muerte en una cámara de gas.   
Juliana no tenía  necesidad de ir tan lejos y en tan riesgosas circunstancias. Una muchacha de clase media, modelo, presentadora, deportista, con un futuro promisorio para estudiar dos carreras si se lo hubiera propuesto, y surgir con creces. Hasta que se le metió en la cabeza que quería ser reina. Y esa fue su perdición.    

Pudo más la nefasta enredadera de los sentimientos de un exnovio que también está en prisión y, según ella en sus declaraciones de audiencia, la presión intimidante de un calanchín que le advirtió que si no acudía a llevar los 610 gramos de cocaína camuflados en un computador portátil (que no era el suyo), le haría daño a lo que ella más quiere en la vida: Nubia Sarrazola, su señora madre, en la actualidad la más afectada, presa de una preocupante crisis nerviosa que le quitó el apetito y no le permite conciliar el sueño. “Como si se le hubiera acabado la vida”, dicen sus familiares en Medellín.

El equivalente a 2.500 euros, unos $7.000.000 en plata colombiana, que supuestamente iba a invertir la integrante del equipo Divas del fútbol para cubrir los requisitos de vestuario y preparación del concurso Miss Mundo Antioquia, quedaron reducidos a un fallo condenatorio de quince años inconmutables de prisión.

Los abogados chinos que respaldaron su caso dicen que a su protegida le salió facilita por aceptar cargos, reconocer el delito, colaborar con el proceso y mostrarse arrepentida. De lo contrario, como es habitual en la ley china, el castigo por narcotráfico es implacable: cadena perpetua, cuando no la pena capital.

El fútbol, una de las grandes pasiones en la vida de Juliana López. Foto: Instagram
Los chinos condenan a muerte cuando ellos con sus macro-industrias de trillonadas de basura plástica y cualquier cantidad de baratijas tóxicas a base de plomo y mercurio, y sus celulares y tabletas de pésima calidad, tienen condenado a desaparecer lo poco que queda del planeta.
 
El llamado Gigante Asiático es hoy una de las naciones más contaminadas e irrespirables del orbe. Por míseros salarios y un régimen dictatorial -al fin y al cabo comunismo en su estado puro- someten a miles de operarios a extenuantes jornadas de catorce y más horas sin levantar cabeza, que son controladas hasta para ir al excusado. Y solo quince minutos para consumir alimentos sobre la máquina de trabajo.

Expreso mi solidaridad y consideración a Juliana López, a sus padres, a sus seres queridos, a sus compañeras de equipo, con todos los sueños frustrados en los minutos más amargos de la existencia, que debe ser la requisa humillante y pormenorizada en la oficina de seguridad de un aeropuerto de un país desconocido, íngrima en su fatalidad y desconcierto. Con el sentimiento que lo embarga a uno como padre, esto no se le desea ni al peor de los enemigos.

Siempre me han inspirado desconfianza los chinos, solos o en manada: los lechigueros, los ojirayados que te encuentras en cualquier ciudad del mundo con sus arrumes de ropa de cargazón que no resiste un aguacero, los que ofrecen linimento chino para la impotencia y bolitas sonajeras para terapias reumáticas; aquellos que queman al por mayor películas porno en bodegas clandestinas; los chinos de remates y cachivaches; los que están perjudicando a sus anchas con dinero sospechoso la economía de los antiguos fabricantes y comerciantes de San Victorino.

En cuestión de segundos, en la oficina de seguridad del aeropuerto de un país remoto, se esfumaron sus ilusiones inmediatas. Foto: Instagram
Hace muchos años, cuando la sala Mogador presentaba dobletes del Viejo oeste y películas criminales del China Town de Nueva York con Charles Bronson y Steve McQueen, salía con los ojos irritados de las plomaceras de los vaqueros y los asaltantes de banco estilo Carlitos Way, y me iba presto a saciar la gurbia a un restaurante chino ubicado veinte pasos arriba del teatro. Lo más barato eran los rollitos de legumbres que alumbraban de grasa. Con un par de ellos y una Colombiana componía la merienda.

Siempre había un chino de rostro amarillento y cabello graso, como un muñeco de cera, aferrado a una antigua registradora. Apenas se le oían monosílabos chillones cuando cobraba. Nunca contestaba el saludo ni le conocí una sonrisa. Y siempre permanecía ahí, los días hábiles, los domingos y fiestas de guardar, los primeros de enero, los viernes santos. Los chinos no cierran sus negocios ni cuando se les mueren sus madres.

En ese sancochadero oriental de vísceras, coles y repollos trasnochados, conocí una mesera que después fue mi novia, y que en los años de urgencia varias veces me solventó desde el pasaje de la buseta hasta para completar la tarifa de una pensión en La Candelaria.

Una noche, cuando salíamos de un doblete en el Mogador, la camarera de mis amores explotó en llanto y me hizo una confesión radical y desoladora: no quería volver donde el chino Yong, su patrón. Le pedí una explicación.

No solo la deprimía la mísera paga, sino la desagradable rutina de recoger de los platos las sobras diarias para que la encargada de fogones preparara los rollos y las empanadas. No pude resistir el retortijón fulminante al fondo del tripaje, y pegué carrera a buscar un baño.  

No quiero imaginarme la comida que dan en las cárceles chinas y el régimen comunistoide para las internas, y las pesadillas que acontecen desde que alumbra el día, hasta cuando el músculo y las conciencias rendidas obliguen a cerrar los ojos, por lo menos un par de horas, para disipar el infierno.
Juliana aspiraba a la corona de Miss Mundo Antioquia y necesitaba el dinero para cumplir los requisitos de vestuario y preparación. Foto: Instagram 
En el caso de Juliana López, mejor que a nadie entienda ni se esfuerce por hacerse entender, y que cuando por fuerza mayor tenga que consumir la dote carcelaria, lo haga siempre pensando en el calentado de fríjoles antioqueños con garra y cucayo que le servía al desayuno doña Nubia, su mamá.

Que en esas largas y tediosas noches sazonadas con sal de lágrimas y alfabetos indescifrables, piense en un país como Colombia del que se sentirá orgullosa, pese a todos los obstáculos y necesidades, donde así como hay gobernantes corruptos y sinvergüenzas que asaltan sin piedad el erario, también existe gente de bien como ella, trabajadora y pujante, porque de un desliz como el que la privó de su libertad no está exento nadie, menos los jóvenes que quieren comerse el mundo de una buena vez, casi siempre a costa de descalabros irreparables.

En mis años de bachillerato era trillada la frase de Jean-Jacques Rousseau en su obra cumbre El contrato social, que era de obligada consulta en la asignatura de historia: El hombre nace libre, pero la sociedad lo corrompe. Y eran tiempos de emperifolladas pelucas que decoraban ilustres testas de la Francia monárquica, cuando Rousseau, con pluma de ganso y tinta china, escribió su tratado.

Hoy, a la manzana pútrida de la aldea global que predijo McLuhan, no le cabe un gusano más.

(Recién pongo punto final y me entero por el portal Confidencial Colombia que cuarenta y tres kilos de cocaína fueron incautados en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá. Enciendo el televisor para ver Los Informantes y el primer capítulo es con Sebastián Marroquín Santos, el hijo del extinto narcotraficante Pablo Escobar, que hoy dicta conferencias de lo que no se debe hacer en la vida. A ver si aprendemos completa la lección). 
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