miércoles, 25 de febrero de 2015

Ajedrez de calle

El niño atento a las batallas que se libran en tableros. Foto: La Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

En esta calle está una porción del mundo: Un veterano hippie hortelano de la sicodélica época del parque de Las Flores del Chapinero de los años 60. Un jubilado de la Telefónica que madruga a romperse la cabeza con las ecuaciones del gran Capablanca. Un niño. Y los peatones que sortean miradas de reojo ante las batallas que se libran en los tableros.

La calle es la Carrera 7° de Bogotá, otrora el paseo real de los capitalinos de una ciudad de habitantes entumecidos por la eterna lluvia que se guarecían bajo paraguas y vestían siempre de paño pesado y corbata, incluso los domingos.

La misma calle donde acribillaron en el 48 del siglo pasado a un hombre del pueblo que quiso ser presidente de Colombia y pagó con su linfa una aspiración que por esa época estaba negada a los de barriada con ínfulas de caudillos y emancipadores. Como los gatos, a veces nos termina matando la curiosidad, sobre todo cuando de poder se trata.

En esta calle, la ‘Séptima’, y por supremacía económica, se trenzaban a menudo los esmeralderos a plena luz del día entre ráfagas de pistolas automáticas importadas de Italia. Eran segundos cinematográficos que dejaban como saldo uno, dos y más muertos, por ambiciones mezquinas. El verde prístino de las gemas era opacado por la sangre de los muertos.

A escasos metros donde murió Gaitán -de paño y cabello lacio engominado-,  y años más tarde un racimo de guaqueros, el niño atento a las jugadas de los viejos vive su propia fantasía, lejos del mundo real, distante de aquella calle que puede ser la misma en cualquier capital latinoamericana:

Trepidar de automóviles, vocinglería de buhoneros, peatones anónimos, desocupados, muchos desocupados, oficinistas a punto de franquear la delgada línea del suicido, mujeres con un pasado de telenovela, uno que otro criminal que avanza presto en pos de un objetivo siniestro, un violinista de otras tierras que intenta afinar los acordes del concierto N° 5 de Paganini, un aburrido lotero, un pequeño perdido entre la muchedumbre en una mañana gélida de comienzos de semana.

Absorto en los movimientos de las fichas y mientras el tiempo asesino del cronómetro se refleja a cuchilladas en las miradas de los jugadores, el párvulo esgrime las primeras conclusiones de la vida, acérrima batalla que sólo termina, para bien o para mal, cuando asoma, en el instante menos pensado, la puñetera muerte.

Como en el territorio ajedrezado, siempre habrá un rey que después de proclamado nos fastidie. Una reina infeliz que empeña sus joyas para que su alfil de confianza venza la terquedad de conquistar nuevos mundos. Una torre desde donde se divise un mar y un cielo que en lontananza se confunden. Un brioso caballo atento al grito de guerra. Y un escuadrón de fieles soldados dispuestos a dar la vida en honor a la patria.

En esas cruentas luchas imperecederas, en el sosiego de entreguerras, en la victoria y en la derrota, el niño concentrado en las jugadas de los mustios ajedrecistas, que como en las pugnas a gran escala persisten en liderar sus propios ejércitos, comienza a deshilvanar los hilos de la astucia y de la perspicacia, de la velocidad del pensamiento, del tiempo a contracorriente, de ir siempre dos pasos adelante.

No será tan incierto el futuro cuando se aferra a temprana edad a las leyes inconmovibles que nos plantea el destino: Las de la sagacidad, la tenacidad, la capacidad de aguante, el saber esperar, y el saber entender ese equilibrio entre pérdida y ganancia, que no es otro dilema que la cuerda floja en la que nos debatimos a diario.

Si el guerrero en ciernes acata a tiempo esas normas, pierda o gane, el hombre del futuro habrá librado la más compleja de las batallas terrenales, que es la vida, el arte de vivir, hoy por hoy, el de sobrevivir, cuando la contienda se hace más pusilánime por el tener que por el saber. He ahí lo que tiene a la humanidad en jaque.

Para algunos el ajedrez puede resultar tedioso, monótono, pesado. Pero tiene su ciencia. Y como la de las matemáticas, es exacta, nunca falla, así la partida se libre a puerta cerrada o en la feroz y congestionada universidad del mundo: La Calle.
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© La Pluma & La Herida

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