Con mi padre, Guillermo Rondón, aferrado al mundo a esa edad: una pelota de caucho. Álbum familiar. |
Ricardo
Rondón Ch.
Padre, hoy, hace quince años, hacia las cuatro de la
tarde, te estaba dando cristiana sepultura.
Guardo memoria de la tierra negra y húmeda de la tumba, el
cielo espeso de nubarrones grises, un par de músicos con sus guitarras que
entonaban canciones lacerantes, el cortejo fúnebre que nos acompañaba: los familiares,
tus amigos, mis amigos, los rostros mustios, el ataúd que descendía al fondo de
la tumba sostenido por una polea, la lápida de mármol recién inscrita: Guillermo Rondón Quintillán *Octubre 3 de
1914+Diciembre 29 de 2000.
No recuerdo haber visto otro funeral en la inmensidad de
aquel campo santo, el de Jardines del
Recuerdo, en Bogotá, un 31 de diciembre, con el corazón hecho
hilachas y la diplomática celeridad técnica conque estas empresas de pompas fúnebres
gestionan sus compromisos.
Al final, la encargada, una versión mejorada de Morticia Adams, de negro riguroso, con
el cabello lacio empapado de gel y una cinta nazarena como nudo al cuello, se acercó, me extendió una tarjeta y me susurró
al oído: “si le podemos ayudar en algo más, por favor comuníquese con nuestras
oficinas. Al final de la conversación escuchará una encuesta para calificar, de
uno a cinco, nuestros servicios. Gracias por contar con nosotros”. No parecía
la voz de un ser de carne y hueso, en vivo y en directo, sino la grabación
automática de un call center, con
dejos tenebrosos de ultratumba.
¡Qué barbaridad!, padre. Hoy que vengo a visitarte, a leerte un par de poemas y a
dejar una rosa blanca sobre tu osario, me entero que morirse en estos tiempos
de descalabros económicos, de altanerías del dólar y bajonazos del petróleo,
cuesta un cojonal.
No suficiente con el alto precio que a diario se invierte
por vivir, morirse significa una absurda cuenta de cobro, que pone a cualquier
cristiano entre la espada y la pared, con la insufrible disyuntiva de seguir
padeciendo hasta nueva orden en este valle de lágrimas, para no dejar
embarcados a hijos y dolientes con una factura descomunal: cerca de cinco
millones de pesos por oficios religiosos y cremación.
Además que el agente de ventas se empeña en convencerte
de la poliza como “la más práctica y adecuada alternativa, un derecho que puede
ser delegado, si se quiere, a un familiar, un hijo, un compadre, un vecino”. Te
pide los datos para llamarte en los próximos días, te fija la mirada con destellos
hipnóticos, te extiende el bolígrafo para que firmes; que no es otra musaraña
para decirte que te mueras de una vez, porque seguramente dicha comisión la
está necesitando con urgencia para cancelar las cuotas atrasadas de su motocicleta.
Pero bueno, padre, no vine a jorobarte la paz eterna con
estos discursos lastimeros de cómo la vida y la muerte, sobre todo la parca, regenta
el negocio más rentable de los tiempos que nos acontece, en una planeta
recalentado, invivible, que sobrepasa los siete mil millones de habitantes, la
mayoría de ellos enloquecidos por la ambición y la codicia a ultranza, y una
endemoniada epidemia tecnológica que ha reducido al hombre a un vil esclavo de pantalla
Android, espejo virtual de sus vacíos
existenciales y de su caótica realidad inconcebible.
Vine a decirte que te extraño, pero que también envidio
tu sueño profundo en las esferas remotas del cosmos. Que en estos quince años
de ausencia del mundo no te has perdido de nada. Por el contrario: “que el mundo fue y será una porquería/ ya
lo sé/ en el quinientos seis/ y en el dos mil… también”, como solíamos corear
el Cambalache de Enrique Santos Discépolo en el vozarrón de Julio Sosa, en el Viejo
Almacén de Marielita, entre
frascos de lúpulo y copas pletóricas de ajenjo.
Que hoy más que nunca me aferro a las reflexiones que
discutíamos sobre la rústica barra de ese entrañable recinto de amistad y
tanguerías -que hace justo un mes cerró sus puertas-: que lo único que nos
salva y redime es el arte creativo, la música, la literatura, la poesía, el
buen humor, lo llano y sencillo de la vida, porque lo demás es farsa, interés y
cambalache; el duro trajín del día a día en pos de devaluadas rupias y del
maquiavélico trueque en este reality sin
treguas del que nos hemos apropiado: el de no dejarnos morir antes de la fecha
de vencimiento.
Algunos, presionados por la enfermedad, el desasosiego y
el sinsentido de una rutina atribulada por los embates de esta locura presente
que es el capitalismo salvaje, el desempleo, las deudas, la discriminación y la
falta de oportunidades, terminan emprendiendo el viaje por sus propios medios,
descerrajándose un plomazo en la sien o con treinta pastillas de somníferos
entre una botella de ginebra, como remató su vida la poeta María Mercedes Carranza.
“Yo
mejor me espero…”, como apuntó una amiga mía, la literata Sonia NadezhdaTruque, que insiste como
muchos de nosotros en este cada vez más ingrato y terco oficio de escribir, que
lo atestigüe ella, que ya completa diez años buscando editor con su mamotreto
bajo el brazo: la minuciosa y detallada investigación sobre la historia del aguardiente en Colombia.
Si Sonia no termina alcoholizada por
su habitual ingesta de guaro en las
tiendas y bares del barrio La Candelaria,
la transpiración etílica del manuscrito que anida en su sobaco, cumplirá su
cometido.
Sí, yo mejor me espero… Además que tengo razones firmes y
contundentes para seguir abriendo brecha en esta desvirolada manigua de
hormigón, vidrio y concreto. Una de ellas, la fundamental, la que me ata de
raíz por encima de luchas vencidas, quebrantos y frustraciones, mi adorado hijo
David Ricardo, mi gran aliciente.
Verlo crecer y formarse es un deleite máximo. Mi retoño, tu nieto, es para mí
un orgullo incomparable. Es lo más importante y trascendental que me ha pasado.
Por él vivo, respiro, sueño.
Y con él, con mi David,
con frecuencia te recuerdo. Como estos días de fin de año, cuando me ha dado
por desempolvar antiguos álbumes de fotografía en sepia y blanco y negro, donde
aparezco a tu lado, en situaciones memorables, como cuando me enseñabas en la cartilla
Charry las primeras letras; otras postales
en compañía de Luz María, mi sufrida
y querida madre a quien invoco todos los días; unas más en los potreros
capitalinos aledaños a tu casa, de pantalón corto, feliz de tener entre manos
el mundo, que a esa edad pueril significaba una pelota de caucho.
O las fotos de tus gestas laborales como topógrafo de Carreteras Nacionales, cuando me
contabas del cerco cinematográfico que con tus compañeros de bregas le hicieron
a un leopardo bandido en el Putumayo,
aventuras que yo de niño comparaba con las de Tarzán en la mítica selva de papel que cada domingo entregaba el suplemento
a color del periódico El Tiempo, y
que esperaba ansioso que tú desocuparas.
A David le
narro la imagen más viva que tengo de ti, en el patio trasero de la casa, frente
a un espejo enclavado junto al lavadero, susurrando tu tango preferido, Uno, en la voz de Alberto Gómez, mientras te afeitabas. Y todos los tangos que con el
tiempo fui moliendo en la memoriosa bohemia a tu lado. Y las eternas noches de
billar a tres bandas en el Gran Clásico,
en El Aventino y en el Hamburgo. Y los matinées de innumerables
ciclos de cine arte en el Museo de Arte
Moderno y en la Cinemateca Distrital.
Y las lecturas de libros de viejo compartidas, debatidas, enfrentadas. Y, al
final de tus días, tu augusta serenidad y tus sabios silencios, con esa mirada
tuya, dulce y en lontananza, como atisbando la ruta del viaje inexorable.
-¿En
qué piensas, padre-, te interrumpía a veces de tus letargos
prolongados, y contestabas cabizbajo y entre labios, en el umbral de los 80
años:
-En la muerte,
hijo, porque la vida la he pensado y trajinado mucho, y creo que por decencia
ya es hora de partir.
Y partiste, sí, pero no cuando te apuraban las ganas y
los fuertes lapsus de melancolía te obligaban a pedirme un whisky, tus tangos a
la carta, y la lectura pausada de uno de tus poemas favoritos, El puente de la 42, del expresidente Belisario Betancur:
Joe
Watson duerme sus libros/ al amanecer, bajo el puente de la 42/. Hay un
estrépito de voces y tambores/ como ecos de batallas/. Joe Watson va entregando
sus sueños/ como un trébol devuelto del otoño/ entre páginas amarillas de
Whitman/. La piel de Joe se arruga como el sol/ como mi corazón debajo del puente/
donde sueña sus libros Joe Watson/. De la mano de Faulkner se pasea por el
Mississippi/ con sus muertos y un cortejo nupcial de golondrinas.
-¿Qué
es morir-, te pregunto ahora, padre, cuando un lucero puntual
en el firmamento azul marino se posa sobre la frente del mundo, anunciando un
nuevo calendario, en la bóveda celeste de este país que avanza renqueando hacia
un año bisiesto, entre eufóricas pirotecnias, llantos, gritos y carcajadas desperdigadas;
entre abrazos y besos ebrios, y la esperanza en que el venidero sea mejor, como
siempre, con las mismas puntadas y costuras deshechas de Penélope, esperando al amado que jamás ha de llegar.
-¿Qué
es morir?-, insisto en preguntarte padre, y vuelvo a ti en el último
párrafo de las Memorias de Adriano
que repetías y repetías cuando los tragos te doraban las neuronas en el zaguán de
la noche, en esa límbica estación entre la embriaguez y el sueño:
Mínima
alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos
parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de regresar a los juegos de
antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos
que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos
abiertos.
¡Cuántas
falta me haces, Guillermo!
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