sábado, 9 de abril de 2016

Tras las huellas del Profesor Andrómeda

Alberto Montoya González, el Profesor Andrómeda, en su estudio, rodeado de obras de literatura universal y cualquier cantidad de libros esotéricos. Un personaje fuera de serie. Foto: la Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

Si en su último viaje por el Tibet, mi amigo-hermano el profesor Andrómeda no subió al majestuoso monte Kailash –visto por los budistas como un portento sobrenatural, de donde brotan algunos de los ríos más largos y sinuosos de Asia, entre ellos el Indo y el Brahmaputra-, fue porque en esa época (mediados de 2015) lo aquejaban intensos dolores de várices de sus piernas. De lo contrario, hubiese profanado con sus huellas las nieves perpetuas de la cima sagrada, motivo de admiración y contemplación de los turistas que visitan el Himalaya.

Me atrevo a afirmarlo porque conozco de hace casi treinta años las virtudes y oquedades del astrólogo que a diario escribía el horóscopo y el tarot, y cualquier cantidad de minucias esotéricas en el desaparecido diario El Espacio, y de ñapa ofrecía el número para jugar el chance, que por triquiñuelas luciferinas muchas veces coincidía, y que redundaba en el favoritismo y lecturabilidad de sus pronósticos.

Él, Alberto Montoya González, ariano consumado, con un poder de convicción y  una energía envidiables, de los que empiezan un proyecto, y con una obsesión rayana en la locura, como subraya su signo en el Zodiaco, no descansan hasta culminarlo; impetuoso, de una terquedad irreductible, en su caso particular, capaz de trepar contra todo riesgo como tití cachorro al árbol de la ciencia del bien y del mal, y chupar hasta el tuétano todas las cerezas.

Andrómeda en el territorio que le corresponde como ser espiritual y afincado a las ciencias esotéricas: Egipto y su fascinante historia. Foto: Archivo particular
Ahora que me envía su foto de grado, de toga y birrete, que lo acredita como profesional en Ciencias de la Información, Documentación, Bibliotecología y Archivística de la Universidad del Quindío, diploma que recibe a la edad de 56 años, concluyo que Montoya González, o el ‘profe Andrómeda’, como lo llamaban y le escribían sus lectores, es un raro espécimen, imbatible y de largo aliento, que no se deja vencer ante nada.

Andrómeda se ha pasado la vida estudiando y, a la vera del camino, lo sigue haciendo. Media docena de títulos así lo atestiguan: desde el de bachiller académico del colegio ‘José Asunción Silva’, en Bogotá, pasando por su licenciatura de Hotelería y Turismo, de INPAHU; de Informática en la Universidad INCCA; una Licenciatura en Educación de la Pontificia Universidad Javeriana; amén de cursos de inglés y francés en el Instituto Electrónico de Idiomas, cursos de Astrología, Yoga y Pintura con maestros particulares, y hasta uno de marquetería.

Con todo lo anterior, mi amiguete no sabe conducir un automóvil. Tampoco negociar. Es el único paisa atípico que conozco en estos menesteres. Y no me lo van a creer: le oído sugerir que le bajen al sueldo porque le parece mucho. Es el único astrólogo pobre de que se tenga conocimiento en Colombia. La mayoría, empezando por Salomón, que es más hechicero que astrólogo, goza de múltiples propiedades y de atractivas cuentas en bancos locales y de Panamá.

Con su compañera de vida y aventuras alrededor del mundo, la licenciada Gilma Alzate Rivera. Foto: La Pluma & La Herida
Andrómeda, cuando ejercía con sus trebejos de barajas egipcias, moneditas de I Ching, y cartas astrales, lo hacía de manera gratuita. Sólo por complacer las ansias desesperadas de las señoras preocupadas por las sospechosas andanzas de sus maridos, o por las ilusiones paganas de los libertinos de querer volverse ricos y bellos de la noche a la mañana.

Lo de pedir que le bajen el sueldo es una anécdota, que aunque parezca un fragmento de un stand up comedy de Alejandro Riaño o de Ricardo Quevedo, se ciñe a la más cruda realidad, y vale la pena compartirla.

Hace diecisiete años, el material esotérico que se publicaba en El Espacio y que suministraba la Agencia EFE de Noticias, fue cancelado. Sobra decir que por su procedencia española, era un horóscopo escueto, monosilábico, sin sustancia, y por supuesto aburridor. En ese entonces Montoya atravesaba una crítica situación económica, y quien escribe estas líneas pensó que el amigo, presa de la debacle monetaria, podría calar en la vacante.

Alberto Montoya y su apostolado con la enseñanza, su razón de ser, lo que más le gusta y se empeña en profesar. Foto: Arhivo particular
-¡Pero cómo!, si yo no tengo estudios de Astrología-, me dijo sorprendido Alberto.

-Mientras que hace el curso completo, vaya escribiendo el horóscopo que eso hasta un policía se da mañas. ¿O usted cree que en esas lides Salomón se recibió en Harvard? ¡Hombre!, camine lo recomiendo con el gerente y se gana unos pesos. Le riposté.

No fue sino ingresar a la oficina del financiero. Yo tenía lista la suficiente labia para descrestarlo con mi nuevo producto. Sabía de la tacañería de Rafael Navia, el de las sumas y restas, como la de todos los que manejan finanzas, pero con el libreto que le extendí sobre el escritorio, el hombre quedó peripatético.

-Para esa plaza de astrólogo no tengo un presupuesto mayor a $600.000. Por ahora…, más tarde veremos, pero me parece buena opción-, indicó el gerente apoltronado mientras hacía tintinear sobre el vidrio su estilográfica.

Seiscientos mil pesos era una fortuna en ese tiempo para un escribidor de predicciones astrales. Montoya me miró lívido. Creí que se iba a desvanecer en cualquier momento.

Andrómeda en la Plaza Tiananmen, en China, evocando sus años revolucionarios con el Libro Rojo de Mao como biblia. Foto: Archivo particular
-Piénselo esta noche y me confirma mañana-, recalcó Navia observando al aspirante. Y remató, cuando estábamos a punto de abandonar su oficina: “Eso de la astrología es bueno, nos vende periódicos. A la gente le gusta mucho eso.

Mientras bajábamos las escaleras, Montoya me miró cariacontencido, como si se hubiera hecho pis en los pantalones.

-¡No, Richie!, eso es mucho. Yo con $400.000 tengo.

-¡No sea pendejo!-, le reclamé. Si le parece demasiado, y le son suficientes cuatrocientos mil pesos, pues me consigna el resto. ¡No la vaya a embarrar!, le advertí.

A partir de ese momento, Alberto Montoya González se convirtió en el Profesor Andrómeda, y se lo tomó tan a pecho, que se sumergió en el fondo de las ciencias esotéricas: se hizo a un inventario de libros relacionados con el tema, entre ellos, por entregas quincenales, la Enciclopedia Salvat de la Astrología, compuesta de treinta volúmenes, además de mamotretos en físico y digitales, y cumplía sagradamente a sus clases particulares de los sábados. En una de ellas conoció a quien en la actualidad es su compañera de vida: la licenciada en Educación e Idiomas Gilma Álzate Rivera.

En el Coliseo Romano, en las mismas arenas donde fueron sacrificados cientos de cristianos. Foto: Archivo particular
Quién sabe desde cuándo estaba escrito para los dos en la “casa de las uniones”, que Gilma y Alberto no sólo iban a compartir la sabiduría de Nostradamus, Galileo, Copérnico y Zoroastro, y de los alquimistas medievales, sino los mapas, las guías turísticas y las rutas de vuelo de veinticinco países que ya han visitado, desde las remotas estepas siberianas, pasando  por la Mongolia de Gengis Khan, los cercos prohibidos por Dios en las nebulosas del Himalaya, la Gran Muralla China, Egipto, gran parte de Europa, Latinoamérica en su mística y esplendor prehispánico, hasta el horno inconmensurable de la Patagonia, como lo narra, con el candil de su ‘Luna caliente’, el escritor argentino Mempo Giardinelli.

Hay santos que la iglesia católica por ceguera o ignorancia no ha canonizado. En Praga, Kafka es uno de ellos. Recién falleció uno en estas comarcas, el padre italiano Javier de Nicoló, quien hizo ‘resucitar’ de las cenizas del bazuco a cientos de jóvenes desahuciados de toda rehabilitación y reintegración social. Alberto Montoya González también podría estar avanzando por los caminos de la santidad si sus sandalias no se enredan en las zarzas y abrojos que a las almas buenas pone como quiebrapatas el demonio.

Porque un santo no es el que fabrican con molde de yeso al vacío, alumbran con veladoras electrónicas de monedas de quinientos pesos, y rescatan de su tedioso cautiverio en capillas y catedrales, cada año por Semana Santa, mientras la procesión va por dentro. Santos, apóstoles y ángeles también son de carne y hueso, con obras y dádivas oportunas al caído y al necesitado, despojados de intereses materiales, sin esperar nada a cambio.

Andrómeda en el Tibet, a 4.000 metros de altura. Foto: Archivo particular
En la vida ordinaria, Montoya ha tenido detalles que jamás le he visto a ningún cura de púlpito y arenga. Doy fe que con las escasas rupias que devenga como profesor de colegio adscrito al gobierno, ayuda a un círculo de personas desvalidas y enfermas. Entre ellas, una señora de avanzada edad que habita en un inquilinato del barrio Restrepo, en Bogotá, a la que periódicamente le lleva un mercado de talego, pero al fin mercado.

Cualquier día, Montoya se fue para San Victorino, dizque por satisfacer el capricho de hacerse tomar un retrato con un viejo fotoagüitas. Como esperó casi la tarde entera y el de la cámara de fuelle nunca llegó, optó por los servicios de un fotógrafo de polaroid.

Sentado en el sardinel de la escultura de La Mariposa, de Enrique Grau, lelo ante la fotografía precoz: él en la mitad de la plaza, rodeado de palomas pedigüeñas y cagalitrosas, al lado del escaparate rodante de campanillas y manivela, hábitat recursivo de un periquillo vidente, Andrómeda fue expulsado de su abstracción por el gemir intermitente de una mujer que estaba sentada a su lado.

El astrólogo le preguntó que si le dolía algo. La desdichada, que resultó ser una vendedora de golosinas y cigarrillos, le contó que había sido víctima del atraco y la golpiza de unos hampones, y que lo que más le preocupaba era que no tenía donde pasar la noche porque pagaba un dormitorio compartido al diario.

Montoya González el día de su grado de Bibliotecólogo, título expedido por la Universidad del Quindío. Foto: Archivo particular
Conmovido por la dramática historia, Montoya acompañó a la mujer al Pasaje Rivas. Allí le compró una chaza (repisa del rebusque), bajaron otra vez a San Victorino a proveerse de galguerías y cigarros, la invitó a comer algo, y luego le pidió el favor que lo acompañara a tomarse una cerveza. Terminaron los dos bebiendo lúpulo en el sórdido corredor de la 11 con 11, en una cantina bulliciosa apretada de marchantas, menesterosos y apaches.

También me consta, que cuando oficia como educador, no encuentra ningún inconveniente en llevar a colegios o escuelas remotas de los cinturones de miseria de la ciudad, alimentos y útiles para los párvulos que a primera mañana lo saludan de entrada con un: “Profesor, tengo hambre”. O, “profe, no hice la tarea porque en mi casa cortaron la luz”.

Son niños de poblaciones vulnerables, víctimas de maltrato intrafamiliar, con delicados problemas de salud, de desnutrición, y más grave aún, de total ausencia de amor y protección. Andrómeda siempre está presto a apoyarlos en lo que esté al alcance de su bolsillo: unas bolsas de yogur, unos paquetes de galletas, cuadernos, esferos, lápices de colores, pero sobre todo, voluntad y calor humano.

Con Gilma Alzate, en el Glaciar Perito Moreno, en Argentina. Foto: Archivo particular
De ahí que cuando Montoya por vencimiento de contratos se distancia de un plantel, no faltan los niños que le ruegan para que no se vaya, o los comités de padres de familia que, ante las rectorías o los consejos de profesores, abogan por su permanencia. “Es que el ‘profe’ Alberto es muy diferente a los demás: enseña bonito y tiene un alma muy buena”, coinciden las madres.
    
Quizás por eso, por pasarse de bondadoso, Andrómeda también ha pasado por pendejo. Le sucedió hace dos años en el Colegio Morisco IED (Institución Educativa Distrital), zona Engativá, a donde ingresó en calidad de bibliotecólogo, por prestación de servicios.
Es bien sabida la corruptela que de tiempo atrás se manejan en los planteles adscritos al distrito: los cargos de rectorías a dedo por complacencias y sucias prebendas políticas, la agria mermelada los fraudes y la desorganización, el desgreño administrativo en general, en el que las víctimas directas son los estudiantes de mínimos recursos.

Montoya González sintió ese tufillo acre desde el primer día en que inició labores. La biblioteca que encontró, daba vergüenza: un pírrico stock de libros, no contaba con implementos de lúdicas y aprendizaje. Se notaba que hacía tiempo no le pasaban una mano de pintura a la estancia.
Uno de los óleos de Andrómeda, homenaje a Sonsón

Con su malicia a toda prueba notó de inmediato que algo andaba mal, no sólo en la biblioteca, sino en el colegio en general. Pero lo que más asaltó su preocupación, es que los profesores no chistaban nada, y si se quejaban era entre murmullos, en conciliábulos clandestinos, detrás de las puertas, como en una película de misterio.

Montoya, el maestro firme y dilecto, acostumbrado a mentar las cosas por su nombre y a salvar del naufragio lo que muchos han dado por perdido, se afianzó en la tarea de rescatar el espacio que él por méritos y calificación se había ganado por concurso ante la Secretaría de Educación.

Él mismo, balde, cepillos, trapero y jabón a mano, se encargó de brindarles a muebles, paredes y piso la limpieza que hacía tiempo la biblioteca estaba clamando. Para hacer más amena la visita de los niños, la decoró con cartulinas pobladas de dibujos y mensajes optimistas. Los estudiantes, que hasta esa fecha se negaban a visitarla por monótona y desangelada, comenzaron a frecuentarla copiosamente.

Las horas de descanso, como nunca se había visto en la historia lectiva de Morisco, eran aprovechadas por los educandos para el goce y la camaradería, charlas académicas del ‘profe’ Montoya, y lecturas dirigidas con textos de rigor escolar y obras literarias que mi amigo por sus propios medios conseguía. Integró a los padres a dichas jornadas los fines de semana y organizó una exposición de pintura que fue recibida con beneplácito.

Con la bata de profesor en la etapa gris de su desafortunada experiencia en el Colegio Morisco. Foto: La Pluma & La Herida
A esa muestra plástica, como debía ser por respeto al conducto regular, Montoya González invitó a la rectora del plantel, Blanca Isabel Pérez Ortiz, pero según él, nunca asistió. Dicha señora -en palabras del acosado maestro y bibliotecólogo- a quien funcionarios y académicos temían con solo sentirles sus pasos, sabía por sus esbirros que el recién llegado ‘profe Montoya’ venía realizando mejoras a su espacio bibliotecario, para brindar un servicio óptimo y agradable a los alumnos. Además de promover actividades jamás realizadas en el colegio. “Dizque una exposición de arte…, ¿Quién se creía este advenedizo?”.

La envidia, el egoísmo, la mala leche y la corrupción que reina a su aire en la sociedad colombiana, y que se hace más visible y depredadora en estamentos gubernamentales como la salud y la educación, tomó forma y contenido en la triste y decadente humanidad de la rectora Pérez Ortiz, fenotipo de esas señoras que frecuentan a menudo las clínicas de belleza y cosmetología, ignorado que lo que tienen es el alma infecta y consumida.

La rectora en cuestión, se ensañó con Montoya González. Cuando éste llegaba a su despacho para solicitarle materiales de apoyo académico, presentarle un parte de sus realizaciones, un pliego de peticiones para mejoras y beneficios académicos, o un permiso médico de atención a sus dolencias, ni siquiera le dirigía la mirada. Controvertía y desaprobaba todo proyecto, por más útil y filántropo que ella, de hecho sabía, representaba para el conglomerado estudiantil.

Disfrazado de emir para animar a sus párvulos

En finadas cuentas, celos profesionales, esa cizaña latente de no hacer ni dejar hacer, de aprovechar los recursos del Estado en intereses personales, de contratos leoninos y del  ‘¿cómo voy yo?’, de los miles de cargos privilegiados en el lugar equivocado, y de otras pestes propias de esta raza en involución, que esta visto, con pasos enfermos por todas sus cargas, retorna irreversible con sus huestes a la caverna primigenia.

El profesor Montoya González, en el colegio Morisco, fue víctima directa de esa corrupción. Y la señora Blanca Pérez Ortiz, su verdugo hasta el último día. Le hizo la vida imposible y fue tan incisiva su persecución, que cuando se le venció el contrato como bibliotecólogo, en diciembre de 2014, confabuló con sus contactos de la Secretaría de Educación para que le dieran al bibliotecólogo una calificación mediocre por sus servicios, con el falso pretexto de su constante inasistencia por problemas de salud.

Todo lo contrario a las buenas y positivas referencias de profesoras como Blanquita, de preescolar y Ana Teresa, de español y literatura, de grados superiores, quienes les dieron su respaldo, a sabiendas que podrían ser las siguientes en la lista negra de la iracunda superior, cuando manifestaron su admiración por el ‘profe Montoya’, un profesional que en los cinco meses que laboró en esa institución, estuvo como pocos consagrado a sus labores didácticas, de puertas abiertas a un espacio acogedor para sus visitantes, y ofreciendo en su transparencia su calidad humana y profesional.

Por esa injusticia, por esa frustración, vi rabiar y malayar varias veces a mi amigo-hermano Montoya. Entablar tutelas y demandas es lo pertinente en un país de bellacos y canallas, donde no obstante los juzgados, hasta el techo de cartapacios y folios; y donde hasta las altas cortes perdieron hace mucho tiempo toda inspiración y credibilidad, este caso por acoso laboral y evaluación tendenciosa por parte de la señora Pérez Ortiz, sigue su curso en un juzgado laboral de Bogotá.  

Lo valioso en este caso, el ejemplo a seguir, es que Alberto no se da por vencido. Y ante la caída provocada por el aplastante monstruo del establecimiento, sigue incólume y sin bajar la guardia. Hoy en día se desempeña como profesor de un colegio en Puerto Nare (Antioquia), a ocho horas en flota de Bogotá, y a donde se llega después de atravesar el río Magdalena en una chalupa de pescadores.

En su visita a la Iglesia de la Natividad, en Belén, donde la historia narra, nació Jesús . Foto: Archivo particular 
Todas estas aventuras las vive Montoya en su apostolado de maestro. Y él se siente reconfortado por ellas. Le he gastado de tiempo atrás muchas bromas al respecto. Que en vez de estar insistiendo en ser un Indiana Jones de la educación en Colombia, por qué no se hace la vida más cómoda y menos riesgosa, abriendo un consultorio astrológico en el garaje de su casa. El ríe y me sigue la cuerda a sabiendas de que eso no es lo suyo. Qué poco le importa la idea de enriquecerse, de los bienes materiales. De que con lo que posee, le basta, traducido en compartir su conocimiento y experiencia de pedagogo y bibliotecario.

Igual, la vida que en su sabiduría quita, pero recompensa, le ha dado fortunas y parabienes merecidos. Siento gran admiración por su familia, a quien también, si se me permite, considero mi familia. A Gabrielita, su hermana mayor, que es paradigma del espíritu familiar, de la bondad, del amor y el orden que debería reinar en todo hogar. De su hermano Guillermo que abandonó este mundo dejando a su paso la impronta del trabajo a pulso y la generación de empleo, gracias a su visión de próspero empresario. De doña Dilia, su señora madre, con quien tuve el privilegio de compartir varios años: otra santa inédita que sacó a adelante siete hijos tras la muerte prematura de su esposo. Y de toda su prole, gente noble, querida, sin pretensiones.

Ahora que Alberto me comparte la postal donde aparece conmovido con su título de Bibliotecólogo, uno más en su pródiga lista de logros y satisfacciones, me embarga el hondo sentimiento de la verdadera amistad, ese caro valor que también se ha perdido en este país, como todo lo bueno que otrora se sembraba y cosechaba con esperanza y entusiasmo.

Escultura de Andrómeda, homenaje a la Revolución Cubana. Al lado pernocta 'Mono', el minimo de la casa. Foto: La Pluma & La Herida
A la edad que compartimos, que es la misma, hemos lanzado sobre la mesa los dados de las cábalas en caso de quién se pueda morir primero. Le he dicho que si me adelanto al surco de gladiolos, ponga a sonar sobre mi lápida ‘Sur’, de Homero Manzi, con el milagroso bandoneón de Rodolfo Mederos -banda sonora de estas líneas-, y él a su vez me lanza la petición de que haga lo mismo pero con el Adagio, de Albinoni. Que la señora parca sepa acolitarnos a su debido tiempo estos caprichos.

Para ese entonces habrá tiempo de escribirle el texto del catálogo de la exposición de pintura que prepara como donación al municipio de Sonsón, la provincia antioqueña que lo vio nacer. Habrá tiempo, la providencia así lo disponga, de seguir disfrutando de  sus innumerables anécdotas y fotografías de viajes con su compañera Gilma, de sus expediciones a la Patagonia por el río Gallegos, atravesando pampas, seguido por una corte de avestruces, atisbando la redondez del mundo en medio del acoso pueril de una parvada de pingüinos.

¡Ah!, Montoya, cómo la vida nos quita y nos retribuye a su antojo. Recuerdo ahora entre vinos y músicas de Arabia tus fascinantes historias. Las de aquí y las de allá, las del territorio macondiano que nos acontece y las de las antípodas en tus cruzadas novelescas.
Enterarme por ejemplo de tu visita a la casa -más exactamente a la habitación- de Miguel Hernández, en Orihuela, Alicante, España, el querido poeta de ‘Nanas de la cebollas', que compartíamos desde los tiempos en que estudiábamos francés en el Electrónico de Idiomas, y pretendíamos arreglar el mundo en barcitos paganos con las letras de Mercedes Sosa y el Libro Rojo de Mao.

Las una y mil caras de Andrómeda, desde su niñez a la fecha. Foto: Archivo particular
De la memorable tarde de otoño en que fuiste con Gilma Alzate, tu mujer, y con Patricia Suárez -nuestra entrañable amiga en común-, a poner flores en la tumba de Óscar Wilde, en el emblemático cementerio Përe-Lachaise, de Paris, y terminaron agarrados como colegiales por un helado de ventorrillo, bajo el plafondo zafir de esa ciudad, aún con humores cortazarianos de sopa de cebolla y miradas compasivas de clochards.
    
De todo lo que hicimos y dejamos de hacer… De la obra de teatro subversiva que escribiste y en la que me encomendaste el rol de un gendarme al servicio de la dictadura fascista, ¡qué karma!, como años después el director de cine Rubén Mendoza repitió la dosis y me hizo vestir de policía para su película ‘La sociedad del semáforo’.

De los amigos que se han ido y de los que, por una u otra razón, nos olvidaron. De tus frecuentes visitas al Hospital Psiquiátrico ‘San Pablo’, en Cartagena, cuando le llevabas panes, manzanas, refrescos y tabacos al poeta Raúl Gómez Jattin, tu cómplice en el infortunio, ese otro santo trágico y condenado que compartió contigo opio y cicuta en los recovecos de la Calle Luna, en las noches dionisiacas de las playas de Boca Grande y en los amaneceres fucsia del Muelle de los Pegasos, y que al final de sus días agradeció tus bondades con un poema, ‘Un día’, que, con tu venia, me permito publicar:

Amaneceré un día muerto/ y ya el sol no brillará para mí/ y no tendré hambre ni sed/. No estoy preparado para ese día/. Ojalá mi rostro sonría/ aunque sea un poco/ Y mis manos no tengan un rictus de agonía/. Ojalá que si hay un Dios/ éste sea benevolente/ y se apiade de mis errores/. Amanecerá y veremos qué ocurre/ y quizás alguien escribirá al respecto (Para Alberto/Raúl).
Facsímil del poema que Raúl Gómez Jattin le dedicó a Alberto Montoya. Y el verso sigue echando raíces. Ilustración: Revista El Malpensante.
Alberto, amigo-hermano del alma, hoy que celebras 57 primaveras, que te has sanado de todas las heridas, físicas y morales, de las que te ha dejado en rostro, cabeza y manos la barbarie enferma del hampa; de las lesiones accidentales que no rebaja el cuerpo en su arduo trajinar de años; y de las más duras en cicatrizar, las de la ofensa y las de las desconcertantes injusticias humanas, no me queda más que expresarte los mejores augurios, guerrero de la vida, arquetipo de la lucha y la templanza, sobrio y perenne ante las sequías y las borrascas, con la misma sabiduría con que has contemplado y digerido el esplendor y el fracaso, causa y efecto de la existencia, alfa y omega de este breve peregrinar por el mundo, hasta que nos llegue el adiós inexorable.

Por siempre y hasta siempre, amigo, recibe mi cálido y fraternal abrazo.


'Sur', con el bandoneón de Rodolfo Mederos: http://bit.ly/1qamXBK

Adagio, de Tomaso Albinoni: http://bit.ly/1orPzOh 

Documental de Raúl Gómez Jattin (Colcultura): http://bit.ly/1TIjBBZ


Share this post
  • Share to Facebook
  • Share to Twitter
  • Share to Google+
  • Share to Stumble Upon
  • Share to Evernote
  • Share to Blogger
  • Share to Email
  • Share to Yahoo Messenger
  • More...

0 comentarios

 
© La Pluma & La Herida

Released under Creative Commons 3.0 CC BY-NC 3.0
Posts RSSComments RSS
Back to top