viernes, 6 de marzo de 2015

Mujeres y fogones

Cleotilde, Leonor y Sagrario, un solaz en la tarde entre fogones. Foto: La Pluma & La Herida

Ricardo Rondón Ch.

Cleotilde, Leonor y Sagrario tienen muchas cosas en común: Manos y brazos con huellas de quemones, dedos callosos de pelar papa y picar cebolla, y el arduo trabajo y la resignación, que no es el sufrimiento, porque de él hace mucho tiempo hicieron su propia coraza, que como las de las tortugas o los armadillos, las protege de las adversidades del hombre y del mundo.

Si para una gran porción de la población sufrir es levantarse con las primeras luces del alba en cuartos de humildes viviendas de las goteras de Bogotá a tomar una ducha de agua helada, preparar a la vez desayuno y almuerzo, despachar a sus hijos al colegio, y emprender un itinerario al restaurante donde laboran –pleno centro capitalino- en el tripaje infesto de un articulado o de una buseta, la rutina de estas tres mujeres es una bendición aplicada al credo de que “bendito Dios hay salud y trabajo”.

Coinciden también en que son madres cabezas de familia, y que se enorgullecen de serlo, antes de someterse a la dictadura machista de la enajenación y el maltrato de borrachines y mujeriegos que no supieron valorar la tenacidad y el esfuerzo que ellas aportaron desde el primer instante en que se engancharon como parejas.

Cleotilde, Leonor y Sagrario eligieron el sagrado oficio de la cocina. Un empleo que en Colombia no ha sido reconocido con la dignidad y la paga que merecen sus largas jornadas entre fogones y calderos, el agite de cada comida, sobre todo la del almuerzo, prueba candela que ellas a diario resuelven gracias a su sagacidad y experiencia.

En Colombia, el país de mayor número de fiestas y celebraciones en el orbe, se reseñan cantidad de homenajes a trabajos y profesiones de distintos ramos. Muy válidos por cierto. Pero que se tenga conocimiento, no hay un día especial para dedicárselo a las nobles y laboriosas cocineras, artífices del buen sazón y de las ricuras del paladar.

Es que ni siquiera por parte de los comensales. Cuando algún manjar ha sido del agrado colectivo, las felicitaciones se las llevan los propietarios o los administradores. Incluso los meseros. Son escasas las personas que luego de sentir “la barriga llena y el corazón contento”, se dirigen a la cocina a expresar un halago por las verdaderas protagonistas del sabor y el saber culinarios.

Seguro que les caería bien un piropo de vez en cuando. Aunque Cleotilde, Leonor y Sagrario concuerdan en que ese es el deber y la responsabilidad que ellas tienen para con su patrón y la marca: tener siempre satisfecha la clientela. Pero ¡ay! de que a alguno le salga un crespo en la sopa y la queja se haga evidente: Motivo de memorando, descuento nominal, o en dramático caso, despido ipso facto.

En ese laboratorio de la vida que para placer de todos termina en el cielo de la boca, Cleotilde Leonor y Sagrario permanecen, de lunes a sábado, entre diez y doce horas de largo. Solo una hora –regularmente a las 3:00 pm.-, para degustar de sus propios alimentos y disfrutar de una breve sobremesa que por lo general tiene que ver con las últimas noticias de entre casa:

Que al mayorcito de Leonor se lo llevaron para el Ejército a “servir a la patria”. Que la niña de Sagrario termina este año el bachillerato y que quiere estudiar Medicina, pero “de dónde…”, salvo que pase los exámenes en la Universidad Nacional. Que Cleotilde no se repone del chuzón que un criminal adolescente le pegó en el hombro a  su crío de 13 años, sólo por llevar una camiseta de Santa Fe.

Pero no sólo acontecimientos nefastos. También el regocijo de buenas nuevas como las tres cuotas que a Sagrario le faltan para pagar la lavadora con el recibo de Codensa. O la felicidad que embarga a Leonor porque le aprobaron el crédito para una casa de interés social en Soacha. Y el suspiro enamorado de Cleotilde porque “el Paulino”, camionero de la cervecería y padre de su mucharejo que sueña con el cielo que hoy abriga a James Rodríguez, está arrepentido por los ‘cachos’ que le puso y quiere volver a casa, por encima de los reproches de sus compañeras que la tildan de boba y alcahueta: “Otra vez la burra al trigo”.

Y de nuevo al quehacer. A levantar ollas y fregar platos. A dejarlo todo reluciente, como si no hubiera pasado nada. A alistar el menú siguiente: pela de papas, picado de cebolla y legumbres, desgranado de arvejas y habas, adobo de carne, pollo y pescado, y todos esos trámites que exige como hábito sin disquisiciones el apostolado de la cocina, en el apartado de las cocineras, el más ingrato, sacrificado y mal pago de los oficios cotidianos.

Al final de la tarde, el retorno al hogar, de nuevo en los intestinos apretujados de un articulado o de una buseta. Un trayecto interrumpido por las afugias demenciales de la ‘hora pico’, los endemoniados trancones, el ulular de ambulancias,  el olor acre y pestilente de todas las sudoraciones y fluidos, la retahíla suplicante de los menesterosos de turno, cuando no las arremetidas de los parlantes del rap, esa tribu rasa y contestataria de la ignominia y la injusticia humanas; siempre ojo avizor a la mano de seda del malandrín que araña en bolsos, bolsillos y morrales ajenos.

A lo lejos, la lucecitas titilantes que anuncian la noche en las humildes casas de los cerros capitalinos. El viento, como de muerte, que corre helado y bronco por esos lares. El territorio comanche donde habitan en arriendo Cleotilde, Leonor y Sagrario, con un cansancio que se vacila entre chascarrillos y sonrisas, como si regresaran, no de las fatigas y el calor de una cocina, sino de un plácido ‘paseo de olla’.

Y en casa, a continuar el trajín: La preparación de la comida, la ropa limpia y planchada para el día siguiente, un solaz después de la cena para averiguar cómo les fue a los párvulos en el colegio, la cita médica pendiente y la curación en el hombro del hijo de Cleotilde que, bajo recomendación estricta de su madre, ha jurado jamás en su vida volver a ponerse una camiseta roja. La pasión por el equipo continuará desde la clandestinidad.

Casi al filo de la media noche, estas mujeres de fogones, para quienes la palabra cansancio no les es permitida, buscan cobijas. Lo hacen no tanto por conciliar el sueño sino en pos de seguir soñando despiertas, después de una oración: El futuro de sus hijos, su protección, y las invocaciones y peticiones a sus dioses secretos para que a ellas les conserve todo el tiempo salud y trabajo.

En eso se les va lo que queda de noche, hasta cuando el reloj biológico, el cantar de gallos, el trepidar de las primeras busetas y el latir de perros, les alerta el comienzo de una nueva jornada, la misma que empieza con el duchazo de agua fría, las canciones de un ídolo del despecho en la radio, el aroma estimulante de un café caliente, el cariñoso saludo de los hijos, y esas ganas desbordantes de seguir viviendo.

¡Que Dios las siga bendiciendo! 
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